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Los Anticuarios: I. Adelina

Los Anticuarios
I. Adelina
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. Adelina
  4. II. Los comienzos
  5. III. Trapero distinguidos
  6. IV. La ciudad antigua
  7. V. En el convento
  8. VI. ¡Que encantador es el duque!
  9. VII. La tela de araña
  10. VIII. La calle de París
  11. IX. Chifladuras
  12. X. La tienda
  13. XI. Los parroquianos
  14. XII. Ambición
  15. XIII. Los que venden
  16. XIV. La gran comida
  17. XV. Sevilla
  18. XVI. Buscando la maravilla
  19. XVII. La Diana
  20. XVIII. Restauradores
  21. XIX. La subasta
  22. XX. Veraneo
  23. XXI. La anunciación
  24. XXII. Inquietudes
  25. XXIII. Lo invencible
  26. Autor
  27. Otros textos
  28. CoverPage

I. Adelina

Antes de abrir la tienda era preciso dar un último vistazo a los géneros y ponerse todos de acuerdo acerca del precio de algunos artículos dudosos. Ellos no necesitaban dependientes, se lo arreglaban todo en familia; una familia española que llamaba la atención en el barrio por el número de hijos, y hacía exclamar a más de una madama mirando a la anticuaría española, rolliza y frescota:

—¡Oh, los españoles!

Eran ya bien conocidos en el barrio por su posición sólida y por sus excentricidades. Hacía más de diez años que habían ido a establecerse allí, abriendo aquella tiendecita, que poco a poco se había convertido en un lujoso guarda-joyas, de joyas antiguas, auténticas, cuya autenticidad abonaba, no sólo el crédito de que gozaban en el comercio, sino su condición de españoles. Eran de una tierra donde las antigüedades de mérito son comunes, hasta en las casas de los aldeanos, y donde se vendían todas, por raras que fuesen, lo mismo los recuerdos de antepasados que las reliquias de los templos.

Entre la familia se lo podían arreglar todo, hasta los hijos pequeños entendían ya de antigüedades y desdeñaban las telas de moda y los juguetes de novedad, porque no tenían carácter.

Una vez todo listo, el hijo mayor procedió a levantar las persianas de metal que cubrían las puertas; se le dio la última mano a los dos escaparates, verdaderas vitrinas de museo, y la tiendecita, limpia y recompuesta, recibió la caricia del aire húmedo del boulevard, cuyo piso tenía reflejos de cristal empañado. Adelina vino a ocupar su puesto, no detrás, sino delante del mostrador, cerca de la pequeña estufa que caldeaba la tienda, y mientras esperaba la llegada de los parroquianos, —que para este ramo no suelen ser muy madrugadores— abrió un cajón de telas y empezó a separar los diversos géneros.

Era Adelina el alma de la tienda y de la casa. De regular estatura, un poquito gruesa, con el cutis muy blanco y el cabello muy blondo. Adelina tenía un semblante dulce, un poco ingenuo, que inspiraba confianza, y un aire señoril y distinguido, un aire de señora que cohibía a los compradores y los obligaba a la cortesía.

Asombraba el caudal de energía que se encerraba en aquel cuerpo de mujer; ya, a aquella hora temprana, las ocho de la mañana, Adelina había estado en el mercado, después de tomar el baño, su desayuno y de hacer detenidamente su toilette. Ya había dejado dispuesto el almuerzo y marcado las ocupaciones de cada uno durante el día. Ahora clasificaba cuidadosamente el lote recién comprado, separando el filet, las suntuosas mallas hechas en España; los paños con cenefas de hilos sacados, primor de las serranas españolas; y los damascos isabelinos, de los terciopelos picados de los siglos XVI y XVII.

