VIII. La calle de París
Tenía aquella calle, entre el Barrio Latino y el Boulevard de Saint Germain, una atracción especial para los anticuarios.
Ancha, amplia, con el suelo de un asfalto luciente, quedaba la impresión de estar siempre mojado, se hallaban en ellas todas las comodidades; estafeta, sucursales de los bancos más importantes, bocas del metro, y en medio de todo aquello algo de silencioso, de pueblerino; en su anchura pasaba la gente como perdida, sin notarse la gran afluencia de los otros barrios de París y el bullicio del Boú Mich. Era una de tantas provincias separadas como forman las calles de París, cada una con su fisonomía especial, unidas en ese gran conglomerado, donde, precisamente por su carácter de variedad, todos los gustos podían satisfacerse.
Tenían tal predilección por aquel barrio, que podía llamársele el barrio de los anticuarios. Había allí tiendas de franceses, de italianos, de húngaros y de turcos.
Pasando a lo largo de las aceras se observaba que la mayoría de los escaparates eran de tiendas de antigüedades, y cada una tenía el sello de su país de origen, la característica convencional que era preciso conservarles.
Dominaban aquellos escaparates sobre los de las tiendas de comestibles, que sacaban sus mercancías hasta la calle, como si quisieran despertar el apetito de los transeúntes; sobre las fruterías, donde se reunían los productos de todas las regiones del país y del extranjero, acudiendo a porfía a rendir su tributo para alimentar a toda aquella multitud y sobre las tiendas de flores, zapaterías, sombrererías y bazares… Los escaparates son como los balcones por donde se asoma la ciudad; mirando los escaparates se podía sorprender su secreto.
Daban la impresión al transeúnte de que todo aquello era suyo; la posibilidad, que es la verdadera riqueza el poder adquirir en cuanto se deseara todo aquello que estaba allí ofreciéndose, con los precios puestos; con una sensación de abundancia que ponía su optimismo en los que lo contemplaban como si fuesen cosas que les pertenecían a todos.
Los objetos de los escaparates de los anticuarios no tenían letreros. El Precio fijo no se había hecho para ellos. No eran sus objetos de los que se podían catalogar Desde Cinco Francos, por ejemplo, encubriendo en el Desde el fraude de no hallar por aquel precio nada que pudiese convenir, pero que incitaba a entrar.
No era aquel fraude encubierto de los objetos de bazar, que cuando cuestan dos francos aparentan no costar más que uno, escribiendo en el cartoncito «1,95 Francos» engañando, con ese uno muy grande que tapa el otro franco envuelto en la pequeñez del 95.
En les escaparates de los anticuarios no había nada marcado, conservaba todo su atrayente misterio… Había que sostener una lucha ingeniosa de la que podría salirse más o menos explotado y con la ilusión de haber logrado una ganga.
Se destacaba ahora entre todas la tiendecita de Fabián, con sus dos escaparates, adornados como una joyería, su puertecita pequeña, dejando ver las preciosidades del interior, y la gran muestra, que excitaba la curiosidad hacia nuestro país de leyendas pintorescas.
ANTIQUETES
MAISON ESPAGNOLE
Era terrible rival el que se había avecinado a las otras casas que tenían también sus flamantes letreros indicando su procedencia.
Pero los anticuarios, de todos los países, que formaban como una colonia en el barrio, y los anticuarios franceses, los acogieron bien. Allí no era la lucha de la Carrera de San Gerónimo, allí se tenía idea de que cuanto más atractivos se reuniesen habría más compradores, se harían mutuos servicios, en una competencia y una emulación amistosas.
Hasta el negro aquél, casado con una francesa, que tenía una tiendecita de productos exóticos, desde el Tupinanbar del Japón, a la caña de azúcar de Cuba, el Ron de Jamaica, el café turco, el te de la China, las calabazas de Mate argentino, las especias perfumadas del África y las hiervas misteriosas de Jaba, todo lo que vendía con ventaja sobre los otros establecimientos por el prestigio de su color negro, era también como de la colonia de anticuarios, porque él vendía los licores añejos, rancios, y las esencias convertidas en aceite por el tiempo.
Daban la psicología de los países los escaparates de los anticuarios.
Los italianos estaban llenos de coral, corales rojos de sangre de toro como los claveles de Andalucía, corales granate, de un granate enlutado, corales encarnados brillantes, como labios húmedos, corales rosa, corales aurora y corales blancos como porcelana; todos engarzados en monturas antiguas, con oro y piedras, en un trabajo delicado, de celajes de oro. Trabajos napolitanos como los de filigrana.
