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Los Anticuarios: XX. Veraneo

Los Anticuarios
XX. Veraneo
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. Adelina
  4. II. Los comienzos
  5. III. Trapero distinguidos
  6. IV. La ciudad antigua
  7. V. En el convento
  8. VI. ¡Que encantador es el duque!
  9. VII. La tela de araña
  10. VIII. La calle de París
  11. IX. Chifladuras
  12. X. La tienda
  13. XI. Los parroquianos
  14. XII. Ambición
  15. XIII. Los que venden
  16. XIV. La gran comida
  17. XV. Sevilla
  18. XVI. Buscando la maravilla
  19. XVII. La Diana
  20. XVIII. Restauradores
  21. XIX. La subasta
  22. XX. Veraneo
  23. XXI. La anunciación
  24. XXII. Inquietudes
  25. XXIII. Lo invencible
  26. Autor
  27. Otros textos
  28. CoverPage

XX. Veraneo

Los veranos eran épocas de descanso y diversión, para aquel comercio, el cual, a pesar de las dificultades y las preocupaciones, daba la impresión de que se ganaba el dinero sin trabajar.

Con la salida de la gente rica de las grandes capitales, la venta languidecía. Los anticuarios sacaban apenas de sus ventas corrientes e insignificantes para costear los gastos de las tiendas. Muchos suspendían el comercio para dedicarse al descanso y otros seguían detrás de los millonarios a las playas de moda, para hacer la plaza y costear su veraneo.

Del número de éstos eran Fabián y Adelina. Ella, con su actividad de costumbre, no se resignaba a estar en reposo todos aquellos meses, y lo arrastraba a él, que se limitaba a dejarla hacer.

Ya habían recorrido, en años sucesivos, todas las costas irán cesas, la costa de oro, la costa de plata, la costa de azul. Habían estado en las estaciones de moda Aix-le-Bain, los Altos Pirineos, Dijon, Vichy. Lo que más resultados prácticos les daba, eran Trouville y Etretat.

Bien es verdad que para ellos era muy difícil en esas excursiones obtener grandes ventajas a causa del exceso de gastos. Adelina viajaba, no solo con el género y los dependientes necesarios, sino que llevaba en pos suyo a su madre, a sus hijas y a las criadas. Ella no sabía vivir sin sus hijos. Tenía esa maternidad española, llena de ternura y de pasión, y no podía ser feliz sin tenerlos a todos bajo el ala con regodeo de clueca.

Aquel verano Fabián había querido volver a Sevilla, pero Aznar y Huquet, escarmentados de los engaños de que fueron víctimas los años anteriores, no habían querido acompañarlo. Todos habían ocultado lo que les había ocurrido. Ni Aznar dijo nada de lo sucedido en la excursión para comprar la famosa Diana de Itálica, ni Huquet había contado a sus amigos, que un día lo llevaron a visitar a una bella viuda de un general muerto en campaña que se veía obligada a deshacerse de preciadas joyas de familia.

Encontró a la aristocrática dama de rodillas ante una cruz de cristal de roca y oro esmaltado, en un gabinete alumbrado por dos bujías. El francés se sintió deslumbrado y manifestó deseos de adquirir el Crucifijo, pero la condesa no quería venderlo. Era una joya de familia, que llevó uno de sus abuelos a la batalla de Lepanto. Al fin después de muchos ruegos accedió a darlo en diez mil pesetas. Huquet lo guardó cuidadosamente, sin decir nada de su adquisición. Una vez en París, pasado el deslumbramiento, vio el escaso valor de la alhaja, moderna, que tuvo que dar en quinientos francos. Se convenció de que entre el corredor y una bribona disfrazada de generala, le habían estafado diez mil pesetas. Lo que más sentía era el ridículo de haber respetado a la falsa viuda. ¡Con todo lo que le había gustado!

Guardaba su secreto temiendo que se burlaran de él, sin saber que todos habían sido engañados en más de una ocasión.

