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Los Anticuarios: XV. Sevilla

Los Anticuarios
XV. Sevilla
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. Adelina
  4. II. Los comienzos
  5. III. Trapero distinguidos
  6. IV. La ciudad antigua
  7. V. En el convento
  8. VI. ¡Que encantador es el duque!
  9. VII. La tela de araña
  10. VIII. La calle de París
  11. IX. Chifladuras
  12. X. La tienda
  13. XI. Los parroquianos
  14. XII. Ambición
  15. XIII. Los que venden
  16. XIV. La gran comida
  17. XV. Sevilla
  18. XVI. Buscando la maravilla
  19. XVII. La Diana
  20. XVIII. Restauradores
  21. XIX. La subasta
  22. XX. Veraneo
  23. XXI. La anunciación
  24. XXII. Inquietudes
  25. XXIII. Lo invencible
  26. Autor
  27. Otros textos
  28. CoverPage

XV. Sevilla

De vez en cuando se imponían las salidas para ir a comprar géneros y hacer una búsqueda personalmente, sin fiarse de los corredores, que en alguna ocasión solían trabajar por su cuenta, guardando las mejores piezas, para luego venderías directamente, de segunda mano.

Se daban casos de adelantar dinero a ganchos, que iban a comprar, pagados y mantenidos por un anticuario, y traían cosas insignificantes, mientras que trabajaban para otros, realizando así una doble ganancia.

Era preciso que tuviesen el temor de que iban detrás de ellos y de que los vigilaban. En aquel comercio no se podían descuidar, porque el engaño era siempre el elemento más indispensable.

Fabián quería vender en España unos tapices de Gobelinos legítimos y unas porcelanas falsas, qué había arreglado de manera que darían el pego, hasta a los sevillanos, tan maestros en el arte de engañar. Sus amigos Aznar y Huquet habían querido acompañarlo; él había decidido a Huquet aquel viaje porque le convenía intimar cada vez más con él, rico anticuario con el que contaba para su gran negocio y que era su mejor cliente. Le pagaba las cosas mas caras que los compradores. Lo que no había podido averiguar es donde las vendía el después.

Aznar se unió a ellos para aprovechar la ocasión de emplear unos miles de duros.

Tenía miedo de ir solo a Sevilla.

Aquella gente tan amable, tan entrañable, que hacía tantas protestas y parecía tan ingenua, era maestra en el arte de engañar. Era un axioma entre los anticuarios:

—En Sevilla lo que pidan de duros se da de reales y aún así se sale engañado.

Había allí obreros inteligentes, maravillosos falsificadores, que ganaban a los italianos. Lo falsificaban todo con una perfección que a los más expertos les costaba trabajo reconocerlo. Imitaban joyas antiguas, rellenas de plomo para que pesasen, ponían aleación, que era imposible conocer, a la plata repujada y hasta los cuadros vulgares de San Antonio o algún santo imberbe los convierten en retratos antiguos, de damas con pelucas y sombreros, que unas veces imitan a Gainsborough y otras a Nattier.

Allí se hacían los muebles árabes prodigiosos, los cueros de Córdoba, curtiendo las pieles de cabra, las badanas que prensaban, por los antiguos procedimientos en moldes de escayola, de los cuales no se sacaban hasta estar ya secas y pintadas sobre el plateado característico. Sabían hacer los tallados a gubia, repujados como la plata e imitaban igualmente aquellas pinturas mudéjares y visigóticas, de los cueros primitivos, con incrustaciones de nácar, plata y oro.

Estaban verdaderamente admirados.

Los primeros días de su llegada habían pasado envueltos en el encanto de Sevilla. Los emplearon en enseñar la ciudad a Huquet que no la conocía. Los había, ganado el ambiente, sin influencia de las personas, para hacerles olvidarse hasta de los negocios.

Era el encanto de la ciudad clara, en contraste con París.

El mayor encanto de Sevilla era su ambiente. Al acercarse iban experimentando una sensación de claridad, Desde el camino les atraían aquellos pueblos enjabelgados, blanquísimos, de una extremada limpieza.

Al pasar por uno de aquellos pueblecillos, la casualidad había proporcionado a Fabián ocasión de satisfacer su manía de grandezas. Se esperaba el paso del nuevo diputado electo, por la voluntad del cacique, y al cual no conocían en el pueblo. Los últimos telegramas anunciaban que pasaría aquel día para Sevilla y el Alcalde, con el Secretario y Concejales del Ayuntamiento en unión de todos los notables del lugar, endomingados y compuestos, esperaban en la estación el paso del exprés, en el que suponían que iría su diputado.