Con la manecita pequeña, carnosa, bien cuidada, que parecía hecha para remover las sedas, las arreglaba con una gracia que tenía algo de maternal, como si al tocarlas acariciase las telas. Era maestra en el arte de conocerlas; tenían las orillas para ella escrita la fecha de la fabricación; la leía de una manera clara aunque se hubiese tratado de falsificarlas; no solo en las telas teñidas, cuyas orillas toman el color del tinte y son fáciles de conocer si no hasta en esas falsificaciones, de los italianos, expertos en el arte de fabricar antigüedades, que colocan unas varillas cubriendo las orillas, lo que permite teñir la tela conservando las orillas su mismo color. Esta falsificación la distinguían los ojos de mirada perspicaz de Adelina.

Aquellas orillas recias, fuertes, con flores hundidas eran de las sedas suntuosas de Luís XV y de los terciopelos tan buscados. Venían a unirse las rayas con aquellas flores estilizadas de las telas Luis XVI, las bellas telas de María Antonieta, que ejercían una atracción especial sobre los compradores. Le bastaba decir su nombre para decidirá un cliente.

—Ésta tapicería es igual a la que hay en las habitaciones chiquitas de María Antonieta en Versalles, solía asegurar.

—Vea, señora, esta tela, es el dibujo clásico de las que dan en su libro los hermanos Goncourt —decía en ocasiones, abriendo aquel libro, con una suficiencia de mujer culta, que entendía de antigüedades y de literatura, y el éxito era seguro siempre.

No la engañaban jamás las orillas de rayas solas o de la época más baja, isabelina o imperio, para confundirlas con las más modernas. Leía en el tejido como en un libro.

Conocía del mismo modo la maceración de los terciopelos negros para tornarlos verdes, haciéndoles ganar así valor y que en vez de venderse a 30 francos el metro costasen de 150 para arriba.

Todas aquellas telas saltan nuevas de las manos pequeñitas de Adelina, que había enseñado a sus hijas el arte de componer y dar apresto a los filets, los cuales planchaba ella misma, y de quitar toda clase de manchas. Estaba convencida de que solo por ese cuidado, por esa colaboración con el marido podrían sacar el negocio tan brillante. Su éxito estaba en que sentía amor por las antigüedades que se extasiaba ante los bellos objetos de los siglos XVI y XVII y que experimentaba un respeto cuasi supersticioso por las que tenían mayor antigüedad, mientras que todo lo que era bajo de época o no tenía carácter lo miraba con un desprecio profundo.

A veces sufría vendiendo, en una cantidad fabulosa un objeto que había adquirido por una bicoca. Le gustaba tanto poseerlo que lo subía de precio sin hacer rebaja. Se consideraba como una conservadora de museo, una gran señora rodeada de todas aquellas cosas bellas y suntuosas que iban a buscar las millonadas. De vez en cuando ella también se compraba uno de aquellos objetos preciosos, que guardaba en su casa, fuera ya siempre de la tentación de la venta, o una joya que destinaba a las niñas. Naturalmente que siempre joya antigua; se asombraba de que hubiese personas a quienes les gustaba lo moderno.

Ponía en su comercio tanto amor, tanto entusiasmo, que se lo sabía hacer sentir a los clientes. En ningún otro negocio haría falta ese poder de sugestión para engañar a los compradores, ni existía un campo tan ilimitado para vender por veinte lo que se había comprado por uno. El mundo de los anticuarios, con sus fraudes y sus manías, era un mundo aparte.

El marido le ayudaba a las mil maravillas; nadie de tanta experiencia como Fabián para conocer los objetos y las épocas; era un experto al que recurrían todos los anticuarios, y cuya opinión daba fe en juicio; nadie como él para hacer las compras y para aturdir en las ventas, pero no lo podía dejar solo, padecía una manía que le hacía exagerarlo todo, de manera que sin la mirada de doña Adelina, especie de serreta que contenía sus impetuosidades, lo hubiese echado todo a perder.

