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Los Anticuarios: XXIII. Lo invencible

Los Anticuarios
XXIII. Lo invencible
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. Adelina
  4. II. Los comienzos
  5. III. Trapero distinguidos
  6. IV. La ciudad antigua
  7. V. En el convento
  8. VI. ¡Que encantador es el duque!
  9. VII. La tela de araña
  10. VIII. La calle de París
  11. IX. Chifladuras
  12. X. La tienda
  13. XI. Los parroquianos
  14. XII. Ambición
  15. XIII. Los que venden
  16. XIV. La gran comida
  17. XV. Sevilla
  18. XVI. Buscando la maravilla
  19. XVII. La Diana
  20. XVIII. Restauradores
  21. XIX. La subasta
  22. XX. Veraneo
  23. XXI. La anunciación
  24. XXII. Inquietudes
  25. XXIII. Lo invencible
  26. Autor
  27. Otros textos
  28. CoverPage

XXIII. Lo invencible

Ahora, Fabián y Adelina, ya solos, estaban ante su gran problema. Tenían que cumplirse las promesas que se habían hecho a sí mismos. Las niñas y Enrique tenían idea de que había sucedido algo que redondeaba su fortuna y les permitía dejar la existencia monótona del almacén, ir a España y empezar una vida nueva.

Doña Nieves, que oía los proyectos, se impacientaba. ¿Qué los detenía para realizarlos? Ella los había acompañado mientras había sido necesario pero quería ir a morirse a España, que la enterraran en España, sentía ese mandato imperioso con que llama al cuerpo la tierra en donde se ha nacido cuando se acerca la hora de volver a la tierra.

Fabián y Adelina les encargaban el secreto. No debían saber nada los anticuarios, que mirarían su retirada como una especie de apostasía y tratarían de averiguar a qué debían su fortuna. Ellos, que les ayudaban agremiados en sus engaños, se convertirían en enemigos cuando saliesen de la secta de los anticuarios, cuando dejasen de ser sacerdotes y campeones de las antigüedades para convertirse en gente civil.

¿Cómo se podría liquidar una tienda de antigüedades? No era posible ir vendiendo sin comprar hasta consumir las existencias, no se defenderían así los gastos. Un traspaso era imposible, en aquel comercio en el que las cosas tenían un valor de ocasión, que marcaba el capricho del comprador.

Y sin embargo tenían que decidirse. Era aquel el momento: Entonces o nunca.

Fue Huquet el que vino a sacarlos del apuro. Sólo a él, su socio y protector en tantas ocasiones y su cómplice ahora, se atrevieron a pedirle consejo.

Huquet vio con un placer disimulado la retirada del único anticuario que amenazaba ser su rival y se apresuró a facilitarle el medio. Él se quedaba con un inventario de todo, y se iría vendiendo por su valor.

Entonces empezó la tarea de hacer el inventario. Una inmensa tristeza invadía a los dos esposos. Miraban con melancolía su casa, su tiendecita. ¿Dónde podían estar mejor que allí? ¿Qué salón más decorado, más renovado que aquel?

¡Sería tan aburrida la vida sin ocuparse de nada, sin aquel interés de sus compras, de sus ventas, que se convertían en juegos de inteligencia! Ellos no recurrían a nadie, era un comercio distinguido, de ricos, de artistas.

Sentían una inmensa pena al visitar los almacenes, lápiz en mano, para hacer el inventario. Las estatuas, los muebles, las porcelanas, todo parecía envejecido y triste. Estaba todo más polvoriento, mas carcomido, más apolillado. Aquel aroma de siglos parecía convertirse en ese olor de correajes y moho de los bazares.

Poseían muchísimos miles de francos en existencias. Y todo aquello que tenían para vender, les parecía ahora una cosa suya que hubieran conservado siempre y de la que los iban a despojar.

Había verdaderas joyas, estatuas, ánforas, objetos únicos, que nunca más volverían a poseer.

Tenían que andar entre aquella selva de muebles viejos, entrar en los almacenes donde estaban hacinados los trastos deshechos, sillas, butacas, mesas, arcones. Solo ellos sabían el partido que en la restauración se podía sacar de todo aquello.

