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Los Anticuarios: V. En el convento

Los Anticuarios
V. En el convento
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. Adelina
  4. II. Los comienzos
  5. III. Trapero distinguidos
  6. IV. La ciudad antigua
  7. V. En el convento
  8. VI. ¡Que encantador es el duque!
  9. VII. La tela de araña
  10. VIII. La calle de París
  11. IX. Chifladuras
  12. X. La tienda
  13. XI. Los parroquianos
  14. XII. Ambición
  15. XIII. Los que venden
  16. XIV. La gran comida
  17. XV. Sevilla
  18. XVI. Buscando la maravilla
  19. XVII. La Diana
  20. XVIII. Restauradores
  21. XIX. La subasta
  22. XX. Veraneo
  23. XXI. La anunciación
  24. XXII. Inquietudes
  25. XXIII. Lo invencible
  26. Autor
  27. Otros textos
  28. CoverPage

V. En el convento

Adelina se dirigió sola con un criado al convento. Conocía bien lo que era preciso hacer y estaba segura de sacar más partido que yendo acompañada, y con el trabajo de tener que enmendar las faltas de su marido, que escandalizaban a las monjitas.

Repiqueteó el aldabón sobre la puerta claveteada, abierta en aquella tapia gris, y acudió el portero, recadero y hortelano a un tiempo mismo. Era un hombrecillo saturado de cera pajiza, de pavesa, de pabilo de lamparillas, porque tenía el aspecto de un cirio con chorreones, con aquel color desigual, terroso en las mejillas y rojizo en la nariz, y la figura débil y achaparrada.

—Me envía don Ambrosio Suárez —dijo ella— me ha dicho que si usted me introduce, las hermanitas podrán venderme alguna cosa antigua… y usted no lo perderá tampoco…

Mientras hablaba jugaba significativamente con su bolsillo de piel.

Pero el hombrecillo no miraba el bolsillo. Clavaba los ojos en el descote blanco y firme de la anticuaría, que lucía entre los encajes del velito que se había puesto hipócritamente, para ir a aquel lugar.

—Don Ambrosio es un buen cristiano, —respondió tartamudeando—. Venga usted.

Siguió detrás del hombrecillo que con pretexto de guiarla procuraba acercarse a ella en las puertas, le tocaba los brazos o le daba la mano con un deleite enfermizo. Adelina tenía ya cierto miedo en poder de aquel sátiro por los pasillos oscuros cuando se vio sola ante el locutorio. Al cabo de un rato apareció detrás de la celosía el bulto de una monja.

—Ave María Purísima, —dijo Adelina con la voz opaca del que ha estado mucho rato sin hablar.

—Sin Pecado Concebida Santísima —repuso una voz nasal, algo de voz de máscara, que quita la personalidad e iguala todas las voces de monjas.

—¿Cómo está la Reverenda Madre? —preguntó la anticuaría, que ya se había aprendido el ritual.

—Bien, gracias a Dios.

—¿Y cómo está la Santa Comunidad?

—Bien, gracias a Dios.

—¿Y la Madre sacristana, está bien?

—Gracias a Dios.

—A Dios sean dadas.

—Amén. ¿En qué puedo servirla?

—¿Quería saber si la Comunidad tendría alguna cosita vieja que venderme?

—Hace poco que ha pasado un anticuario y le hemos dado varias cosas. No sé fijo, pero no creo que haya nada.

—Ande, Madre, búsqueme alguna cosita. Soy una pobre que se gana penosamente la vida, para dar de comer a sus hijitos… Harán una obra de caridad, Madre…

—Hermana, hija, hermana.

—Ustedes siempre tienen algo, hermanita…

—¿Quién le ha dicho que viniera aquí?

—Ha sido don Ambrosio Suárez.

—Es una persona muy piadosa… cuando él la recomienda… ¿le dio algo?…

—Esta tarjeta…

La monja pasó una paleta por la abertura del locutorio y recogió la cartulina, a la que arrojó una rápida mirada de sus ojos acostumbrados a la oscuridad.

—Voy a avisar a nuestra Reverenda Madre y a la Madre sacristana, —dijo la monja ya ganada por la suavidad de Adelina.