Siempre que iban de visita casa de algún prendero éstos hacían que entrasen emisarias suyas ofreciendo objetos que fingían comprar, y cederlos después como gangas a los incautos que presenciaban la operación. Todos habían caído en aquel lazo, hasta Fabián, que compró un camafeo de lacre, creyéndolo de una piedra preciosa y una rodela en cinco mil pesetas.

Suerte que él encontró medio de vender ambas cosas, El camafeo a un rico alemán, al que le aseguró que en llegando a Berlín podía ponerlo en el martillo y hacerlo polvo. El buen señor pensó entender en este raro retruécano que podía llevarlo a la subasta y alcanzar buen precio, sin sospechar la verdad que había en sus palabras.

En cuanto a la rodela, tuvo la audacia de enviársela al general Nogués, experto en antigüedades, sobre las que había hecho grandes estudios, con esta dedicatoria: «Al sabio de los sabios, que escribe de antigüedades en varios idiomas».

Y el general pagó por ella cuatrocientos duros.

Al fin se había decidido a hacer aquel verano las playas de Trouville y Etretat.

Les había costado gran trabajo poder establecerse con la familia en el primero, donde todas las habitaciones estaban tomadas con anticipación y donde no se podía pensar en hoteles, dado lo exorbitante de sus precios, sobre todo durante la Gran Semana. El Normandía Hotel y todos aquellos hoteles, hipócritamente disfrazados de granja normanda, con sus ventanas cubiertas de cortinillas de grandes cuadros, recogidas por un lazo en el centro, y las enredaderas cubriendo la fachada, eran hoteles de Príncipes, donde cada huésped parecía un soberano disfrazado.

Solo habían encontrado un pequeño local para tienda, dividido por una cortina, para formar la trastienda que servia de cocina y comedor. Era Adelina misma la que tenía que guisar allí con una hornilla de gas, siempre temerosa de ocasionar un incendio. En los altos tenían solo dos alcobas para la numerosa familia, viéndose obligados a repartirse por sexos para dormir en colchones tendidos en el suelo y hasta en medio de la tienda.

Pero a pesar de esa estrechura y de las molestias de su instalación estaban todos contentos, sentían ese placer, algo sádico, de la falta de comodidad, de luchar con dificultades, de vencer privaciones.

La alegría de las niñas, contentas de aquel veraneo que solo las gentes muy acaudaladas podían permitirse, ponía un fondo de risas, de comentarios alegres, que enfloraba y rejuvenecía la tiendecita, donde era increíble que cupiesen tantas cosas en tan poco espacio.

Habían llevado con ellos una prima suya, preciosa morena de cuerpo de parisién, con flexibilidad de española y una cabeza típica de andaluza; cabello negro como la endrina, abundante y revuelto, ojos enormemente grandes, de color castaño, que tomaban a veces el valor del negro intenso, sin tomar su dureza, por la sombra de las cejas y de las pestañas. Magníficas pestañas espesas, largas, arqueadas, de negro de tinta, que aleteaban como alas de mariposa negra, y ponían una nota de pasión ardiente en el rostro gracioso, de un moreno pálido con labios rojos, y una de esas boquitas carnosas, no muy pequeñas, dibujadas en corazón, con los tres piquitos picarescos del labio superior, rimando con una nariz sensual, un poco irregular y respingona, que daba mayor fuerza de expresión al semblante.

En aquel hermoso cuerpo de mujer adolescente, había un alma de muchacho inquieto y travieso; de un temperamento nervioso, atrevido, incansable. Capitaneaba a todas las primitas, que la adoraban y se prestaban cariñosamente a sus caprichos, y todo el día corrían en pandilla de un lado para otro el pueblecillo y de casa en casa de sus amigos, los anticuarios, que tenían hijos jóvenes, siempre en comidas, reuniones y fiestas.

Enrique por su parte, traía revueltas a todas las amigas francesas que engrosaban la alegre pandilla.

Una multitud de muchachos jóvenes se habían hecho amigos de Enrique, seducidos por la gracia de las españolitas, de las francesas y de las turquitas, que iban siempre con ellas.

