IX. Chifladuras
Parecía que toda su vida la habían pasado allí; según lo pronto que se aclimataron y ordenaron su vida en aquel barrio.
Adelina, con la vigilancia de su madre, dirigía admirablemente la casa. El hijo mayor, mocito serio y reflexivo, era el dependiente ideal que le ayudaba en la tienda, las tres niñas mayores, de 15, 14 y 13 años, eran tan modositas y hacendosas que se distribuían el trabajo de arreglar la casa y las ropas, dirigiendo a los criados, y les quedaba tiempo de hacer las restauraciones de encajes y filets y hasta de cualquier labor o vestidito, economizando modista.
Eran juiciosas y buenas, no pensaban como mujeres sino como verdaderas niñas, y les gustaba más ir al cine o al campo que las diversiones de bailes y tertulias donde había pretendientes.
Habían heredado aquella buena pasta de Adelina, tranquila y casta por naturaleza. Se podía decir que aún ignoraban que eran mujeres y que eran bonitas.
Y eran bonitas, tanto ellas como las pequeñas, no se parecían unas a otras; había morenas, rubias y trigueñas, con ojos color tabaco. A veces parecía que habían equivocado los ojos y llevaban unas los que les pertenecían a las otras, pues sobre un rostro moreno, bajo cabellos de ala de cuervo, brillaban unos ojos de zafiro con una orla de pestañas de oro, y sobre la blancura de un cutis lechiterno, bajo los cabellos rubios de trigal, lucían dos ojos grandes, enlutados, con pestañas negrísimas, inquietos en un parpadear de alas de golondrina.
Las tres niñas siguientes, de 10, 7 y 4 años, tenían una institutriz que cuidaba de ellas, les enseñaba las lecciones, las llevaba y traía de la escuela. Era la señora que amargaba la infancia con su constante celo y su continua coacción.
En cuanto a la pequeñina, rubia y graciosa como un muñeco, estaba en poder de la abuela que hacía de ama seca y la criaba con biberón.
La placidez de aquel fondo reposado de la familia, aquel deslizarse la vida doméstica sin nubes, se reflejaba sobre Adelina, para mantener su juventud lozana y plena y su humor igual e inalterable, le daba optimismo y fuerza para continuar sus trabajos, con un aspecto de señora que se distrae en una agradable ocupación. Ella era el contrapeso de la figura del marido; era la amiga de los grandes anticuarios, la confidente en los negocios reservados. Era suyo el crédito en los bancos, la confianza de los clientes, que le entregaban géneros en comisión, y a ella le pertenecían las iniciativas para comprar y vender. Todo el complicado mecanismo de su oficio pesaba sobre Adelina.
No es que Fabián fuese inepto; su cultura y su talento habían hecho de él un experto famoso, al que recurrían los otros anticuarios en las dudas y en las compras difíciles e importantes.
No había nadie como él para ver de una ojeada la época y la condición de un objeto. Conocía las porcelanas antes de ver la marca, sabía de qué siglo era cada tela, cada mueble, cada marfil y clasificaba su estilo y su procedencia sin equivocarse jamás.
A veces había descubierto importantes falsificaciones. Un alemán fabricaba en España cacharros de barro, con arreglo a modelos mejicanos del siglo XIV. Los enterraba en un huerto que tenía en Alcira, los regaba y haciendo grandes excavaciones los iba descubriendo y los presentaba como trabajos etruscos de la Edad Media.
Ya había engañado a casi todos los anticuarios de España y Francia, y había metido ejemplares en los museos, cuando, de una sola mirada, Fabián descubrió el secreto y probó el engaño y la falsificación.
Si se presentaba una porcelana con marca falsa, él la descubría en seguida.
Tenía una vista sutil para distinguir los colores del Índigo de la vulgaridad de la anilina en las bellas telas antiguas y en las falsificadas.
Aquellos platos de cobre repujado a mano y dorado a fuego, con su troquelado imperfecto hecho a martillo, de calibre variado en todos sus puntos, los distinguía solo en el tacto, de esos otros laminados a cilindro, de superficie compacta. Con los ojos cerrados conocía la impresión del golpe, de tal modo, que su pericia causaba la admiración de los inteligentes.
No se le escapaba un detalle, a veces descubría una falsificación por haber empleado caracteres helénicos, romanos o latinos indebidamente. Un día que Huquet iba a comprar unos esmaltes carísimos, que a pesar de su pericia tomaba como auténticos, él dijo:
—En los siglos XIV y XV no se hacía esmalte blanco más que en los pavimentos.