Adelina pasaba la mano como en una tierna caricia de despedida, por las curvas deliciosas de sus estatuas y la suavidad de sus porcelanas. Había apartado muchas joyas, muchos marfiles labrados, Cristos de los primeros siglos, clavados con cuatro clavos, vírgenes bizantinas de plata repujada, cristalería de Bohemia y de Venecia… Cuando todas aquellas cosas se las llevaba un comprador ella no se enternecía de ese modo, las veía ir indiferente y contenta como si hubiesen seguido siendo suyas al cumplir su destino, pero al dejarlas así era como si las perdiese: el incendio soñado con tantos detalles por Fabián se realizaba sin llamas y sin humo.

Pasaba horas enteras con la gran caja de las joyas en la mano. Las tenían revueltas, sin clasificar, sin estuches, enredadas unas con otras. Metía la mano para coger a puñados entre la aspereza del metal, aún después de labrado y cincelado, aquellos ricos aljófares y piedras preciosas mezcladas y revueltas, tan luminosas con sus diferentes colores, llenas de brillos misteriosos y cambiantes. Sentía como el hechizo de las piedras, piedras de luna, como los ópalos, los ojos de gato, las turmalinas y amatistas, en sus tonos opacos, variables, estriados de rayos de luz; y las piedras de sol, limpias y brillantes como la gota de soldé los brillantes y la llama encendida en azul, verde, morado, rojo o amarillo de los zafiros, las esmeraldas, las amatistas, los rubís y los topacios. Había allí perlas maravillosas, corales, engarzados y sueltos, formando aderezos magníficos, de un trabajo rudo y pesado o de ligera y espumeante filigrana. Collares, brazaletes, esmaltes, sortijas, pendientes, cadenas; incrustaciones de oro sobre hierro… No volvería a tener más aquel tesoro de reina del que se sacaba de un modo inagotable, porque se renovaba siempre.

Fabián sentía lo mismo que ella; tenía su preferencia por las armas, aquellos puñales adamasquinados, aquellas maravillosas espadas bruñidas con dramáticas o bizarras inscripciones, llenaban sus almacenes y tenía que contentarse con elegir algunas para hacerse una pequeña manopla, que conservaría siempre las mismas.

Pero ninguno de los dos se atrevía a decir al otro lo que pensaba. Era como si el proyecto que formaron sobre el porvenir tuviese una fuerza que los dominaba, que se había de cumplir de un modo fatal.

Una vez listo todo, se convino con Huquet que al día siguiente empezaría la entrega. Ya tenían los letreritos que se habían de colocar en la puerta y en los escaparates avisando al público la causa de no estar abierta la tienda.

CERRADO POR TRASPASO

Había que quitar también la muestra

MAISON SPAGNOLE

Quedaría triunfante el nombre de

HUQUET, ANTIQUETES

ya famoso en el mercado francés, que iba poco a poco acaparándolo todo.

Ellos ya no podrían ir allí más que de visita, sin sentirse en su casa, sin disponer de nada.

La comida fue aquel día triste y silenciosa. Ni doña Nieves, ni Enrique, ni las niñas, mostraban ya tanto entusiasmo por ir a España. La vida anterior a que querían volver no era ya su vida. Su vida era la de ahora. No podían volver ya a unas costumbres estrechas después de estar iniciados en las de otro mundo más amplio, más brillante y más libre.

Se daban instintivamente cuenta del error y la responsabilidad que entrañaba forzar así la vida, era cortar de un hachazo su curso y hacerle tomar nuevos derroteros, a capricho, no por su evolución lógica y natural.

Acostados en su mullida cama, bajo su suntuosa colcha de damasco, ninguno de los dos podía dormir, pero en lugar de buscarse como otras veces, de hablar, de cambiar proyectos, de aconsejarse para vencer dificultades, los dos fingían estar dormidos espalda con espalda.

Él estaba disgustado, anonadado. No tenía voluntad para oponerse a la corriente que lo empujaba. Era como un hombre que ha caído en un río y la corriente se lo lleva. ¿Por qué Adelina, que estaba en la orilla, que siempre había estado en la orilla, no le tendía la mano? ¿Por qué no desplegaba ella aquella voluntad que desde los comienzos había tenido y con la que lo había creado todo? ¿No había dirigido siempre? ¿Por qué se entregaba así ahora a la fatalidad?

Sin duda había algo en el destino más fuerte que ellos, algo que le sujetaba la lengua impidiéndole hablar claramente con su mujer y le hacía permanecer así, silencioso, inmóvil, atormentado.