Desapareció, y al cabo de algún tiempo apareció por una puertecita, al lado del locutorio. La abrió y dijo a la anticuaría.

—Puede usted entrar.

Adelina se encontró entre una docena de monjas y novicias, vestidas las primeras con sus trajes grises y sus mantos negros, y las segundas con los toscos velos blancos de estameña.

Estaban de pie, alineadas, con las manos metidas en las mangas, de modo que se unía el comienzo de los dos brazos, y tomaban un aire de muñecas de trapo.

Volvieron las preguntas y los saludos. Al fin, después de mucho rogar y de invocar el nombre de don Ambrosio, la sacristana y dos monjitas fueron a buscar para ver si hallaban alguna cosa.

Al cabo de un rato de conversación embarazosa, que Adelina llevó hábilmente hacia la belleza religiosa de Toledo, volvieron las tres monjas.

—Aquí está lo que hemos encontrado, unos encajitos de filigrana de oro.

—Esto vale poco.

Son muy antiguos… yo no entiendo, pero dicen que es gótico, un anticuario nos lo quería comprar, pero entonces estaban puestos en el vestido de la virgen antes de que le regalaran el nuevo… y nuestra Reverenda Madre no quiso.

—Comprenda la Madre que de tener el valor que dice, ya hubiera vuelto el anticuario.

—¿Y qué daría por ellos? Son más de dos metros.

—Diga lo que quiere la Madre.

—Eso usted verá; nos fiamos en que no va a engañar a unas siervas de Dios.

—La verdad es que esto… Si hubiese otra cosita.

—¿Hay algo más, Madre Dulce Nombre? —preguntó la Reverenda a la Sacristana.

—En el altar de San Antonio hay unas porcelanas.

—Tráigalas —exclamó la Reverenda—; y dando un suspiro añadió: ¡Está el bacalao tan caro! ¡Hay que comprar un cerdito, con perdón! Crea, hermana, que a no ser por esto no se desharía la Comunidad de ninguna prenda.

Apareció la sacristana sacudiéndole el polvo a dos porcelanas. La anticuaría las tomó con indiferencia, aunque vio la marca; las dos espadas cruzadas de la Sajonia y la O. P, de Marsella.

—Son bajas de época.

Pareció tener una inspiración la Madre.

—¿Y el Niño de madera?

Hubo un movimiento de emoción entre las novicias.

—¡Madre! —exclamaron algunas sin poderse contener.

Pero una monja había desaparecido y volvía con un niño de talla, del tamaño de un chico de cuatro a seis años, grotesco, pintado, con el cabello dorado a fuego.

No era un Jesús, era un muñeco con gesto de chicuelo travieso.

La anticuaría no entendía de tallas, eso era del dominio de Fabián, pero ducha en telas, notó el vestidito de terciopelo picado del siglo XVI que cubría al niño. Sin embargo se hizo la desdeñosa.

—Daría cuatro duros por todo, —dijo.

—¡Pero hermana!

—Si esto vale poco, Madre. Está todo esquilmado. ¡Qué más quisiera yo que hallar cosas buenas! Pero esto es lo que no han querido los otros anticuarios que han pasado por aquí.

Se ofendió la Sacristana.

—¡Vaya una idea, aquí no hemos enseñado nada de esto a los anticuarios, y…!

Atajó la Reverenda que no gustaba de que se deshiciese el negocio.

—Suba un poquito más, hija.

—Si no se puede, Madre… en conciencia… bien sabe Dios Nuestro Señor que solo quiero sacar un pedazo de pan para mis hijitos… yendo de aquí para allá… Les doy un duro por los encajes, otro por cada porcelana y un duro por el niño.

—¡No lo venda, Madre, se atrevió a decir una novicia! ¡Lo vamos a sentir mucho! ¡Jugábamos con él en las horas de recreo!

—Y le cosíamos los vestiditos —dijo otra.

La Reverenda les dirigió una mirada severa.

—Ya tendremos otro. Le quitaremos el vestidito para el Jesús de la capilla.