Cuando Fabián apareció en la ventanilla, con su flamante traje de viaje, su cara de hombre orondo y satisfecho y los gruesos brillantes de su corbata, todos se dirigieron hacia él —«Este debe de ser nuestro nuevo diputado»— pensaban. Las mujeres que habían acudido, con sus trajecitos de los días de fiesta, formaban un grupo mirando con curiosidad. Fabián se quitó el sombrero y miraba a un lado y a otro. Cuando las autoridades llegaron a la portezuela extendió su mano gordezuela y perfumada para estrechar las manos que se le ofrecían.

No acababa de comprenderlo que era aquello. El Alcalde aprovechó el tiempo para colocarle el discursito que llevaba preparado, saludándolo como una esperanza para el distrito. Luego adelantaron unas niñas vestidas de blanco, que recitando entre dientes unas palabras, que le habían enseñado y no se entendían, ofrecieron un ramo de flores. Aunque el tren paraba pocos minutos no faltó tiempo para algunas peticiones.

—Sabe V. E. lo que urge el asunto de la subasta de da carretera, —dijo el secretario, dando tratamiento a su representante—. Es preciso que se lo recomiende V. E. al Ministro.

—Telegrafiaré en cuanto llegue a Sevilla.

—Nos urge el cambio de Juez, que es liberal, —agregó el Alcalde.

—No se preocupe. Eso es hecho.

—Si pudiera V. E. ocuparse del asunto de las aguas… la orden. Me lo ha prometido Maura… mi íntimo y querido amigo don Antonio, que me ha visto nacer.

Por fortuna el exprés silbó y dio la señal de partida.

—¡Viva nuestro diputado! Exclamaron todos a una.

—¡Viva!…

Fabián agitaba su sombrero con movimientos expresivos, mientras todos aplaudían y gritaban.

Cuando los perdió de vista, Fabián se dejó caer en su asiento, se guardó los recordatorios que le dieron en el bolsillo y volviéndose a sus compañeros dijo con acento entre resignado y conmovido:

—En este pueblo, feudo de los Duques mis antepasados, del que mi padre y yo aún hemos tenido la representación en Cortes, nos consideran siempre como sus verdaderos señores y protectores, todo nos lo piden a nosotros. Hemos hecho mucho bien en el mundo, amigo Huquet, y la alcurnia perdura siempre.

El anticuario asintió, mirando con respeto a Fabián, que se le aparecía como un hombre de verdadera importancia en España. Eran verdad todas aquellas cosas que contaba y de las que se habían reído.

Las gentes del pueblo por su parte se retiraban satisfechas, encantadas de su representante. Pocas horas después, el verdadero diputado, que había tenido la mala ocurrencia de tomar el correo, en vez del exprés, no encontró nadie que lo saludara a su paso.

Conforme avanzaban, el aire era más transparente, el ambiente más ligero, como si subiesen a una altura, era el aire más leve, más puro y la luz más brillante. Veían y respiraban mejor.

Era aquel ambiente de la ciudad clara el que prestaba encanto al companil de su Giralda, que conserva los alicatados árabes al lado del templo cristiano, a la célebre Torre del Oro, cilindro grueso y achatado que se reflejaba en el río, y a San Telmo, y el Alcázar.

Huquet que iba por vez primera a Andalucía estaba encantado, aturdido: le gustaban tanto aquellos maravillosos jardines del Parque como las callejuelas estrechas, y retorcidas, de la ciudad vieja.

—Aquí se adquiere un vicio de meter la cabeza en casa ajena decía.

Era que sin querer se fisgaba al través de todas las puertas entreabiertas coa el deseo de ver los patios que tienen todas las casas.

—Recuerdan los patios pompeyanos —decía— pero son irreproducibles fuera de este aire. Son como plantas que no se aclimatan a otro país.

Ponían algo de palacio árabe en todas las casas, aquellos patios claros, blancos, con azulejos, con plantas verdes, con naranjos y palmeras, albergues de pasión y ensueño, donde corría el agua de esa manera especial de los surtidores árabes.

—Los árabes no han pensado nunca en un surtidor Torre Eiffiel que elevara el agua a una altura inverosímil, como en Ginebra, ni han hecho surtidores de juegos complicados como los de Versalles —explicaba Fabián—. Han hecho estos surtidores sutiles, finos como hilillos, que surgen, se entrecruzan, juegan y parecen reír de su travesura. Es el agua de los árabes la que corre por esos patios.