Matilde imperaba en todo aquel pequeño mundo con una corte de adoradores detrás de ella, porque gran coqueta inconsciente, tenía el deseo constante de ser admirada y pretendida.

Parecía entregarse al amor de cada uno de los jóvenes que le presentaban; ponía un gran esfuerzo en eclipsar a todas las demás jovencitas, en hacerse notar, sobresalir, gustar y ser amada, pero en cuanto rendía un corazón se alejaba con una carcajada alegre para buscar una nueva víctima. Amaba con vehemencia de momento y olvidaba con una admirable facilidad. Se complacía en martirizar a los que la amaban no por maldad, sino por travesura.

—Ésta no amará jamás a su novio —decía Fabián— sino a los novios de sus amigas.

Su placer era deslumbrar, conquistar y no conservar después nada más que el placer de saber que sería recordada con la nostalgia de los deseos no satisfechos.

Las primitas le ayudaban, dejándole de buen grado el primer lugar. Las pequeñas con esa admiración instintiva de las niñas hacia las mujeres que despiertan amor y las mayores con aquella fría indiferencia, quizás heredada de la madre, que tenían para todos los noviazgos.

Toda aquella reunión de americanos y franceses andaban locos por Matilde. Le hacían fotografías, le dedicaban versos, ella era la novia de todos, sin comprometerse con ninguno. El más enamorado era un inglesito, pálido y débil, al que ella solía vestir con un pañolón de manila, el sombrero de medio lado y una rosa detrás de la oreja, porque decía que así tenía tipo de sevillana, entre las risas de todos, y sin que el infeliz protestara, contento de sentirse acariciado por aquel capricho.

Siempre inventaba algo para hacer reír a costa de sus amadores; ya era uno que se afeitaba la barba, otro que se dejaba el bigote, alguno que se vestía a la española, o que se dejaba crecer la melena.

—Un día les hace andar a cuatro patas, —decía Fabián.

Y aprovechaba el pretexto de aquella coquetería inocente para repetir una vez más el árbol genealógico de la mujeres, que él había compuesto.

—Son hijas de mujer, nietas de mujer, biznietas de mujer, madres de mujer, y siempre mujeres.

—Lo mismo podríamos decir de vosotros, —le contestaba Adelina—. Hijos de mujer, nietos de mujer, biznietos de mujer, padres de mujer… con la agravante de que sois también los maridos de las mujeres.

Desconcertado por aquella dialéctica, Fabián no sabía qué decir y contestaba muy serio:


—Pues por eso en Chinchón.
El alcalde baila en faldón

o bien otro pareado por el estilo.

En verdad era deliciosa la estancia en Trouville, con su playa extensa, salvaje, bravía; aquel Océano al que los marineros llamaban el Mar bestia, siempre encrespado y poderoso. El paseo a la orilla de la playa, a lo largo de la ribera de magníficos palacios-hoteles, tenía una grandeza majestuosa. Rivalizaba con ella la graciosa coquetería de aquel otro pueblecillo que acababa de nacer allí a su lado, en el recodo de la bahía, de manera que los dos casinos quedaban frente a frente, como dos adversarios que se preparan a comenzar el duelo.

Trouville tenía una parte de pueblo, calles formadas de casas donde la gente moraba todo el año, y en las que había tiendas, almacenes, boticas… todo lo que constituye la ciudad.

Deauville era solo morada del placer, recién nacido, formado de palacios suntuosos y de lindos hotelitos caprichosos se había agotado en unos y en otros todos los recursos de la arquitectura. Sus calles enarenadas, no eran calles regulares y rectas, eran los paseos de un magnífico jardín, en el cual los edificios, quedaban como cenadores ocultos entre macizos de árboles, flores y follaje.

Llegaban las flores hasta el agua que bañaba tablas de azucenas y geranios; los pinos marítimos y los bojes quedaban dentro de las olas en las altas mareas. Era la Playa Florida donde las elegantes tomaban el té dentro del baño, en mesitas portátiles y preparadas con esas cuadriculas que sostienen la vajilla en los comedores de los barcos, los días de temporal, y reciben el poético nombre de violines.