Había piedras duras, en mosaicos preciosos, del siglo XVI, que con sus colores naturales copiaban flores, pájaros y paisajes, trabajos florentinos del tiempo de los Médicis. Camafeos de lava, piedras grabadas para anillos que podían servir de sellos, con una minucia maravillosa, al lado de los trabajos de aljófar, que parecían todos hechos para adornar las vírgenes inmateriales de los primitivos. Estaban allí los mosaicos de piedrecitas menudas de los genoveses, los espejos y los mosaicos dorados de Venecia, con aquella cristalería mirrina que daba a las tonalidades del vidrio los encarnados y los verdes y los azules suntuosos en su alianza con el amarillo, el blanco, el violeta y los medios tonos oscuros, marrones y cálidos que él acaso sacaba de aquellas combinaciones; y los cristales duros, de agua pura, con sus decoraciones de dragones alados sirviendo de asa, dragones acaramelados, con la lengua roja y los ojos negros que se destacaban de su fondo de luz. Copas que parecían flores, vasos que tenían algo de cáliz; y sirviendo de marco las reproducciones de las vírgenes, suaves y místicas, con sus fondos azules y sus lirios blancos. Era un pedazo de la Italia suave, llena de luz y de color, arrancada viva y traída allí palpitante a la sombra lechosa del Boulevard. Bajo doseles de encajes de Venecia y viejos encajes de Burano, de la primera época, que hacían recordar la sexagenaria Cencia Scarpariola.
Los anticuarios eran todos morenos, vivaces, gesticulaban, se movían, se agitaban; tenían todos algo de tenores de ópera, con el cabello negro y los ojos de endrina. Ellas parecían presas en el vestido de moda, sus bellezas de tez de escamitas plateadas, y ojos de ensueño hubiesen estado mejor con el traje de las chacharas o los corpiños napolitanos. Se vivía Italia, se la evocaba con su ambiente de luz, sus ciudades artísticas, que son antiguas sin ser viejas, sus palacios de mármol y su aristocracia hermética y altiva entre la bacanal continua del pueblo alborotador y entusiasta.
Otra tienda, más allá, traía el recuerdo de la Europa exótica. También eran hombres y mujeres morenas, pero graves y contemplativos, de un aspecto reconcentrado, como el que medita algo profundo. Eran los servios, que tenían allí su tiendecita. Había en ella productos de los Balcanes, y algo de la Polonia y de la Rusia.
Muchas telas toscas bordadas de lana de calores, muchas labores de cuentas, de mostacita, muchos collares de vidrio de color; encajes de aldeanas de Bulgaria y Montenegro; aquellos vestidos de orlas bordadas, coronas que parecían de Vírgenes bizantinas, con grandes piedras, y oropeles, las suntuosas joyas, verdaderamente antiguas, piedras falsas, de color, montadas en metal o en plata, pesadas, barrocas, que imitaban todas las formas desde el escarabajo egipcio, hasta el águila francesa, las estrellas más caprichosas y las figuras geométricas más raras.
Las tiendas orientales se confundían, podían ser lo mismo árabes que turcas, se conocían tan solo por los anticuarios que en el último caso no dejaban su fez y sus babuchas y en el primero conservaban el turbante o la chilaba.
Pero los productos se mezclaban. Un poco cosmopolitas, un poco de todo el Oriente y algo del África. Había en los escaparates los manipençe de los negros, aquellos toscos ídolos de madera al extremo de un palo, que servían lo mismo de atributo de mando, especie de cetro, que para azotar, y que algunos, colmo de crueldad, estaban llenos de clavos.
Aquellos pedazos de madera, grotescos, caricaturescos siempre, sin pretenderlo, a los que el cubismo había puesto en moda, hacían detener el paso con sus gestos sugeridores.
Tenían sus escaparates los claros del metal forjado y colorido; altos candelabros de bronce, platos grabados a mano, plata repujada; bordados en sedas de colores polícromos… En medio de todo zapatillas, muchas zapatillas, el ideal del pueblo de amplios ropajes y de las voluptuosidades del descanso y la pereza.
Se veían dulces exóticos, perfumados, envueltos en un baño de azúcar blanca. Había instrumentos de música, tapices con el admirable mullido de la esmirna, y alfombrillas de hojas de palmera. Las joyas revueltas, —collares, brazaletes, cadenas— con los frascos de esencia y los polvos de perfumes para quemar, colocados en una suerte de especiero, con los letreros sugestivos; mirra, incienso, benjuí, sándalo, ámbar, camomila, badiana… Los habas de Tonka, refinamiento de fumadores que perfuman su tabaco, cerca de los adormecedores narguiles.
