XIX. La subasta
Adelina había madrugado aquella mañana, era día de gran subasta y le convenía tener buen sitio, cosa difícil, pues a veces iban a las dos para asistir a una subasta que empezaba a las seis y ya estaba todo lleno de público.
Las subastas tenían el valor de una representación teatral, acudía a ellas un público elegante, entre el que no faltaban mujeres bellas, cuyos caprichos solían dificultar más de un remate.
Los periódicos las anunciaban como un espectáculo.
—LA CURIOSIDAD—
En el Hotel Druot venta de objetos de arte, muebles, cuadros, porcelanas, bronces y tapices.
Galería Petit. Dibujos antiguos. Çhausse de la Muette,
número 20. Venta colección del Conde Sepresnel. Cuadros, objetos de
arte, tapicerías, bibliotecas, etc.
Era preciso estar alerta y aprovechar las ocasiones.
Cuando llegó Adelina había aún pocas personas en la sala, que tenía algo de sala de espectáculo y ocupó una butaca en la primera fila, Fue viendo entrar al público, que reía y hablaba, esperando el momento de empezar la función.
Estaban allí casi todos sus amigos.
Existía una especie de comunismo entre los anticuarios, a pesar de la diversidad de intereses, que les hacía llevarse a todos bien y caminar de acuerdo. Donde se veía esto con más claridad era en las subastas, no solo en las del Hotel Druot, donde dominaban con ventaja a la Banda Negra, sino en todas las innumerables subastas que se verificaban en París y a las cuales había la seguridad de que acudirían todos los anticuarios, después de haberse puesto previamente de acuerdo sobre lo que a cada uno le convenía adquirir, para no perjudicarse mutuamente.
Aquella subasta tenía gran interés para Adelina. Se iba a subastar en ella la talla hecha por el maestro Juan, aquel Cristo, exacta copia de Montañez, con todo su realismo, su admirable anatomía, su grandioso dolor, feroz y resignado, que había nacido a impulso de la nostalgia de la patria.
Estaban allí todos sus amigos que fingían no conocerse y formaban diferentes grupos, hablando de las cosas que habían visto en las salas de exposición, de manera apropiada a formar ambiente.
De pronto todas las conversaciones se suspendieron, el hombre del martillo acababa de aparecer detrás de la mesa, con su martillo preparado, aquel martillo que tenía algo de providencia inflexible, de irrevocables resoluciones. En una mesa, al lado suyo, se colocaron los escribientes. Entre la expectación de todos apareció el primer objeto. Anunció su calidad y precio.
—Una bandeja, plata repujada, siglo XV, en cien francos. ¿Hay quien dé mas?
Los anticuarios guardaron silencio, Aznar dijo:
—Ciento cinco.
Aquel era un objeto que deseaban adquirir, en esas cosas no pujaban y de no haber un caprichoso o estar el dueño presente se les adjudicaba por la mínima cantidad de tasación, como ocurrió en aquel caso. El hombre del martillo repitió:
—Ciento cinco francos. ¿Hay quien dé más?
Nadie respondía y el martillo cayó sobre la placa de metal. Aznar era dueño de la linda bandejita.
En seguida apareció un bello cuadro prerrafaelista. Los anticuarios lo conocían, era de un compañero, había que pujarlo.
—Ofelia atribuido a Dante Gabriel Rosetti —dijo el hombre—. Mil francos. ¿Hay quien dé más?
—Dos mil —dijo Adelina.
Había que pujar así, rápidamente, cuando les interesaba vender un objeto; de cien en cien francos o de mil en mil, para estimular a los contrincantes.
—Dos mil francos. ¿Hay quien dé más? —repitió como un eco el hombre.
Mordió uno de buena fe.
—Dos mil y cinco.
—Dos mil y cinco. ¿Hay quien dé más?
—Tres mil —exclamó la anticuaría.
—Tres mil y quinientos —dijo el comprador.
—Tres mil y quinientos. ¿Hay quien dé más?
Intervino Huquet.
—Cinco mil.
—Cinco mil. ¿Hay quien dé más?
El otro debió suponer un gran valor en el cuadro que así le disputaban y subió con decisión.
—Seis mil.
—Seis mil. ¿Hay quien dé mas?
—Siete mil, —dijo Huquet.
—Siete mil. ¿Hay quien dé más?
El otro vaciló, iba a caer el martillo.
—Siete mil quinientas, dijo.
—Siete mil quinientas. ¿Hay quien dé más?
Nadie respondió; Huquet, dueño del cuadro, estaba satisfecho del precio alcanzado y se detenía a tiempo para que lo adquiriera su contrario cuya vacilación había notado. La habilidad estaba en saber detenerse a tiempo para no tener que ser ellos mismos los compradores; porque eso, además de no vender, les suponía la pérdida del tanto por ciento que había que pagar a la subasta, del precio en que el objeto se adjudicaba.
A veces por no detenerse a tiempo se les adjudicaba a los mismos dueños. Bien es verdad que ellos sabían sacar partido de estas cosas, para venderlos enseñando el recibo de lo que les había costado en la subasta.
Siguieron otros objetos. Una porcelana Directorio, un jarrón vulgar, un alabastro lamidito, solía alcanzar más precio que un viejo paño de Arras o un vaso etrusco.