Sabía distinguir los cristales falsificados con grabados al agua fuerte o con tonos opalinos de los legítimos cristales. Sabía como nadie distinguir las verdaderas lacas, cuyo secreto pertenece a la China y el Japón no solo de las lacas francesas de los siglos XIV y XV, de colorido más mate, sino que descubría toda falsificación hecha con goma laca por hábil que fuera y bien trabajados que estuviesen colores y pulimento.
Por muy bien imitadas que fuesen las estatuas hechas en mármoles italianos, él precisaba su época.
Los hierros mejor falsificados, no calados con segueta, sino con delicado trabajo de cincel, repasados a lima y con la capa de orín hecho con ácido nítrico, para dejar su huella bajo el encerado, no le engañaban jamás.
Así, no había compra de importancia a la que no se le llamase ni negocio en que no se contara con él.
Se había hecho popular, ese tipo que tiene cosas, al que se le toleran todas las extravagancias.
Adelina tenía siempre miedo.
—Los que lo conocen no le hacen caso —decía— pero temo a los desconocidos. A veces va por la calle diciendo en español los mayores disparates en voz alta a los que pasan. ¿Si lo entendieran? No deja tranquila a ninguna mujer; ayer se adelantó, le cogió la mano a una señora que estaba parada cerca de la entrada del metro, miró la hora en su reloj de pulsera y luego descubriéndose muy cortés le dijo: «Merci Madama». La pobre señora, confusa, no sabía que actitud tomar… No me gusta salir en su compañía.
Pero en el barrio lo conocían todos y allí podía desahogar su vena cómica sin peligro, se había hecho popular y aprovechaba el ir de un lado para otro con sus bromas para enterarse de cuanto los demás tenían y en los precios en que lo marcaban, de modo que él podía ofrecerlo todo a sus clientes con ventaja.
Era el único que admitían en su intimidad aquellos dos anticuarios viejos, los decanos del barrio, a los que los más antiguos conocieron viejos ya. Se habían establecido allí en tiempo inmemorial, en la tiendecita chiquitina, de un solo escaparate, y el tiempo no les había mostrado la necesidad de renovar su comercio y ponerlo a lo altura del lujo de los otros; seguían con el mismo aspecto de pobreza en la tienda, con la misma indumentaria antigua y provinciana, siempre los dos solos, siempre juntos, acartonados. No tenían ningún dependiente, cuando entraba un comprador le servían ellos mismos; allá iba el viejecillo a alcanzar y mostrar los objetos con sus pasos tardos y sus manos temblantes. Ella hacía la comida en su hornillita de gas, colocada detrás del biombo que ocultaba los colchones que tendían de noche en medio de la tienda.
Se decía entre los anticuarios que los dos viejos tenían una fortuna, pero nada lo acusaba en su apariencia; no se les veía salir, ni ir al teatro, ni visitarse con nadie.
Unicamente al venir del mercado, ocultando sus compras en el fondo de la red forrada, podía verse que la vieja traía los mejores bocados de la plaza; aves, pescados y frutas, y las más delicadas conservas y quesos. Las docenas de cascos de botellas vacías que vendían a los traperos, habían encerrado vinos selectos y añejos. Era como si para ellos no hubiese más mundo que su pequeña tienda, donde tantos años habían vivido y en la que indudablemente morirían. Daban la impresión de que habían dé aparecer muertos los dos en un mismo día, porque no se concebía ver al uno sin el otro, tan uniditos estaban siempre, confrontando sus cuentas, comunicándose sus proyectos y mirándose con ternura. No se comprendía bien que en tan largos años de convivencia, no se les hubiera acabado la conversación, según lo entretenidos y amorosos que estaban constantemente.
Sin duda, ellos no se veían en la realidad, se veían en el recuerdo, no como eran sino como habían sido, y se seguían amando en aquel encanto de juventud primera que para su impresión se perpetuaba.
Allí se metía Fabián, les gastaba bromas, les revolvía los objetos, y los viejecitos que no se lo hubieran tolerado a nadie, se reían con él y hasta les era ya necesario.
La anticuaría turca, siempre sola con sus dos hijas jóvenes, Celeste y Dulce, que no se trataban con nadie era amiga de Mr. Navas de Marchamalo, como ella decía, y lo tomaba por consejero de todo lo que debía hacer.