—¿Y lo van a dejar salir de casa desnudito? —dijo la anticuaría.

—Tiene ropa interior.

—Pero es una cosa fea salir en camisa.

—Si usted diera algo más.

—Me lo llevo solo para que jueguen mis hijos. No tiene carácter.

—Cinco duros y no hablemos más —intervino la sacristana— nosotras también somos pobres, la piedad falta, el mundo está mal para todos.

—¿No tienen ninguna telita más?

—Unas cortinas.

—¿Podría verlas?

Cuando vio el hermoso damasco azul, la anticuaría ofreció otros cuatro duros por las cortinas. Las monjas no esperaban tanto. Aquello despertó su celo y todas se dieron a buscar cosas que vender. Trajeron más cortinas azules y cortinas rojas, un brazo relicario…

Invitaron a Adelina para que las acompañase a la sacristía. Pasaron un largo corredor embovedado, con esos muros tan gruesos que sugieren ideas de puertas secretas o de panteones disimulados. En la sacristía había aquel olor mohoso que deleitaba a la anticuaría, un olor húmedo, que no procedía de la humedad, sino del tiempo.

Miraba con envidia las hermosas cómodas de nogal y de caoba, adosadas a las paredes desnudas, encaladas y ya desconchadas y amarillentas.

La sacristana empezó a abrir cajones y a sacar aquellas ropas preciosas, todas de seda y oro, cuidadosamente envueltas en paños blancos. Las iba llevando a la gran mesa situada en medio de la estancia y desdoblándolas con amor. Se había transfigurado la viejecilla, de piel de rubia, macilenta y encorvadita. Dominaba el temblor perlático de las manos para desenvolver los mantos de las imágenes, las casullas, los corporales riquísimos.

Las demás no osaban ayudarle, como si sus manos profanas de mujer no debieran llegar a las cosas santas. La Madre Dulce Nombre era como un sacerdote y tenía algo de oficiante.

—Treinta años que todo está a mi cuidado, —repetía con un sentimiento de orgullo mal encubierto, ante la excelente conservación de su tesoro.

Hacía notar el trabajo de aquellos bordados en oro sobre tisús de plata de los mantos.

—Ya no hay quien haga esto, —afirmaba, mostrando los complicados dibujos recargados, que cubrían los fondos en una orgía de oro de diferentes intensidades y matices, que brillaban con una lucidez admirable.

Se deleitaba mostrando todo el jardín polícromo de casullas bordadas en seda, de preciosas estolas, haciendo notar las que eran de oficiantes; se extasiaba ante los riquísimos corporales y los mantos que cubrían las imágenes los días solemnes. Había un manto de Virgen hecho del capote de luces, bordado en oro con fondo rosa, que había ofrendado un célebre torero al cortarse la coleta. Había un manto de San Antonio con un sombrero y un cordón bordados, regalo de un arzobispo.

—Un arzobispo noble —decía—, porque aquí, debajo del sombrero se ve el escudo de armas.

Las monjas miraban y admiraban, repitiendo siempre las mismas palabras.

—¡Qué bonito!

—¡Qué lindo!

—¡Qué precioso!

Y la sacristana, embriagada con el aplauso, como los actores que repiten el número, seguía abriendo cajones y sacando, luciendo su abundancia de ropas sagradas, tan envanecida como una coqueta, que se pusiera las mejores galas para ir al baile.

Abrió cajones de ropa blanca, albas, toallas, paños de altar, con magníficos encajes antiguos. Ya de aquello entendía ella tanto como la anticuaría, y le gustaba ver que los admiraba una inteligente.

Le hacía notar las restauraciones, los bordados que se había pasado de una tela a otra, las imitaciones modernas, para las que tenía el mismo desprecio que mostraban los anticuarios a todo lo nuevo.

Era un coro de alabanzas a la antigüedad.

—Ya no hay telas como estas.

—Ni se hacen estos bordados.

—Ni estos dibujos.

Todo era allí cuidado, escogido, hasta las sotanas dé los acólitos y las sobrepellizas de los maestros de ceremonias. Aquellas maravillas de tela blanca, a plieguecitos menudos, que formaban como un tejido nuevo, rizado, de una paciencia inútil.