—Me gustan más los patios que la Catedral, —aseguraba Huquet muy serio.

Pero se había arrobado en la catedral, sobre todo a la entrada, por aquel Patio de los naranjos, que ponen los andaluces como atrio de las catedrales que fueron mezquitas. Parece que el naranjo con su oscuro follaje de bronce, siempre verde y sus bolas de oro —árboles del jardín de Aladino— representa el elemento pagano, para dar acceso a la Iglesia.

Eran sugeridores aquellos nombres: Patio de los naranjos, Puerta del Perdón. Hacían detener el paso para ver aquel cuerno de elefante suspendido en la puerta y la entrada de la torre de la Giralda y de la Biblioteca Colombina.

Mientras estaban allí parados entraban y salían bellas devotas; todas eran el mismo tipo, más bien altas, un poco redondas, carnosas, con la tez pálida, los ojos negros, el cabello abundante, apenas velado por el encaje de la mantilla o del velo. Llevaban todas las peinetas de teja o de pico de pato, evocando a su paso toda la Andalucía pasional y legendaria.

Ellos habían visto todas las iglesias con ojos de anticuarios. Se llevarían la catedral entera hasta con su Cristobalón, esa pintura que se halla al fresco en proporciones gigantescas en todas las catedrales, y que parece ser su propio símbolo, aplastando con su peso al pueblo que las soporta.

¡Cuántas cosas se hubieran llevado!

Aquel cuadro de La Pierna, en el que se teme que Adán eche a correr con aquella pierna tan perfecta.

La virgencita blanca, vestida de blanco, la aristocrática virgen de los Reyes con el milagroso desconchado de su nariz imposible de recomponer y su silla de ébano y plata o aquella escultura del Sepulcro de D. Pedro el Cruel y de doña María de Padilla, su consorte ante el recuerdo, por las nupcias del amor.

Era una obsesión poderse llevar un cuadro de Murillo o Zurbarán y una escultura de Alonso Cano o Montañez, aquel Cristo del Gran Poder del último, cuya falta provocaría una revolución en Sevilla.

Recorrieron todas las iglesias, era una ciudad que daba la impresión de estar siempre esperando su Semana Santa, para su exaltación suprema de dolor y de sentimiento patético. Ellos vieron todos los ídolos de su religión supersticiosa: Cristos chorreando sangre a los que llamaban familiarmente El Cachorro o El Greñudo. Las bellas pinturas de la Sinagoga, que como toda Sinagoga se aliaba a una idea de blancura y estaba bajo la advocación de la Virgen de las Nieves.

—A esta sí que me la llevaba yo y olé su madre —exclamó Fabián, tirándole el sombrero a los pies a la virgen de la Esperanza, de la Macarena, rival de la otra virgen de Triana, a la que sus devotos tratan de esa forma irrespetuosa y entusiasta.

La virgen parecía sonreír con su cara de sevillana, morena, graciosa, llena de ardores secretos, como cirio que arde y se consume en una capilla cerrada. Aquella virgen, esculpida por una mujer, era la encarnación plástica de la raza, la buena moza, la bien plantá, recatada y pintoresca a un mismo tiempo.

Sí, de buena gana se hubiese llevado Huquet las obras del Loldán y la Loldana como decía cambiando en eles las erres de los nombres de Roldan y su hija, con su blanda pronunciación de francés.

Tenía una obsesión por llevarse alguna de aquellas cosas, todo seria cuestión de dinero, en la creencia que abrigaba de que en España se vendía todo. ¿Acaso no se había vendido ya verdaderas y únicas obras maestras?

¿No tenían en su casa de París retablos de iglesias, portadas de palacios y reliquicarios de las catedrales más famosas?

Hasta las miniaturas de libros de coro españoles, esos libros de coro inmensos, con ruedas en la cubierta para poderlos mover, en cada una de cuyas hojas hay tan pocas letras mezcladas a las notas de canto llano. Cada una de esas hojas de vitela, nonata, curtidas admirablemente, y miniadas y doradas, se habían mutilado para los anticuarios. ¿No había visto comprar en Medina del Campo, por 13 500 francos, la célebre estatua de alabastro, del obispo Fray Lope Barrientos?