Allí estaban el gran hipódromo rival del de Lomchamps, los grandes campos de Tennis y Foot-ball a orillas del mar. Grandes rivales y sin embargo se completaban para formar la gran atracción de todo ese mundo rico, ocioso, aburrido y cosmopolita que distrae su tedio de hotel en hotel y de casino en casino.

Cada día era mayor la afluencia. Se poblaban rápidamente los hoteles, cada día abría sus ventanas otro nuevo chalet de los que pasaban alquilados, cerrados y polvorientos, todo el año, esperando esos días a sus amos, o aparecía un nuevo yate en la rada.

Era allí donde Fabián sentía deseos de decir que era el Duque de Osuna o el Conde de Lemos, pero ni siquiera podría lucir una condecoración, porque la única que tenía, de Caballero del Águila Negra, era alemana y él sabía lo mal visto que estaba lo alemán en Francia. ¡La hubiera cambiado con tanto gusto por la Legión de Honor! Tenía un lote entero de condecoraciones, pero no se atrevía a usarlas. Las había comprado a un prendero y a veces se complacía en revolver aquellas placas, cruces, medallas y lazos, que habrían pertenecido a nobles y linajudos personajes, con el deseo de podérselas poner todas.

La concurrencia que invadía la playa era la concurrencia de todas las playas de moda. Esas mujeres que parecen hechas para decorar los hall del hotel y los salones del casino; pintadas con exceso, vestidas coa exageración y excentricidad, movidas con cordelitos según el patrón de la sociedad elegante que se ve en las estampas del Segundo Imperio.

Fabián pasaba el día en la playa o en el casino cuando estaba allí, porque: la mitad del tiempo había de pasarlo en Etretat, vigilando la otra tienda, confiada al cuidado de Saturio. No le gustaba que lo viesen en funciones de anticuario. Deseaba figurar, entre la sociedad cosmopolita, como uno de los ricos veraneantes desocupados. A pesar de su amor a Adelina le gustaba mirar con deleite a todas las mujeres bonitas que tanto abundaban. Con pretexto de estar con las niñas se pasaba el día sentado en el gran sillón de mimbre, en una de aquellos tiendecitas de lona, como enormes bromos, que le daban a la playa un aspecto de aduar.

La atracción de la playa aquel año era una bailarina española, amante de un inglés rico y viejo, del que hacía poco caso.

Estaba hospedada en el Normandía, pero en vez de encastillarse como casi todas las mujeres a la moda, que saben que su renombre consiste en ser herméticas, y no se dejaban ver en la playa, ni en la calle; ella pasaba el día paseando en compañía de sus amigos o entregándose en cualquier café a frecuentes libaciones de Calvados.

A la hora del baño se adelantaba vestida de un fantástico traje de rayas verdes, negras y amarillas, ceñido al cuerpo, que le daba un aspecto de serpiente. Los brazos y las piernas desnudas, y el amplio descote del pecho y de la espalda, desaparecían bajo la multitud de cadenas de metal y de piedras raras que la adornaba. Pulseras, anillos, ajorcas en los tobillos, aretes, collares y adornos de la cabeza. Era un chocar de metal y un tintinear de piedras que señalaba su paso de serpiente de cascabel.

Al llegar a la orilla del mar dejaba caer su gran capa de seda. Se inclinaba hacia la ola como los creyentes que mojan la mano en agua bendita, y hacía unas figuras cabalísticas sobre su pecho.

Después ante la inmensidad del Océano empezaba una danza improvisada, diferente cada día, según su estado de ánimo y las sugestiones del momento.

Era una danza en la que se ofrecía a las olas, temblante de voluptuosidad, de anhelo de lo desconocido, con todos los poros abiertos como si cada uno de ellos fuese una boca apasionada y ansiosa que pidiese besos. Sus cabellos se esparcían fuera de la gorrita y le caían sobre los hombros como si cada uno viviese su vida individualmente, sintiese todo lo de vegetal que había en él y se dejara acariciar por el aire y por el agua; la sed de confundirse con la naturaleza, en un anhelo de sensaciones despiertas con aquella intensidad dolorosa que se reflejaba en sus ojos.