Un experto podría descubrir en la manera de pujar el interés que los impulsaba. Cuando les interesaba vender un objeto, pujaban rápidamente, de cíen en cien y de mil en mil francos, para hacer subir al contrario. Cuando querían adquirir pujaban poco a poco, de franco en franco, a fin de no encarecerlo, pero sin ceder terreno al adversario.
Le tocó el turno a una verdadera joya extraordinaria; un ejemplar de los Chátiments, de la edición Hetzel, publicada en París en 1870, que contenía las cuatro obras sobre el mariscal Saint Arnaud, suprimidas de las otras ediciones después.
Aquel ejemplar que tenía una dedicatoria de Víctor Hugo a Jules Claretie ostentaba en su encuadernación una abeja de oro, arrancada por el segundo de un adorno del trono imperial, que iban a enviar a un guarda muebles, en ocasión que el escritor estaba en las Tullerías, formando parte de la comisión nombrada para examinar los documentos del Imperio, sin contar con que la Emperatriz Eugenia había sabido poner en salvo los de verdadero interés.
Era aquella la famosa abeja de oro que la leyenda decía que había cortado Victoriano Sardou del manto imperial, y que había hecho colocar en la encuadernación de la obra de Víctor Hugo.
Aquel interesante ejemplar se vendía con la biblioteca del autor de La Víe a París. Los anticuarios alerta evitaron que se pujara y fue a parar a manos de Aznar por 560 francos, cuando más tarde le habrían de ofrecer muchos miles de libras esterlinas.
Al fin apareció la talla que interesaba a Adelina, haciendo pasar un murmullo de admiración en el público.
Juan había hecho un milagro. La vieja madera no estaba carcomida en exceso; él le había hecho escasos picazos con un clavo, para darle carácter y había curtido maravillosamente la madera dándole en vez de barro, una capa de greda con ceniza, que había dejado una patina de antigüedad admirable.
Pero no había querido abusar de eso. No era el estar bien conservada o más o menos apolillada una tabla lo que daba carácter de antigüedad. El nogal se apolilla de un año para otro si se ha cortado con la savia, se le pudre la sangre. Era el carácter, el espíritu, el sabor de época, la blandura que el sentir la obra había hecho poner en ella: La vida que le había dado.
—Talla en Madera, siglo XVI, atribuida a Montañez —cinco mil francos.
Aznar se arriesgó.
—Diez mil.
Una jovencita, que estaba sentada al lado de un anciano, exclamó con arrogancia:
—Once mil.
Adelina, que no esperaba tanto, recogió el guante.
—Quince mil.
La jovencita consultó a su acompañante, y dijo:
—Diez y siete mil.
En otro momento se hubiera conformado Adelina, pero se empeñaba contra la rivalidad de una mujer.
—Veinte mil.
La otra pujó rápidamente:
—Veinte y un mil.
Sin vacilar tampoco, pujó Adelina.
—Veinticinco mil.
Ninguno de los anticuarios se atrevía a intervenir. Sin duda Adelina se había vuelto loca para pujar sobre aquella cantidad.
La jovencita volvió a decir:
—Treinta mil.
Eran dos mujeres disputándose el Cristo, como se disputarían el amor de un hombre. El negocio degeneraba en una lucha femenina. Adelina no se acordaba de que era anticuaría, iba a pujar cuando la voz grave de un americano dijo en mal francés:
—Cuarenta mil.
Adelina tuvo una audacia decisiva:
—Cincuenta mil.
El caballero, como si le cansara la escena, ofreció:
—Cien mil.
Pasó un soplo que apagó los rumores de todas las conversaciones, mientras el hombre del martillo repetía, como lo había hecho a cada propuesta:
—Cien mil francos, ¿hay quien dé más?
Y después de unos instantes el martillo golpeó.
Adelina no podía ya dar crédito a la felicidad de haber vendido en aquel precio la talla hecha por Juan, su Montañez. Aquel triunfo se debía a su audacia, a su sentimiento femenino, aunque ella sostuviese que era conocimiento del mérito de la obra y del interés que despertó.
La subasta continuó animada desde entonces. Había un público habitual de las salas de subasta, que no faltaba nunca, hasta el punto de que muchos se conocían y se saludaban solo por la costumbre de encontrarse siempre en ellas.
Acudían muchas mujercitas perfumadas, que parecían recortadas de un periódico de modas y contemplaban el espectáculo como si estuviesen en el teatro, atentas a polvorrosarse el rostro de vez en cuando, ante el pequeño espejo de bolsillo, y darse bermellón en los labios y lápiz en las pestañas y las cejas, con la misma tranquilidad que si hubiesen estado solas en su tocador.
Aquellas madamitas se apasionaban en las grandes luchas, en las que se cruzaban miles de francos, y se las veía atentas, con las naricillas abiertas, entusiasmadas como si asistiesen a una carrera de caballos; hubieran sido capaces de apostar por alguno de los contrincantes.
Además del público de los profesionales había siempre un público de buena fe, que acudía deseoso de hacer compras, y un público de aficionados, de desocupados, que iba allí como podrían ir a una sala de conciertos, o al teatro para matar el tiempo, en el ambiente tibio de las salas.
Para los anticuarios era una especie de festejo la subasta; había en ella emociones de sala de juego, algo de ruleta, que sacudía sus nervios y los apasionaba.
Tenía algo de bolsa, se necesitaba saber preparar y acertar las jugadas, una especie de esgrima, en la que sentían los iniciados ese goce picante de la incertidumbre antes de llegar a la derrota o al triunfo.