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Los Anticuarios: XVII. La Diana

Los Anticuarios
XVII. La Diana
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. Adelina
  4. II. Los comienzos
  5. III. Trapero distinguidos
  6. IV. La ciudad antigua
  7. V. En el convento
  8. VI. ¡Que encantador es el duque!
  9. VII. La tela de araña
  10. VIII. La calle de París
  11. IX. Chifladuras
  12. X. La tienda
  13. XI. Los parroquianos
  14. XII. Ambición
  15. XIII. Los que venden
  16. XIV. La gran comida
  17. XV. Sevilla
  18. XVI. Buscando la maravilla
  19. XVII. La Diana
  20. XVIII. Restauradores
  21. XIX. La subasta
  22. XX. Veraneo
  23. XXI. La anunciación
  24. XXII. Inquietudes
  25. XXIII. Lo invencible
  26. Autor
  27. Otros textos
  28. CoverPage

XVII. La Diana

Toda la noche estuvo Aznar triste y disgustado; estaba preso de una gran ansiedad. Aun suponiendo que no fuese una Diana como aquélla, siempre sería una estatua de la época romana, de un valor inmenso… y luego… no sería lo único que aquellas gentes habrían ocultado… podía ser su fortuna. La ambición, despierta, lo inquietaba.

En cuanto a sus amigos, ya desintegrados del negocio, habiendo decidido la vuelta a París pasados un par de días, estaban contentos. Fabián cantaba couplets ingleses que hacían desternillarse de risa a los concurrentes.

Huquet por su parte hacia esfuerzos por hablar en español, con el sombrero de medio lado y el aire más chulo posible.

No le había costado poco trabajo a Fabián disuadirlo del capricho de comprar a doña María Coronel, con el argumento de la dificultad de hacerle pasar la frontera.

—Se creerán que llevamos un cadáver, que hemos cometido un asesinato —decía.

—Podemos decir que se trata del traslado del cuerpo de una parienta —respondía el francés—. Con dinero pueden arreglarse los papeles…

—Sí, pero corremos el peligro de que el cuerpo se convierta en cenizas al salir de España. Era muy testaruda la buena señora.

Este argumento hacía vacilar a Huquet que transigía por el momento, pero sin abandonar del todo su proyecto limitándose a decir:

—Hay que pensarlo.

Fabián y Aznar, a pesar de lo grotesco del deseo de su amigo, lo comprendían. ¿Acaso no vivía en el fondo de todos ellos el deseo de la posesión de algo impar y maravilloso?

Creía ya Aznar estar encamino de encontrarlo y guardaba reserva con sus dos amigos, inquieto, nervioso, esperando con impaciencia ver confirmadas sus esperanzas.

Al día siguiente salió temprano del Hotel diciendo que no lo esperasen a almorzar. El hombre afilado, de nariz larga, que presentaba una silueta de hombre prensado hasta laminarlo, lo esperaba ya. Era una figura sucia, deshilachada; un rostro cetrino y macilento capaz de poner a cualquiera en guardia.

Pero Aznar, a pesar de sus años, era hombre valiente, llevaba bien preparadas sus pistolas y además había avisado al coche del Hotel, para llevarlos al pueblo, y no tenía miedo a una emboscada.

Al cabo de una hora de camino por la carretera polvorienta, bajo un sol de llamas, Aznar preguntó:

—¿Falta mucho?

—Está ya allailla —contestó el hombre y empezó a hablar de las excavaciones de Itálica, de los mosaicos encontrados, del coste de las obras, como sí quisiera entretener al anticuario.

Al cabo de otra hora, ya nervioso, fatigado, molesto por el polvo y las moscas, Aznar volvió a preguntar:

—¿Falta mucho?

—Pasados unos calladillos.

Cambió la conversación preguntándole por la familia y por París, para obligarlo a hablar.

—El señor tiene muchos hijos, —dijo— pero tiene pan que darles. Así los hijos son una bendición; Dios se los conserve.

Se sintió conmovido el anticuario y preguntó:

—¿Y usted, señor…?

—Cayetano para servir a usted.

—¿Tiene hijos?

—Ocho han nacido en mi casa y la mujer dice que son míos —respondió usando una locución común en Andalucía—. Pero los pobres no han dejado jamás mendrugos, porque siempre el pan les vino escaso.

El coche había entrado en caminos apenas trazado por medio de hazas pedregosas, e iba dando saltos y tumbos. Aznar estaba resignado. Al cabo de cuatro horas divisaron uno de aquellos lugarcitos blancos, formado por cuatro docenas de casas alineadas, una larga calle a ambos lados del camino, con la plaza en medio.

—Ya llegamos —dijo el hombre señalando.