Era la hembra magnífica que se ofrecía a un amor superior, al amor de los hombres; se entregaba al sol, al viento, al agua, con la sensibilidad excitada para recibir sus caricias mis sutiles y sentirlas filtrarse por todo su ser.

Su danza se hacía ya lánguida, ya desenfrenada, en la que encontraba los más bellos escorzos y la más pura combinación de líneas.

Bailaban sus pies, sus brazos y su cuerpo a compás de sus ojos y de sus sonrisas. Bailaba y tremía toda ella como alucinada por la visión de amor más supremo, más intenso; poco a poco su danza se hacía dolorosa, retorcida, todos sus músculos se contorsionaban, era como un suicidio; como un espasmo supremo aquel con que se sumergía en el agua y se la veía revolverse y convulsionarse, deshacerse, para quedar inmóvil, como la Ofelia de un cuadro prerrafaelista en la serenidad del amor gozado.

Parecía que se electrizaban las aguas y el ambiente en una voluptuosidad suprema, que haría estremecer a los espectadores.

La única que trabajaba incansable era Adelina. Todo el día sin salir a la playa ni a dar un paseo, esclava de la tienda, colocando en el sitio más visible las mallas bordadas y los encajes de época, que colgaban de las paredes dando a la tiendecita un aire de quincallería o de esos bazares donde se venden saldos de piezas de encaje a tirón.

Nadie hacía caso del trabajo, tenía ella sola que colocar el género y que hacerlo todo. Se esforzaba por poner en el escaparate las joyas, los cuadros, las cornucopias, todo lo que tenía de más bonito, para que se viera bien.

Los martes y los sábados eran días de mercado, en la plaza de Trouville y los lunes y viernes en la de Deauville. Aquellos días desde antes de amanecer estaba ya Adelina levantada, cuidando lo que los criados llevaban para su puesto. Ayudaba toda la familia a transportar objetos y a decorar la mesa, especie de gran mostrador, sobre el que lucían las porcelanas y las joyas. De los cuatro ángulos de la mesa se alzaban cuatro pies derechos, enlazados por cuerdas, de las cuales colgaban los encajes y las sedas y telas antiguas. Adelina sabía disponerlo con arte y el puestecillo quedaba envuelto entre colgaduras de terciopelo y damascos preciosos, con un dosel de sedas, obligando a detener el paso a la elegante multitud que tenía costumbre de dar el paseo matinal por el mercado, verdadero laberinto de tiendecillas, de mesas unidas formando callejuelas estrechas, cubiertas de toldos de colores, que daban a aquel mercado un aspecto de antiguo zoco en fiesta de feria, popular y verbenera.

Allí se realizaban las mejores ventas. Las familias que habían alquilado casas o habitaciones amuebladas, sentían a veces sin darse cuenta, la necesidad de poner en ellas algo suyo, de adornarlas un poco, de colocar al lado de aquellos objetos barrocos, toscos, vulgares, de bazar, algo más espiritual, más distinguido, una figurita, un búcaro, una cornucopia, y sobre todo unos trapitos, unos encajes, qué cubrieran sus tocadores, los estantes del comedor, y las tablas de los veladores. Era aquello la que más se vendía.

Machas personas que no habían sido previsoras les compraban servilletitas para el té, de encajes viejos, cominos de mesa, tazas legítimas de Sevres o de la China.

Los objetos grandes, estatuas, espejos, bargueños, solían venderse también para algunos extranjeros ricos ingleses y norteamericanos, que alquilaban casas y se complacían en comprar muebles, adornos y cortinajes, como si fuesen a vivir siempre allí.

Lo que no había que pensar era en vender los cuadros y las verdaderas obras de arte; aunque estaban allí muchas personas de su clientela de París: la señora de Martínez, el Marqués de Marianini, luciendo los aretes de su amada, muchos de los aficionados a pintura y a cosas artísticas, pero todos entretenidos en los sports, en las aventuras de casino, en las frivolidades. Era como si en su programa de descanso hubieran decidido el no acordarse de nada serio y transcendental.