El negro de la tienda de objetos exóticos, iba a buscarlo todos los días para ofrecerle una copa de su vieja caña o una taza del mejor café, soportando todos las procacidades del anticuario que le llamaba Blanquito, y bromeaba con su esposa acerca del porvenir negro que la aguardaba.
Era también el confidente y consejero de aquella otra anticuaría, cuyas hijas trabajaban en el circo, y que a veces sentía también la necesidad de la vida bohemia y se iba con ellas por las ferias de pueblo, armando la barraca de antigüedades al lado de la barraca de saltimbanquis. Pero su mejor amiga era Mlle. Pegote, la más rica anticuaría francesa de todo el barrio.
Tan avara como rica, la señorita Pegote vivía sola con un hermano suyo que le servía de criado, iba a la compra, le barría la cocina y le limpiaba la casa, en la que no se atrevía a admitir ningún sirviente por temor a un robo.
Mlle. Pegote había sido durante su primera juventud una virgen feroz y arisca, que abominaba de todos los hombres en general sin querer trato con ninguno, y que así fue pasando su tiempo, hasta que cuando se suavizó su odio al sexo masculino, ya éste no hacia caso de ella y era al que le tocaba huir de sus insinuaciones.
Entonces todo el fuego acumulado en el alma de la señorita Pegote se esparció en poesía, componía versos románticos a todas horas, y demasiado avariciosa para gastar en imprimirlos, hacía que se los copiase su hermano con letras gordas, bien legibles, y los colocaba en los escaparates entre las joyas y las antigüedades, de modo que siempre había curiosos parados leyendo sus endechas amorosas y lloronas.
Todo el amor maternal lo había reconcentrado en la perrita KikI, a la que prodigaba cuidados que le ocupaban mucho tiempo.
Tenía que bañarla, secarla, rizarla y perfumarla; le lavaba los ojos con cocimiento de manzanilla y le limpiaba los dientes con Odol.
Para la toilette de su perrita tenía un complicado tocador, con esponjas, peines y cepillos, y en el vestuario se amontonaban docenas de capitas bordadas, de bozales de seda y de zapatitos blancos para que no se llenase de lodo las patitas en la calle.
Se necesitaba un gran cuidado con la alimentación. La carne roja le ensuciaba el estómago y era preciso andar administrándole purgantes, el azúcar le perjudicaba los ojos, siempre tenía que mezclarle en su comida algún tónico y era preciso que no le faltase la pechuguita de gallina y la leche en la cena.
Aquel animalejo feo, algo bizco, de lanas rubias y hocico puntiagudo era el gran amor de la anticuaría, y más de una poesía «A ti…» en la que hablaba del dolor de ser incomprendida, estaba inspirada por Kiki.
Llevándole galletitas a la perra, leyendo los versos con entusiasmo, acompañándole al piano las canciones cuya letra componía ella, y cantaba desafinando, apretándole la mano al acabar una de estas sesiones de arte, como presa de un sentimiento inconfesable, Fabián era el amigo de la anticuaría, que solía decir:
—Qué hombre. A pesar de su frivolidad aparente, es el alma capaz de comprenderme.
Además, no había nadie como Fabián para las ventas.
Nadie como él para saber ensalzar, alabar y encarecer un artículo, entusiasmando al comprador. Sabía ser insinuante, respetuoso, dominando todas sus bromas, aunque no podía dejar de contarles a todos que él no era un anticuario vulgar, pues procedía del mejor linaje de España, emparentado con el Cid y con Guzmán el Bueno, y que aunque vendía antigüedades, era caballero de varias órdenes y amigo íntimo de Clemenceau y lord Georges.
Quizás aquella chifladura suya lo capacitaba para conocer mejor las chifladuras de los demás y sacar partido de ellas. Los anticuarios y los aficionados a antigüedades acababan por chiflarse casi siempre, por salir del mundo real a fuerza de exageraciones y mentiras.
Con una gran seriedad daba sus joyas al Marqués de Ojitos que probaba las piedras preciosas con la lengua para conocer por el sabor si eran verdaderas.
Otro aficionado distinguía las antigüedades por el olor, como las cocineras conocen la sal en los guisos, y solamente con el olfato clasificaba el griego y el romano o distinguía el alto y el bajo imperio.
Los más maniáticos en esto eran los ingleses que parecían niños grandotes, siempre tan pasmados y tan serios.