—¡Gracias a Dios! —suspiró rendido el anticuario, y añadió—: Con tal de que no hayamos perdido el viaje.

—De eso no hay que dudar —dijo Cayetano—. El señor quedará contento.

Empezó a contarle la historia del pueblecillo, del que aunque lo veía tan pequeño, habían salido muchos grandes hombres: bandidos y toreros. De allí era el niño de Bastos que tantas proezas llevó a cabo como bandolero, hasta que lo fusiló la guardia civil; y de allí había salido el Pintao, uno de los más valerosos capitanes en cuadrilla, que después que se puso rico se compró el indulto y vivía tranquilo en su heredad. Había nacido allí el Patillas, el contrabandista más famoso de toda España, a que no pudieran coger nunca y que amasó una fortuna que los hijos disfrutaban ahora allá en Madrid. De toreros salió de allí el Pollo de Triaría, el Niño del Arrabal y el Meneitos que eran tres notabilidades del arte.

Además el pueblo tenía fama de mujeres bonitas, y ser bonita en Sevilla, donde todas son bonitas, costaba mucho trabajo. Había cada bolera que atontaba, y cada cantaora desgarrá que se dejaba chiquitita a la Niña de los Peines.

Mientras así hablaba, el coche había entrado en el lugar y una treintena de muchachos en cueretes, revolcados en lodo, con las manos negras y el hocico blanco a fuerza de refregones, corrían detrás del coche, como diablejos, de ojos brillantes, cabellos revueltos y dientes de lobezno, que relucían en lo negro de la tez.

Hombres y mujeres se iban asomando a puertas y ventanas. Aquellas eran las hermosas mozas morenas, con los talles largos y el desgalichamiento gitano. Tenían como un perfume tónico de estiércol. Todas miraban de frente y reían al verlos pasar, como si supieran que riendo, con sus labios rojos, estaban más bonitas. En cambio los hombres, especie de morazos, que daban con la cabeza en el alero de la puerta, estaban todos serios. Aquellos eran los Niños. La madera de buena cepa y abolengo de la majeza.

Casi todos los viejos, tenían grandes patillas blancas de boca de hacha, que les hacía resaltar más lo negrirojo de la tez, y hacia pensar en si serían los antiguos compañeros de El Tempranillo.

El coche vino a parar a la puerta de una posada donde había muchas caballerías amarradas a argollas de hierro adosadas a la pared. En el porche, entre albardas y aparejos, había mesillas de tabla a cuyo derredor se veían los arrieros y los trajinantes, sentados en posetes de pitaco.

—Tía Josefa, tía Josefa —gritó Cayetano.

Asomó a la puerta una mujer gorda, con refajo amarillo, a pesar del calor, armilla negra, pañuelo de percal encarnado, con cenefa de grandes flores blancas estampada y un amplio delantal que señalaba mejor su amplia barriga y los pliegues de su cintura. Al ver al afilado rió enseñando grandes mellas en su grande boca.

—¡Ah! ¿Eres tú, Abogado? ¿Qué te se ofrece, arrastrao?

—Que es preciso que nos haga usted un arroz con pollo, chorizo, jamón y to lo bueno que haiga en casa, que le traigo este señor Corregidor, que hay que tratar como un rey.

—Eso es una Paella.

—Sí, pero como pa nosotros.

—Ni que decir tiene. Ya verá el señor como en diciendo de guisar un arroz dejamos aquí chiquitos a los valencianos.

—¿Y después?

—Tengo un conejo en ajillo que se chuparán los deos.

—¿Na más?

—Se pueden poner unos huevos con magras.

—¿Y postres?

—Hay queso, miel, arroz con leche y fruta.

—Está bien. Pon la mesa con pan tierno.

—Acabaico de sacar del horno, y de un trigo candeal blanco que da la hora.

—Bueno, pues saca unos rabanitos, unas aceitunillas aliñás y unas rodajas de salchichón para ir echando un trago mientras llega eso.

—¿Pero no vamos a ver la estatua?

—Está aquí cerquita y el amo vendrá a su debido tiempo, no conviene despertar sospecha.

Un arriero se acercó con un vaso de vino en la mano y se lo ofreció a Aznar.

Éste lo tomó y lo apuró de un trago; luego, poniéndose a la altura de las circunstancias, se dirigió al ventero:

—Una ronda a todos estos caballeros, que yo pago.

El tío Sarasa, se levantó, andando torpemente, con sus piernas hinchadas de reuma, llenó de vino una gran medida de late, y se la dio a un arriero que bebió en ella como si fuera agua hasta hartarse y se la pasó al compañero. Se refregó el dorso de la mano por los morros mojados y dijo dirigiéndose a Aznar:

—Salú pa conviar muchos años.