Aquellos antecedentes que le hacían atreverse a todo, justificaban hasta cierto punto su gran antojo de llevarse a doña María Coronel. Era la joya mayor, la antigüedad más auténtica que había encontrado en toda la excursión. Miraba las tallas de Montañez en la pequeña capilla gótica del convento de Santa Inés, limpia y cuidada, con ese esmero de las monjas, cuando vio en la guía que allí estaba encerrado el cuerpo incorrupto de la bella y noble esposa de don Juan de la Cerda. Pidió que se la enseñasen y las religiosas accedieron. Se bajó la verja del locutorio, detrás de la que ellas presencian los oficios divinos y pudo ver la urna de cristal que encerraba aquel cuerpo de mujer dormida.

Toda la poesía de su tradición flotaba en el templo. Se la veía perpetuarse en aquellas monjitas que no se descubrían jamás el rostro, para corresponder al sacrificio de la fundadora que tuvo que ocultar el suyo, después de desfigurarse tan horriblemente con el aceite hirviendo, para librar su honor de la codicia del rey don Pedro el Cruel, que había matado a su marido.

Convertida voluntariamente en objeto de horror, la hermosura célebre se había encerrado en aquel convento con su hija y allí murieron las dos. Se refería que al ir a colocarla en el ataúd, como éste fuese pequeño para su estatura de buena moza, la Priora expresó el deseo de que se encogiese un poco y la muerta obedeció, con una flexión de rodillas que le permitió entrar en el sarcófago.

Después de tantos siglos la habían encontrado incorrupta; no estaba momificada, sino fresca, no era un cadáver antiguo sino un muerto reciente. La mano sobre el pecho era una mano mórbida y perfecta; su cuerpo conservaba huellas de la hermosura que cautivó al monarca, su rostro a pesar de las quemaduras, tenía la línea de óvalo perfecto y la noble expresión de las bellezas andaluzas. En su actitud parecía dormida, sin esa rigidez de los muertos, que evitaba la flexión de sus rodillas.

Fue ese el mayor capricho de Huquet. Hubiera dado muchos miles de francos por poder llevarse a la incorrupta ¿qué antigüedad más auténtica que aquella, del siglo XIV, y que aún tenía algo de persona viva, de testigo de aquella azarosa historia del monarca de Sevilla, más bien como superviviente que como muerta? ¿Qué estatua mejor que aquella, más perfecta y de materia más noble? Y no era solamente el cadáver vulgar, notable sólo por estar incorrupto. Era el cadáver de la mujer más hermosa de su tiempo, de la mujer heroica que sacrificó su belleza y su vida por salvar su honor de la lujuria de un rey, cuando tantas trataban de despertarla para honrarse.

Huquet pedía muy seriamente a Fabián que entrase en tratos con las monjas para poderse llevar aquella preciosa antigüedad, el hermoso cuerpo incorrupto de doña María Coronel.

Los tres anticuarios eran ya conocidos.

Apenas hicieron su aparición en el Café de la Perla, bolsa de anticuarios y corredores, se esparció por toda Sevilla la voz de su llegada. Al día siguiente se vieron rodeados de una nube de agentes, entre los que habían chalanes y gitanos, que los aturdían con propuestas y demandas. Era Fabián quien los defendía, con su pericia, de toda aquella gente que perseguía a Huquet y Aznar en cuanto los veían solos.

Uno les había llevado un abanico viejo por el que le pedía cien pesetas.

—Pero hombre, si eso no vale nada.

—Pedir no es dar, ofrezca su merced.

—Pero si es que no lo quiero ni de balde —repetía Aznar.

—Pero usted me ofrece —insistía el otro.

—No, ya he dicho que no lo quiero.

—Ofrézcame usted 75 pesetas. Que para eso ha salido usted de su casa.

—Pero, eso no es antiguo.

—¡Padre mío del Gran Poder! ¿Que no es antiguo dice su mercé? Por la salü de mis churumbeles que se lo juro como estas son cruces, (aquí ponía el pulgar sobre el índice y besaba) que es más antiguo que los bisabuelos de los tatarabuelos de su mercé.

—Aquí media un hombre —exclamó otro adelantándose y echando atrás su gran sombrero de alas anchas—. Todo es ponerse en razón. Ha pedido cien pesetas. Ofrezca usted.

—Es que no me gusta.

—Ofrezca usted 75.

—No lo quiero.

—Vamos, se queda en cincuenta.

—Pero…

—¿Va usted a dejar feo a un hombre?

—Es que…

—Cincuenta, se acabó…

—Si…

—Por no dejar feo a un hombre. Trato hecho.