—Éste es un animal —le solía decirle a Adelina en español, delante de un grave míster— se pone tan serio y tan correcto para disimular lo bruto que es.
Luego empezaba a hablarle en su inglés de meridional, con su flujo de palabras, que parecían ir poco a poco deshelando al inglés y acababa por hacerle creer todas las historias que le sugería su imaginación fértil.
Así vendió la vacía de cobre repujado de un barbero de Tánger como el auténtico yelmo de Mambrino, y un viejo machete de hierro, en el que había grabadas dos R. R. por el machete del rey Rodrigo, hallado en el Guadalete. A otro inglés le vendió siete pelos de la coleta del Guerra, con una carta auténtica.
Aquel filón de los ingleses lo explotaba él muy bien y con frecuencia hacía viajes a Londres sacando pingües ganancias.
A un grave lord le vendió un traje de torero, que juraba que le sentaba a las mil maravillas, para retratarse, hecho una facha, con el pantalón a media pierna y la chaquetilla corta.
A otro coleccionista de camafeos, le vendió una especie de cebolleta de piedra con la célebre cabeza de Muley Jarapa el Manco, encontrada en las Termópilas. El hombre escribió gravemente la ficha para su colección: La mía camafea, estar la cabeza de Muley Jarapa la Manco.
No se preocupaba de inventar cosas verosímiles, cuanto más desacertadas y disparatadas eran pasaban mejor y las hallaban más pintorescas.
Había hecho un mal negocio en Madrid comprando en el Rastro un San Fernando de piedra y otra estatua con traje de romano, en nogal, ambas de tamaño natural y de un peso enorme. Procedían de la iglesia de la Plaza de la Cebada, y amenazaban permanecer siempre en el rincón del almacén sin que nadie cargase con ellas.
Un día en que necesitaba reunir dinero para pagar unas letras, Fabián tuvo una inspiración. Embaló cuidadosamente las dos estatuas y se marchó con ellas a Londres a casa de un rico coleccionista de antigüedades históricas.
—Le traigo a usted nada menos que al rey D. Pelayo, vencedor de la morisma, y a su secretario Antonio Pérez —le dijo.
El inglés abría la boca viendo los dos enormes cajones.
—No he querido que nadie los vea antes que Su Gracia —decía el anticuario—, están tal como han llegado de España.
Y ante las dos estatuas, que los criados del lord desclavaron cuidadosamente, le contaba la conmovedora historia.
—Estas estatuas, que eran veneradas en España, estaban guardadas en la cueva de Covadonga, donde iba el pueblo en romería a contemplarlas, hasta que, cuando los franceses abandonaron a España, Napoleón se apoderó de ellas; y venían ya camino de París, cuando en el paso de las Termópilas, después de la gloriosa batalla de Bailén, se encontraron con el ejército del general Castaños, que al verlas exclamó: ¿Dónde lleváis esas reliquias tan preciosas? Mientras yo tenga sangre no se consumará ese sacrilegio. Han de volver a su puesto. Se trabó una refriega, y en el ardor del combate, unos por acercarse y otros por escapar con las estatuas, alcanzaron a éstas algunos golpes. El rey llevó un sablazo en la mano derecha, y le faltan todos estos dedos que ve Su Gracia, y Antonio Pérez un sablazo en la cabeza, cuyas huellas se hallan a la vista. Entonces se hizo el milagro de que los dos, —según cuentan los cronicones— empezaron a echar sangre por las heridas. Ante el prodigio, fue tal el asombro, que Napoleón cayó de rodillas y entregó la espada diciendo: «¡Vuelva el acero a su vaina!».
El inglés no podía mantener su gravedad, lleno ya de entusiasmo, estaba a punto de abrazar al anticuario que tales maravillas le proporcionaba, y acabó por darle 40 000 francos por los dos armatostes, haciendo escribir en una tablilla la grotesca historia. Lo malo fue que habiendo querido subirlas al piso superior, el peso de las dos estatuas hizo caer el techo, y el pobre don Pelayo se hizo mil pedazos sin echar una gota de sangre. El buen lord lo recompuso y apuntó como un nuevo milagro el que no se hubiese extraviado ningún pedazo en tan extraordinaria caída.
—La suerte está en que no se perdiera la inscripción —decía Fabián— pues estoy seguro que no hubiera podido volver a reconstruirla con tantos visos de verosimilitud… ¡De algo ha de servir saber historia!