—No va quedando, no solo quien sea capaz de hacerlas sino ni quien las almidone y las planche.

Llegó el turno a los vestiditos del niño Jesús. De la enorme caja salían trajecitos, todos de un mismo tamaño y de idéntico corte, en una progresión de lujo. Los había con fondo azul y con fondo blanco o encarnado.

—Éstas son fantasías para que brille el oro y adornar al niño, en cuanto a Imagen, —decía la sacristana— porque en cuanto a Jesús, tiene que ser siempre blanco, con plata o con oro.

Ella tenía el convencimiento de que Jesús niño había andado por el mundo con un vestidito de aquellos blanco y brillante.

La ropita infantil tenía el don de enternecer a todas las mujeres, lo mismo Adelina que las monjitas se sentían poseídas de ternura por el niño a quien pertenecían todas aquellas ropas suntuosas, de tisú de oro y de plata, de fuertes rosas de colores, de magnífico gris blanco y de lujoso terciopelo. Los había bordados con oro, con plata, con sedas y con felpillas.

De buena gana ella hubiera ofrecido y se hubiera llevado algo de aquello, pero no se atrevía, convencida por el ardor entusiasta de la fe sencilla de la sacristana, que no sería capaz de profanar un objeto santo. ¡Si hubiera sido un sacristán!

En la parte baja de un armario había tapices enrollados.

—¿Son españoles? —preguntó Adelina que encontraba más fácil comprar las cosas que no se relacionaban tan directamente con los santos.

—Nos han dicho que son persas —dijo la Madre—, y que tienen gran valor. Cuando la reina María Luisa vino a Toledo, tomó aquí la comunión, y se tendieron al pie del altar pera que se arrodillase con sus damas, y dijeron que eran una maravilla, que valían mucho.

Lo sacristana iba desenrollando en el suelo, con cierto respeto, aquel tapiz donde se había arrodillado una reina.

Adelina no quiso contradecir.

—Si, si, —decía— debe haber valido mucho, pero ahora está muy estropeado… ya no se puede poner en ninguna parte…

Al ver la poca importancia que daba al tapiz la anticuaría, las monjas se desanimaron.

—¿Qué puede valer?

—Poco… no sé…

—¿No lo compraría usted?

—¿Qué se yo?… No tiene salida… como no fuera algún caprichoso, mire aquí está raído, esos dibujos han perdido el color.

Se amagaba señalando, para ver la preciosa trama del tapiz persa auténtico.

—Si lo quiere… Aquí se va a acabar de perder y es lástima —dijo la Reverenda.

—Lo llevaría por servirlas, siempre puede ser útil para mi casa… para tapar los ladrillos en los días fríos y que no cojan humedad las criaturas.

La sacristana desconfiaba.

—Pero madre, es un recuerdo de la reina.

Adelina se apresuró a ofrecer cincuenta pesetas.

La monja vacilaba.

—Daré setenta y cinco por servirlas, si quieren, no se puede dar más.

Tuvo que volver la cara hacia otro lado para que no se notase su alegría, al ver el signo de asentimiento de la monja. Sentía remordimiento de engañar así a aquellas pobres mujeres.

—Yo debía darles más —pensaba— pero el negocio es el negocio. De todas maneras si no lo hago yo, lo hará otro.

Se proponía ir poco a poco apoderándose de las albas, los encajes y las ropas santas, hasta de las estolas, con las que las francesas hacían lindas papeleras y cajas para guantes. Ya se valdría para eso de don Ambrosio.

Por la ventana abierta que daba al trascoro, veía la parte superior de la iglesia, el remate de las bóvedas, los nervios que las cruzaban y las cristalerías de colores que se encendían con los oros vesperales, como flores de luz.

Abajo los altares, los santos rodeados de flores, destacándose en la semioscuridad; el enlosado y las columnas de mármol de colores, luciente y cuidado, con ese esmero que se nota en las iglesias de monjas, ese cuidado de mujeres de hogar que ponen en las cosas del esposo Santo.