Las tiendas francesas estaban más en su lugar. Sus joyas eran más europeas, lindos trabajos de orfebrería, engarzando piedras preciosas o valiosas joyas de estraus con los brillantes menudos, luciendo entre la plata como gotas de rocío, y dando la impresión de que se habían modelado al azar, echándolos sobre la plata derretida, apretándolos con la mano; según la montura quedaba desigual y amazacotada.
Estaban allí los grandes cuadros antiguos de los grandes maestros, con lujosos marcos Luis XIV y Luis XV; los grandes muebles de estas épocas, de Luis XVI y del Primer Imperio. Las telas ricas y los terciopelos que servían de fondo a sus vitrinas; allí lucían los viejos Sevres sus blancuras sembradas de flores, los colores ardientes y los escudos del viejo Rouan medio ocultos por encajes de legítimo Chantilly o Valenciennes; y labores Bretonas que podían competir con las orientales.
España era un resumen de todo aquello. Un escaparate estaba lleno de santos de tallas admirables, que recordaban a Montañés y Alfonso Cano; cálices, custodias de rayos de oro e incrustaciones de piedras valiosas, casullas bordadas sobre sedas magníficas, con un lujo de color que desafiaba a los turcos… Y allí había encajes de Almagro, deshilados y bordados notabilísimos, las grandes tiras de malla con pájaros y rosas; las guarniciones de las albas y las cenefas de los paños de altar con dibujos de cálices y cruces; brazos relicarios, dorados a fuego, en los que había una ranura, cubierta con un cristal, donde se guardó algún hueso de santo o alguna reliquia preciosa, ya perdida. El remate de aquellos brazos era una mano que señalaba al Cielo ¡qué bellas manos se veían! Había manos de caricia y manos orantes; manos sensuales y manos místicas, con su gesto trágico, que ya parecía suave o desafiador.
Dentro del establecimiento los grandes muebles españoles, los sillones fraileros, los bargueños magníficos, las mesas sólidas; el espíritu de esa España severa de la Edad Media, tan grandioso y tan inimitable.
Era Castilla misma la que representaban aquellas porcelanas de Talavera, con los colores amarillos y verdosos de los campos castellanos, y todo su ardor de sol y de resequedad, de falta de agua.
Daban la nota pintoresca los marfiles, los aljófares, los objetos árabes, los azulejos de Sevilla y de Granada, los cueros de Córdoba, los platos mozárabes, las Mayólicas de reflejos metálicos, y toda aquella variedad de cerámica valenciana, de Manises y de Alcora, la andaluza y de Andújar y de la Cartuja.
Al fondo mantones de Manila, esos mantones que solo conserva España, con ese crespón fuerte como lona de aspa de molino, con las grandes rosas y las chinas de cara de marfil sujetando la flor de sus parasoles.
Mantones de alfombra, tejidos en lana y seda, con ese dibujo complicado, polícromo que se extiende en torno de la estrella negra del centro y que los ojos no pueden seguir en la confusión en que se despliega, se retuerce y se enlaza, sin perder por eso la simetría. Tejido en que parece que se ha tejido luz, tan brillante, tan menudo y tan ideal. Abanicos de fábrica española, épocas de Luis XIV y Luis XV, con varillaje de concha, magníficamente calada y dorada y países de cabritilla cubiertos de miniaturas maravillosas. Abanicos de Goya, con toda la gracia de su espejeo de lentejuelas en o leve de sus tules; abanicos imperio de bronce dorado con incrustaciones de piedras preciosas; abanicos de María Cristina, con grotescos paisajes de figurines de modas; absurdos pericones, imposibles de manejar por su tamaño y los graciosos, pequeñines, abanicos de pluma, que parecían tener la misión de agitarse sin hacer aire.
Muchos devocionarios, muchos portamonedas, muchos rosarios. Trajes de Salmantinas y de Charras con su aspecto de vestidos de ídolo; refajos de lana, color magenta, plegados en acordeón, con los cinco listones de seda blanca en el borde, traje de las refajonas de Almería, que las cubren con una gracia casta y no dejan adivinar el cuerpo que va dentro de ellos.
Y pañuelos de talle, con flecos y enrejados, a los que la sencillez aldeana no ha dado los nombres que da la moda a los colores y les llaman, por la comparación con las cosas que le son familiares, color aceite y color garbanzo, de tomate y huevo y pañuelos castellanos de centro liso y cenefa de rosas de colores, vulgares en el pueblo pero que dentro de la tiendecita adquirían precio y aristocracia.