Una muchachita ágil y graciosa, de facciones menudas, empezó a extender el trapo en la mesa y a llevar los aperitivos pedidos. Tenía un aire de niña experta, mal vestida, medio descalza, pero muy bien peinada y con la flor en el moño. Llevaba una falda con volantes menuditos en el bajo que hacían algo danzarines sus movimientos.

Aznar había madrugado, era más de la una de la tarde, el aire del campo y el ejercicio que obligaron a verificar los saltos del camino le habían abierto el apetito. Lo ganaba aquel ambiente andaluz y se sintió feliz cuando aparecieron en la mesa los platos todavía hirviendo, cocinados por la tía Josefa, tan condimentados y en sazón que eran capaces de resucitar a un muerto.

Atacaron la comida y las botellas los tres, porque el cochero tenía también un puesto en la mesa, después de haber desenganchado los caballos y echarles un buen pienso.

Sin embargo, a media comida, Aznar preguntó:

—¿Pero no viene el hombre de la estatua?

—Debe estar al llegar.

Fue lenta la comida; encendido por el vinillo, el vejete pellizcaba a la criadita y le ofrecía una peseta cada vez que le cambiaba un plato. La chiquilla tomaba el dinero y se dejaba pellizcar de buen grado, como si fuese cosa a la que estaba acostumbrada.

—Si la oyera usted cantar —decía Cayetano—. Consuelillo tiene una voz de ángel, la llevan todas las Semanas Santas a Sevilla pa echarle Saetas a la Macarena y todos se quedan maravillados. Es la Patty.

El cochero asintió:

—¡Lástima que esté da moza de una pasada! Otras peor que ella están en los Tiatros.

—Si quiere me la llevo a París, la visto como una Princesa y la hago persona.

—No lo diga muy alto, que si anda por ahí el marío vamos a tener un quebranto —advirtió al cochero.

—¿Pero esa niña es casada?

—Cuasi cuasi.

—¿Pero qué años tiene?

—Ya tendrá lo menos catorce.

—Y tan joven…

—¡Anda, de trece se casó mi madre!, —intervino el Sarasa, al que de vez en cuando obsequiaban con una tajada o una copa—. Las andaluzas a los once años están rabiando por casarse.

Tenía una voz de tiple, con un tono de cacareo. Esto unido al desarrollo de sus posaderas y al meneo de su talle al andar, le daba un aire de mujer fondona, que le valía el apodo aquel, con gran desesperación de su mujer, que dejaba así sin legitimar la numerosa prole que había echado al mundo.

Desvanecido el encanto de Consuelito, el anticuario volvió a acordarse de su asunto.

—Puede usted ir a avisar a ese señor —dijo—, el tiempo pasa.

Cayetano se levantó.

—Vaya enganchando —dijo Aznar al cochero—, son ya las tres y gastamos lo menos cuatro horas en llegar a Sevilla.

—Voy a dar agua al ganao.

Descargó el látigo sobre los chicuelos que rodeaban el coche, subiéndose por las ruedas y colgándose de la capota y de la lanza, y se dirigió al pilón para dar de beber a los caballos.

—¿El señor ha venido a algún negocio —preguntó la voz de falsete del Sarasa?

Recordó el anticuario el secreto que le habían encargado y repuso:

—¡Pes…!

—No crea que lo pregunto por mera curiosidad.

Ya…

—Es que hay muchos pillos en el mundo…

El tono intencionado de su acento alarmó al anticuario.

—¿Conoce usted a Cayetano?

—¡Que si conozco al abogado! Desde que era así… Puso la mano a una cuarta del suelo.

Aznar no se atrevía a preguntarle. El otro se acercó mirando a todos lados. Los arrieros unos se habían ido y otros aparejaban las bestias, Estaban solos.

Le dijo misteriosamente:

—Si el señor no me descubriera…

—Le doy mi palabra.

—Cayetano es un buen hombre, pero el hambre… ¿Le ha dicho al señor que venga a comprar una estatua…?

—Pes…

—El señor lo ha creído.

—Pes…

—El señor ha venido.

—Y…

—Y la estatua no está.

—¡Cómo!

—Ahora vendrá diciendo que es preciso volver otro día… Luego al llegar a Sevilla le pedirá unas pesetas…

—Pero…

—Conozco el timo. Caen muchos primos, como el señor.

—¡Curro! —llamó desde dentro la voz de la ventera, como si temiese aquella afición de chismosearlo todo, de su marido.

Éste se arrastró hacia el otro extremo de la pieza y contestó desde allí con calma:

—¿Qué quieres, mujé?

Entretanto el cochero había ya enganchado los caballos y Cayetano no parecía.