Joyas se vendían siempre, no faltaba alguna mujer bella, alguna artista, alguna elegante, que aprovechaba la ocasión de que su marido o su enamorado le ofreciera un recuerdo del veraneo con una linda joya antigua.

Muchas, como la bailarina española, eran ya conocidas de Adelina, y le cobraban luego la comisión de las joyas que les hacían comprar a sus amigos. Aquello era ya cosa convenida.

Pero no era solo las ventas lo que tenía allí interés, sino las compras. Se solían presentar ocasiones de comprar cosas maravillosas, tan baratas que eran un verdadero regalo.

Gentes que necesitaban con urgencia dinero, arruinados en el juego que se desprendían de magníficas joyas para salvar su situación; americanos que se marchaban a su tierra y vendían por cualquier insignificancia lo que les había costado un dineral.

Era la incumbencia de Fabián, que andaba de aquí para allá, enterarse de todo, saber todas las historias, aprovechar todas las ocasiones y explotar todas las excentricidades.

Se daban casos curiosos:

Un matrimonio recién casado, que adornaba amorosamente su casa, y que a los pocos días se separaban ruidosamente y vendían todo aquello, por una bicoca. Se separaban para no volverse a reunir más. Él se lo confesó a Fabián en un momento de expansión. Su mujer le había pedido que pusiese una lámpara roja en su alcoba, aquello había sido el motivo de su desavenencia.

—¡Una lámpara roja! ¿Comprende usted? Todas las mujeres sabias en el arte de la voluptuosidad que he conocido en mi vida de soltero me han pedido una luz roja para avalorar sus encantos…

Fabián se rascaba la calva, reluciente y charolada impresionado por aquella puerilidad de hombre vicioso y desconfiado, murmurando:

—¡Demonio de mujeres, y cómo se parecen todas!

Recordaba que una de las primeras cosas que le pidió Adelina fue también una lámpara roja.

Hubo otro que le vendió su mobiliario seis días después de haberlo comprado. Era un rico comerciante sin hijos, su mujer padecía una enfermedad nerviosa, cuya manifestación eran los celos y la superstición. Pasaba la vida buscando barajeras y sonámbulas que le predijesen el porvenir o que le descifrasen sus sueños. Estaba martirizada con mil preocupaciones de levantarse con el pie derecho, de no oír ciertas palabras en ayunas; pero su tormento mayor eran los celos. En cuanto sospechaba de su marido quería mudar de casa.

En Londres en un mes, se mudó a tres casas diferentes, ahora en el veraneo, habían recorrido en quince días toda la Normandía, con la particularidad de que no quería cuidados y preocupaciones y prefería comprar y vender el mobiliario en cada una de las partes donde se detenía, a llevarlo embalado, porque no quería ni pensar en un hotel donde hay camareras o se oyen voces de mujer en el cuarto vecino.

Habían acudido allí anticuarios de todos los puntos de Francia y todos hacían negocio. De sus conocidas estaba solamente la señorita Pegote, acompañada de la Calabazota, de la que se había hecho muy amiga, desde la noche de la comida, gracias al amor de su perro.

Pero la Pegote y la Calabazota no tenían tienda. Llevaban el género guardado en grandes cajones, y se limitaban a hacer el mercado, apareciendo la anticuaría francesa, espléndida, con sus sedas, sus plumas y sus diademas encima, cubierta de dijes y sortijas, pintada como un ídolo, cubierta de poesías sentimentales; porque ahora la señorita Pegote cantaba un desengaño más, desde que se habían roto sus relaciones con un holandés, al que Fabián había confirmado con el apodo de la petite chosse, a causa de su pequeña estatura, unida a su obesidad, que le daba el aspecto de una bola y causaba la impresión de rodar cuando andaba, como sí anduviese sentado. Estaban ya para casarse, pero el padre del novio había erigido que la señorita Pegote dotase a su hijo en la cantidad suficiente para asegurar no solo su manutención sino la de su padre y sus siete perros. La pobre mujer no se había sentido con fuerza para tanto y llena de dolor rompió sus relaciones.