Era ella la que tenía que estar en todo, dirigir la familia, que no le daba poco que hacer, aunque el hijo y las dos bijas mayores eran excelentes dependientes, los cuatro pequeños estaban al cuidado de una Miss, y de la pequeñina, que aún debía mamar, y tomaba biberón, cuidaba la abuela, con esa conmovedora maternidad que reverdece en las abuelas viejas.

Aquella señora, más enérgica aún que la hija, cuidaba también de los criados —los enemigos pagados— y de los obreros restauradores, gente hábil pero levantisca, descontentadiza, que quería ganar mucho trabajando poco, como pensaban que hacían los patronos. ¡Trabajar poco! Se figuraban que Adelina trabajaba poco porque no se cargaba con fardos… pero estaba segura de que para reemplazarla harían falta tres personas y no la reemplazarían más que en lo mecánico, no en aquel espíritu que ella infundía, y que era el éxito. El crédito era suyo; ella tenía la fama de seriedad y cordura que le faltaba al marido, siempre cantando y diciendo bromas con una gracia inocente de hombre gordo.

Era ella la que tenía que hacer las combinaciones en los Bancos para los pagos y los giros; la que disponía las restauraciones y las salidas, ya en busca de géneros o ya para hacer la plaza en otros lugares, y echar fuera el género de mogollón.

No se acostaba ninguna noche sin hacer el balance del día en sus libros, y sin haber tomado las cuentas de la casa.

Dueña absoluta, general en jefe de su pequeño ejército de anticuarios —porque allí todos eran anticuarios, y hasta la niña de pecho rechazaba los juguetes modernos—, Adelina lo hacía todo sin perder jamás la sonrisa y la alegría. A pesar de las tempestades que de vez en cuando armaba el marido, para el que tenía una paciencia asombrosa, era una mujer feliz, estaba encantada de su comercio, la adoraban los hijos, sentía el mimo de su pequeña sociedad…

A pesar del trabajo le quedaba tiempo para asistir a alguna reunión de anticuarios, para ir al teatro de vez en cuando, para escaparse del brazo de Fabián, después de una reconciliación, a comer en Los Italianos o en la Brasserie Universal, y para dar grandes comidas, en las que lucía la plata y la vajilla antiguas, retirada del comercio para su uso, los días solemnes de Pascua o de cumpleaños, reuniendo a su mesa los innumerables parientes y paniaguados que continuamente los rodeaban y a los que atendían con magnificencia, poniéndoles siempre un cubierto a las horas de comer.

Verdad es que a esas comidas no faltaba nunca algún cliente o anticuario, y eran como el punto de remate de algún buen negocio. Aquel conocimiento íntimo de su felicidad, aquel sentirse dichosa, era lo que extendía el aire de juventud y de ingenuidad en las facciones de Adelina, para infundir confianza engañándolos a todos y a ella misma, que se persuadía de que sus mentiras eran verdades y de que en sus fraudes había solo travesura.

Así, todas las noches, cuando caía rendida de la brega del día en su mullida cama Luis XV y se arrebujaba en la colcha de auténtico damasco antiguo, no se le ocurría pensar en sus fatigas ni en los cuidados que a veces la agobiaban para el día siguiente, con el pago de jornales o el vencimiento de una letra.

Confiaba en que había de surgir un recurso, y esperando el momento se entregaba en los brazos del descanso, saboreándolo como no podían saborearlo las personas que no llegan a él a través de aquella selva de cuidados. Devolvía el beso a los hijos según iban entrando a darle las buenas noches, abrazaba a su madre, siempre con la pequeñuela en brazos, y sin hacer caso del marido, que ya roncaba a su lado con la espalda vuelta, estiraba con deleite su cuerpo, fresco, blanco y suave, su carne cuidada, que a pesar de sus cuarenta años y de sus ocho hijos, conservaba morbideces incitantes, y exclamaba satisfecha sintiendo la acariciante voluptuosidad de la holanda:

—¿Quién inventaría la cama?

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