Venía de allí un adormecedor perfume de incienso desvanecido, de tallos de flores en agua y de pétalos marchitos. Un vaho tibio y enervador de iglesia.

Pero las monjas, atentas al negocio que se presentaba no parecían impresionarse por aquello que a ella la conmovía y la amedrantaba un poco.

Pudo conseguir que le vendiesen unas toallas de encajes de Malinas.

—Ropita para la casa, que todo está caro y se necesita tener algo decente —decía.

Al fin se cerró el trato de todo en seiscientas pesetas. Estaban todas contentas. Las monjas creían haber engañado a la anticuaria, y le ofrecieron como descargo de su conciencia, una jícara de chocolate elaborado en el convento a brazo, y unas tortas y bollos de los que tenían para cuando iban los padres, y que dejaban en mantillas a las dulcerías de la ilustre parentela de Sánchez.

En cambio, Adelina estaba segura de haber hecho un buen negocio, sacó dos duros y los entregó a la sacristana, diciendo:

—Dos duritos para que digan unas misas a mi intención.

—Dios se lo pague —repuso la religiosa.

La despedida fue cordial. Adelina salió, después de haber hecho que diesen el enorme bulto de las compras al hombre que la había acompañado. A la cordialidad de la sacristana debió el no tener que ir sola con el portero, que esperaba su salida en el locutorio.

Las novicias miraban al niño que llevaba en brazos con lágrimas en los ojos. Algunas suspiraban, y otras ahogaban los sollozos, ¡querían tanto al niño!

Al llegar al patio, la anticuaría abrió el portamonedas y dio dos duros al hombrecillo, que al mirarla se ponía trémulo y balbuciente, pasando sobre su semblante como una ola movible de color, que hacía enrojecer las partes empalidecidas y amarillear las orejas. Se quedó un momento sorprendido, pero no pareció alegrarse. Lo dominaba en aquel momento una pasión mayor que la avaricia. La vio alejarse con una rabia sorda, de impotencia, ¡así se iban todas!, y cuando hubo cerrado llaves y cerrojos, entró en su cuarto y entregó a su madre el dinero.

—Tome… ¡Qué negocio no habrá hecho esa lagarta para haberme dado tanto! Sabe Dios lo que les habrá sacado a esas bobas…

Pero la viejecilla no pensaba más que en la dicha de la espléndida limosna y se persignaba con las monedas repitiendo:

—¡Alabado sea Dios!

Aquella noche, Adelina y Fabián, solos en su cuarto, sin corsé ella, en mangas de camisa él, sentados en dos mecedoras junto al balcón abierto, disfrutaban del fresco y del reposo, después del cansancio del día.

La vega aparecía a lo lejos iluminada por la luna partida por la curva de plata que marcaba el río, como si fuese el foso de toda la ciudad. Estaban contentos de sus compras.

—¿Tú sabes lo que has traído aquí?, —repetía Fabián—. Esta porcelana es legítima de Sajonia… y de pasta blanda… No cabe dudar… Mira la marca… Vale 10 000 pesetas… Esta otra es de Marsella… un par de cientos de pesetas se pueden sacar… Y esta filigrana… el vestidito… ese relicario, las cortinas… los encajes… el tapiz persa. ¡Increíble! Vale 20 000 francos dándolo tirado. Te has ganado 40 000 pesetas… Sin contar el niño que es una maravilla de talla y que puede valer mucho.

—Si vieras cómo lo han sentido las novicias. ¡Pobrecitas! Me daban ganas de dejárselo —dijo Adelina, que estaba quitando las ropitas al muñeco con un gesto materno, como si fuera una criatura a la que iba a acostar.

—¡Buena la hubieras hecho!

De pronto, la anticuaría dio una carcajada y dijo:

—Mira, Fabián; para tenerlo en un convento de monjas.

Pero él seguía absorto en su tasación de valores, y contestó distraído.

—Realismo… realismo puro… como el Jesús del Gran Poder, de Montañez, que hay en Sevilla… Es una hermosa talla.

Y en su alegría empezó a tararear sin respeto a los que ya dormían:

«Soy argentina, ché».

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