Al menos le quedaba de ello el consuelo de decir que no se había querido casar. Se refugiaba, para consolarse en el amor de su perrito, que no soltaba de los brazos ni en el mercado. Los perritos estaban de moda en la playa, cada señora era indispensable que fuese acompañada de un perrito, sujeto de la cadena, o en los brazos. Hasta algunas más arrojadas llevaban enormes perrazos que asustaban a los transeúntes. Los hombres tenían también perros, que les llevaban en el paseo el sombrero o el bastón. Los hoteles habían ya establecido la pensión para perros, bien subida, porque sabían que las dueñas les habían de guardar algún dulce o alguna golosina de la mesa. Todas salían del comedor con sus paquetitos en la mano y algún señor de frac llevaba gravemente una escudilla de plata en la que había guardado golosinas para su perro.

La señorita Pegote decía en sus poesías que el siglo XX era el siglo de los derechos del Perro, que ya los hombres les harían justicia para tratarlos como hermanos. Se les educaba en escuelas establecidas en Suiza, con esmero, y los dueños se envanecían del árbol genealógico de su perro y de su certificado de estudio.

Lo que no podía soportar era que le preguntasen si su Kiki estaba en venta. Para evitarlo dejó de ir al mercado, iba sola la Calabazota, que se entendía por señas con los compradores y apuntaba las ventas en su tarja.

Adelina no perdía ningún mercado, esos cuatro días de la semana después de la noche sin dormir, permanecía de pie, detrás de la mesilla, atenta al público, con su aire gracioso, reposado y aristocrático, que tantas simpatías despertaba; siempre seria y digna, sirviendo a los compradores con una amable bondad de señora que ofrece un té en su salón.

Fabián tenía remordimiento de verla trabajar tanto y desmejorarse, pero no se sentía con fuerza de aparecer ante el público, detrás de la mesilla, como uno de esos hombres que pregonan sus mercancías en las plazas públicas. Se resignaba a duras penas a que lo hiciese su mujer por no contrariarla, pero él no podía hacerlo. No era digno del sobrino del ilustre Marchamalo, hay cosas con las que no se transige jamás. Hubieran temblado en su sepulcro todos sus antepasados. ¿Qué hubiera dicho Cánovas? ¿Qué pensaría Castelar? ¿Qué diría Clemenceau?

Para que Adelina no se diese cuenta de que no quería ir al mercado, se marchaba todos los lunes y todos los viernes a Etretat y volvía los martes y los sábados cuando ya se había recogido todo.

Prefería la incomodidad de aquel viaje de Trouville al Havre, en aquellos barcos pequeños que corrían una tempestad en cada travesía y parecía que se iban a ir a pique al pasar la desembocadura del Sena, entre aquellas olas fangosas, siempre violentas. Luego del Havre a Etretat tenía que ir prensado dentro del enorme automóvil de viajeros, y llegaba molido, empolvado, deshecho; pero lo prefería a la afrenta de aparecer en la plaza pública. No le avergonzaba ya su comercio como al principio, sino el lugar donde lo hacía; en su tienda, en sus almacenes se sentía dueño, allí en la plaza tendría toda la sensación de pobreza y de indignidad.

El negocio en Etretat iba muy bien. El pintoresco pueblecito tenía urna colonia selecta de veraneantes, no habían cocotas ni gentes como las que acudían a las otras playas; era una sociedad cerrada, de gentes serías, de ingleses ricos, de costumbres severas y de fortunas sólidas.

Saturio había dispuesto la tienda, especie de exposición al aire libre, por la que tenían que pasar todas las bañistas y en cada viaje se quedaba Fabián admirado de las magníficas ventas que había hecho su dependiente.

¡Estaban echando fuera un magnifico verano!, pero Saturio enfriaba su entusiasmo, con su aire de gran señor y su indiferencia.