Y de vez en cuando un cuadro de la antigua escuela española, un mueble de magnífica talla, un ánfora romana o una estatua griega o celtíbera sacada de alguna excavación en esa tierra, palenque de todos los pueblos, que conserva viva su leyenda tradicional. Lucían lindas espadas románticas de la Edad Media con empuñaduras de acero en forma de embudo, de cruz o de taza, en cuyas hojas, pulidas como espejos, se leían expresivas leyendas; adamasquinados puñales toledanos, y viejas incrustaciones de oro sobre hierro en joyas de Eibar, que parecían joyas de luto. Eran solo ellos, los españoles, los franceses y los italianos, los que se consideraban con verdad anticuarías; los orientales eran más bien comerciantes de objetos de su país. En cuanto a los demás pueblos no se pensaba en que tuviesen antigüedades. No se vendían antigüedades, inglesas, ni holandesas, ni belgas, ni alemanas. Era como si no tuvieran la aristocracia de la antigüedad. Hasta Grecia, en lo que esto era indiscutible, no aportaba nada a su mercado; su arte no se había divulgado así, se lo habían llevado con los metopas de su Parthenon y con las estatuas de mármol y sus dioses criselefantinos; no podía Noruega enviar un navío de vikingos ni Suiza una muela de glacial. Agotadas las antigüedades persas, asirías y egipcias, todo lo que quedaba en el mercado pertenecía a Italia, España y Francia: las canteras inagotables.
A veces llegaban al barrio pandillas de árabes o turcos, que traen todas las cosas pintorescas que mezclan a las antigüedades: porcelanas, miniaturas, telas persas, tapices, perfumes, bordados y metales repujados.
Estas pandillas, compuestas de diez o doce, venían a renovar el comercio, eran siempre bien recibidas. A pesar de su suciedad proverbial, todos los invitaban a comer a sus casas, los agasajaban, sin que ellos perdiesen jamás su mesura, su calma y su desconfianza orientales. Eran gentes que sabían hacer buenas ventas.
Pero era casi seguro que no volverían todos a su país. Los más ricos eran siempre asesinados en el camino de regreso por los compañeros para repartirse su hacienda.
Fabián y Adelina fueron bien recibidos en el barrio; no eran ya unos desconocidos y tenían relaciones con los anticuarios más ricos de París, Mr. Huquet y Mr. Marcel, que tenían continuamente gente viajando por todo el mundo y a cuyas manos iba a parar todo lo mejor que había en materia de antigüedades.
Verdad es que el encontrar aquella tienda, el poderla alquilar, con el gran almacén interior, y el piso de al lado para morada; el colocar las antigüedades, hacer las vitrinas, prepararlo todo con el gusto y el lujo de que habían hecho derroche en la presentación, no fue cosa fácil.
Además habían llevado a la madre de Adelina, con las criadas y los ocho vástagos, de los cuales el hijo tenía diez y seis años, y quince la mayor de las niñas, porque los cuatro primeros se llevaban solo un año unos a otros, y Adelina solía decir riendo:
—Sí no me hubieran distraído las antigüedades ya tendría 16 chicas.
Lo peor fue que todas las antigüedades, que habían declarado como muebles de uso estaban detenidos en la aduana, la cual les imponía por el engaño una multa de cuarenta mil francos.
—Una señora multa ferroviaria-navo-marítimo-terrestre —como decía Fabián, sin perder el buen humor, a pesar de lo grave de las circunstancias.
Era hombre de recursos. Se enteró de que la amiga del presidente del gobierno era una artista, famosa por su lujo y su belleza; Mme. Eduard Sandelay. Se vistió su levita y su sombrero de copa y fue a verla. Era un perfecto elegante a pesar de su gordura y de su calva, tenía simpatía y audacia. Mme. Eduard no sabía si reírse o enfadarse. Un magnifico mantón de Manila, ofrecido a tiempo, acabó de inclinar la balanza en su favor. Mme. Eduard habló al ministro y la multa se quedó reducida a mil francos; además de la influencia y la consideración que aquello le dio a Fabián en la Aduana y entre los agentes de la frontera.
Al fin se vieron instalados, dispuestos a emprender la lucha para conquistar la fortuna.
—Está visto —decía Fabián— en tratándose de mujeres bonitas, los ministros franceses son como los españoles. Parece que se han hecho las leyes para que ellas tengan el placer de quebrarlas.