Ella se indignaba también. Era incomprensible lo que sucedía. ¿Por qué Fabián y toda la familia la habían de empujar de aquel modo por el camino de lo absurdo? ¿Qué fuerza misteriosa la dominaba para dejarse llevar? La fatalidad no era una cosa substantiva, era una negación a la que solo la falta de voluntad daba cuerpo.

Tenía, en su claridad de inteligencia, la idea del papel mediocre que fuera de su sociedad de anticuarios iban a representar. Dentro de ella figuraban como los magnates, los potentados; tenían la consideración y el halago de su mundo; porque aquel era su mundo, el que ellos se habían creado en tantos años de trabajo, y al que iban a dejar imprudentemente cuando ya lo habían consolidado, en el momento en que ya no se tiene edad a propósito, ni hay tiempo bastante para rehacer de nuevo la vida.

En otra sociedad serían como unos intrusos a los que muchos se complacerían en humillar. Harían el papel de nuevos ricos, los parientes nobles de Fabián no les perdonarían jamás el haber sido anticuarios. Para todas aquellas gentes orgullosas y vanas seguirían siendo los anticuarios, los anticuarios ya sin antigüedades. Había un peligro en querer ascender un grado en la sociedad la aristocracia y la clase media con humo de aristocracia, se gozarían en humillarlos, en colocarlos en una situación inferior.

Se encontraría ya siempre descentrada, con esa nostalgia del marino que abandona su barco. Tenía hacia su tiendecita un amor de marino a las tablas del camarote que le sirve de refugio en las tempestades. Su tienda era su barco, su camarote, el lugar donde había pasado la mayor parte de su vida.

Los otros pensaban egoístamente en el retiro, no podían sentir como sentía ella, no podían estar compenetrados tan íntimamente con todo aquello, no habían entregado tan por entero su vida al negocio de antigüedades para que éste formase parte de su propio ser.

La despojada era ella; ella que lo había hecho todo, que lo había creado todo, que amaba su profesión como a sus hijos, porque había puesto también en ella corazón, carne y alma.

¿Cómo por esos desfallecimientos de momento, que disgustan del trabajo diario, se había podido llegar a tomar en serio aquella decisión?

Oía al marido despierto, no la podía engañar, ella conocía bien su respiración de dormido. Comprendía el anhelo que había en él y que no se atrevía a comunicarle, como ella no se atrevía a hablarle tampoco.

Ya dentro de pocas horas la cosa no tendría remedio; bien mirado no lo tenía ya sino apelando a recursos violentos.

La familia no la inquietaba. Cuestión de mandar a su madre y a las niñas con Enrique unos meses a España, para que volviesen a casa con ganas de estar otra vez en París.

Lo peor era Huquet, ¿qué diría de su falta de formalidad? El reloj daba lentamente las siete de la mañana. Las contó como había contado todas las horas y todas las medias horas en aquella terrible noche de insomnio.

¡Que dijese lo que quisiera! Dio un salto en el lecho y comenzó a vestirse apresurada. Entonces, como si conociese su intención se revolvió Fabián preguntando con la voz queda y torpe del que desea fingirse adormilado.

—¿Dónde vas?

—¡A abrir la tienda! —repuso ella con decisión.

Entonces la voz de él tomó fuerza y alegría.

—Rompe los letreros…

—Ahora mismo.

Se acercó al borde de la cama a medio vestir, él se incorporó y se unieron en un abrazo, lleno de sensualidad y de alegría. Un abrazo que equivalía a un juramento y a una promesa, un abrazo en el que la palpitación del contacto de sus carnes les explicaba la semejanza y la conformidad de las ideas que los habían atormentado, y los confirmaba en su decisión.

Su profesión había impreso en ellos carácter. Eran anticuarios, anticuarios para siempre, no podían dejar de serlo. Su corazón estaba pegado a su comercio, era imposible arrancarse a él sin una mutilación dolorosa y mortal.

Un beso fresco, amplio, de vida qué empieza, los unió. En seguida ella acabó de abrochar su vestido, deprisa, y salió de la alcoba contenta, sonando las llaves en su manecita pequeña y gordezuela y gritando con voz alegre mientras rompía los letreros

CERRADO POR TRASPASO

en pedazos tan pequeños que caían como confeti en el suelo:

—¡Arriba Enrique! ¡Arriba Fabián, que es tarde! ¡¡Voy a abrirla tienda!!

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