—¡Bah! ¿Qué vale todo esto? Hay que estar trabajando todo el día para mal vivir y no descansar jamás. Lo bueno sería una de esas compras, de esas sustituciones que sacan a uno de apuros y permiten darle un puntapié al negocio y no servir más al público.

—Eso es el ideal, amigo Seturio —respondía Fabián, pero no está en nuestras manos el realizarlo.

El hombre escuálido se erguía como hoja de espada desnuda y respondía con fiereza.

—¡Querer es poder! ¡Todo el que busca encuentra!

Después de una de aquellas conversaciones, Fabián volvía de mal humor a Trouville; le molestaba la pequeñez de la tienda; se desesperaba de ver a Adelina pálida, cansada, sin poder ocuparse de nada más que de las tareas del negocio.

Sólo los miércoles, que no eran días ni vísperas de mercado, salía con su marido a dar una vuelta; no le gustaba ir al Casino. ¿Qué papel iba a hacer entre todas aquellas millonarias y mujeres célebres que rivalizaban en lujo en los salones o alrededor de las mesas de juego?

—El arruinarse en el juego es placer de millonarios —decía— nosotros no tenemos nada que hacer ahí.

Prefería ir a sentarse a la terraza, ante aquel panorama que resultaba siempre nuevo, con esa variedad de mar que no se hace jamás monótono, con ese eterno cambiar de luces, de colores y de aspectos. Aquellas noches sin luna en las que se le oía rugir bajo una sombra y una negrura superiores a las de la tierra, como si la sombra fuese más sombra en el mar; divisaban solo el romper de la ola con su cresta blanca tendiéndose luego por la arena con un reflejo de acero, bajo el resplandor de las luces.

Solo de vez en cuando se encendía una estrella en el fondo, con la luz de algún barco que cruzaba en alta mar.

Enfrente estaba la luz del otro casino de Trouville como un faro en las tinieblas. Se cruzaban sobre las ondas acordes de las dos orquestas. Las luces de los hotelitos brillaban dejando adivinar los interiores y los jardines pintorescos. La luz de las casas que tenían jardín era de un reflejo distinto: Se adivinaba en ella el jardín. Los faros tenían su luz turnante; había luces que centelleaban y quemaban los ojos, luces de brasa, de los grandes focos de los paseos.

Era como si incitase más su ambición todo aquel paisaje y aquel ambiente. Se experimentaba la necesidad de ser ricos, en un país de ricos, de lujo, de placer. Allí Fabián y Adelina hablaban de sus proyectos; ¡si pudiesen encontrar aquella joya rara, aquel objeto único, hallarlo en alguna de sus buscas… robarlo de una iglesia o de un Museo!

Una noche Fabián dijo:

—¿Sabes? Es curioso. Saturio ha encontrado un inglés millonario al que ha contagiado de su manía de poseer una joya única y le ha encargado de buscarla.

—¿Qué es lo que prefiere?

—Los buenos cuadros auténticos.

—Es lo más difícil.

—Me ha dicho que daría sin duelo tres o cuatro millones por una virgen del Beato Angélico…

Suspiró ella y dijo:

—¡Un imposible!

—¡Quién sabe!

—¿Cómo?

—Saturio conoce mucho Italia; sabe donde están las tablas famosas. Dice que es capaz de conseguir una venta, una substitución, como la que hicimos en aquella catedral española con la Magdalena.

—¿Pero quién sería capaz de pintar esa virgen?

—Medrano, no lo dudes, tiene un talento enorme.

—Para una cosa así se necesita disponer de más dinero en efectivo del que nosotros tenemos.

—Haremos entrar a Huquet en el negocio.

—¿No nos exponemos demasiado?

—No nos cogerían, Saturio es el único responsable… habrá que darle una buena parte, pero así y todo siempre nos quedaría más de un millón… La única manera de lograr la fortuna es arriesgarse en estas empresas grandes.

—¡Es verdad!

—Y en seguidas dejar el negocio, a no pelear más con obreros restauradores y los parroquianos y a vivir en paz y en gracia de Dios sin estos afanes y estas tareas que nos están quitando la vida.

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