Aznar estaba enfurecido y se paseaba de un lado a otro sin hacer caso de las señas que para rogarle que callara y no lo comprometiera, le hacia el Sarasa.

Dentro se oía una voz de mujer que lloraba y berreaba:

—¡Mala hija, bestia inmunda!

—¿Qué es eso? —preguntó Aznar, alarmado.

Respondió una mujer macilenta que estaba apoyada en la puerta.

—Es la señá Josefa que le ha pegado a su madre y mi señora se pone así.

Despertó el interés del anticuario.

—Su señora es la madre de la señá Josefa.

—Aquí se llama la señora a la madre del marido.

—¿Es usted casada?

—Viuda. Mi marido era hermano de la señá Josefa y cuando murió nos recogió a las dos mi cuñada… Más valía que no… Yo estoy enferma de trabajar, y a la mejor la emprende a palos conmigo, con su madre y hasta con Curro.

—¡Cágyte, mujé! ¡Lo que hablan las mujeres! —dijo éste.

—¿Pero le pega también a su madre?

—Ésa lo tiene merecido… Mientras fue joven toreó… y hoy se apipa el aguardiente cada vez que encuentra ocasión.

En esto llegó Cayetano, parecía más ensanchado y contento, andaba despacio como si le pesara la barriga, con una cara compungida, que exasperó a Aznar.

—¿Y el hombre de la estatua? —preguntó.

—Hemos hecho un viaje en balde. Ayer cuando le envié el aviso ya había salido para un pueblecillo vecino. Pero le he dicho a la mujer…

—¿Que es preciso volver, no es eso?

—Claro…

—Y ahora nos vamos y en llegando a Sevilla usted me pide unas pesetas.

—Caballero, por Dios —exclamó el Sarasa.

—Y luego… lo de siempre, siguió el anticuario. ¿Se cree usted que no sé el juego?

—Si le han dicho alguna infamia de mí.

—Yo no he despegado los labios… —decía el Sarasa con una precipitación acusadora.

Pero Aznar estaba fuera de sí.

—Le voy a romper el alma por canalla, sin vergüenza —exclamaba—. ¿Te crees que se puede hacer así perder el tiempo a un hombre y tenerlo todo el día de viaje, gastando de esta manera? ¡Miserable!

El hombre retrocedía asustado y humilde.

—Ese pago me va usted a dar, don José, cuando todo lo que he hecho ha sido por interés de usted.

—¿Por interés mío?

—Sí, señor; yo lo conozco bien. Es usted un hombre que trabaja mucho… está usted pálido… desmejorao… si sigue usted así cae… la salud se pierde en una hora, y luego para recobrarla…

—¿Pero qué estás diciendo ahí, estás borracho?

—No, señor, no… es la pura verdad… Yo veía que usted no estaba bueno… y yo he dicho ¿qué podría yo hacer por este hombre? Y lo mejor que me ha parecido ha sido que diera este paseito, que se distraiga un día y respire el aire.

El anticuario avanzó con el bastón alzado. El otro retrocedía.

—Lo he hecho por bien de usted, —repetía—… porque usted se reponga, bien lo sabe Dios… Es usted tan simpático que le he tomao ley. Míelas aquí jurás.

Besaba la cruz de su pulgar sobre su índice.

Aznar loco de furor descargó un palo qué el hombre evitó hábilmente. Sarasa chillaba como una gallina clueca; la mujer permanecía impasible, apoyada en el marco de la puerta. Allá adentro tenían bastante con sus pendencias y no se preocupaban de acudir. El cochero quiso interponerse, pero el abogado se adelantó sin perder la calma:

—Pegue usted… Lo que usted quiera… Haga lo que quiera de mí… Es usted el cuchillo y yo soy la carne corte por donde quiera…

El furor del anticuario cedía al miedo del escándalo. Los chiquillos habían formado un grupo y poco a poco iban apareciendo curiosos.

Tiró un billete para pagar el gasto y cuando le fueron a dar la vuelta, exclamó:

—Para Consuelillo.

Subió en el coche. Cayetano se acercó:

—¿Y me va usted a dejar aquí? ¿No va a tener caridad de mí? ¡Del susto de mi pobre mujer y de mis hijitos cuando no me vean esta noche!

—Arrea, cochero, que este hombre me va a hacer cometer un desacierto.

Entonces la actitud de Cayetano cambió, tomó un aire más picudo, más cortante, más afilado, como si hubiera crecido, y exclamó a tiempo de partir el coche:

—No se incomode usted así, que le va a hacer daño y es lástima.

Cuando lo perdió de vista se encogió de hombros con gesto de cómica resignación.

—Después de todo, hemos comido un arroz que daba la hora. ¡Que me quiten lo bailao!

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