Aznar encontró mejor abrir la bolsa que seguir discutiendo y entregó las cincuenta pesetas a conciencia de que aquello no valía ni diez reales.

Entre tanto Huquet se veía envuelto entre una turba que le quería vender sus joyas.

—Es preciso saber la procedencia —decía— batiéndose en la última trinchera.

—¡Virgen de la Macarena! ¿Es que duda su Mercé de eso? Aquí hay mucha gente que me conoce, yo soy encargado de negocios de la tienda de D. Canelo y jamás allí se ha adquirido nada mal adquirido. De acuerdo el Patrón, la Patrona y un servidor, como jefe de la casa Canelo-Sabina, prohíbo a mis señores y a mí mismo el comprar toda clase de antigüedades a personas que según la apreciación de la patrona y mía no tengan capacidad legal para contratar.

Acudió Aznar al apuro.

—¡Eh! ¡Que yo soy español! —dijo—. Por lo visto está usted en una tienda de anticuarios. ¡Nada de Saltaderos!

El hombre se quedó un momento perplejo y luego dijo:

—Es que yo ahora trabajo por mi cuenta.

—Y nosotros, por la nuestra; no queremos comprar.

Era aquello de los saltaderos otra forma de explotación, con la que llevaban los objetos sin salida de las tiendas de antigüedades a ofrecerlos, a otros anticuarios y a veces pujaban sus mismos dueños.

Uno de los medios de vender era aquella manera de aturdir a los extranjeros.

En aquel momento apareció Fabián con un aspecto cansado y cariacontecido, que no le era habitual, y llevando un gran sombrero de alas anchas en la mano y un cayado al brazo.

—¿De dónde demonios viene usted tan majo y tan ternejal? —preguntó Aznar.

Él, sin responder, se dejó caer en una silla, cogió el abanico y se hizo con fuerza aire.

Los otros se alarmaron.

—¿Qué le sucede? —preguntó Aznar.

—¡Manzanilla…! Ordenó dirigiéndose al mozo, con el tono del que pide un refresco. Luego volviéndose a toda la gente que rodeaba la mesa añadió:

—Por hoy, señores, no vamos a hacer nada. Tenemos que hablar de nuestras cosas… Con que pueden retirarse y mañana a la tarde nos veremos.

Ninguno protestó y todos se fueron retirando lentamente como si su lentitud dejase a salvo su dignidad.

—¿Pero qué le pasa? —insistió Huquet.

—Una aventura, amigos míos. Pasaba por el Alcázar, y allí junto a la puerta, en la exposición de antigüedades que vimos ayer, se empeñaron en que volviera a entrar con la insistencia de esta gente. «Ande usted», «Por ver no se pierde nada», «Aunque no compre».

—Dígamelo usted a mí —dijo Aznar. Mire usted que ese abanico que tiene en la mano lo he comprado en cincuenta pesetas por que me dejen en paz.

—Entré… ¿qué remedio?… Y había allí unas muchachitas, tres primitas, Carmen, Mercedes y Dolores… Vamos que eran tres antigüedades de 15 a 20 años que daban la hora… Hablamos con esa confianza que hay aquí… Les compré algunas cosillas que les gustaban… unos quinientos francos, y me invitaron a ver el Alcázar.

—¡Pero amigo Fabián…!, reprochó con cierta envidia Aznar.

—¿Cuál era la más bonita? —preguntó el francés.

—No se podía escoger… tres preciosidades… A mi me simpatizaba más Mercedes… Vi el Alcázar por la centésima vez. Aquel Patio de las Doncellas, donde yo me sentía capaz de cobrar el tributo llevándome aquella nueva cuenta. Las habitaciones de doña María de Padilla, ellas lo sabían todo. Me enseñaban donde tenían la cama los reyes, donde mataron al infante don Fadrique por orden de su hermano… Daba gusto oírlas… y verlas… y tocarlas… Me enseñaron los baños de la Padilla, que están en un piso bajo y más parecen lavadero que baños de una favorita, me enseñaron un subterráneo, recientemente descubierto, salida secreta que va a dar a la torre del Oro; y me enseñaron una portada del palacio de los Duques de Osuna, que han trasladado a la entrada de los jardines y que es lástima que se nos haya escapado.

Pero los otros dos anticuarios, interesados con el relato no ponían atención en el negocio.

—¿Y qué más le enseñaron?

—¿Qué pasó?

—Que yo paseaba con ellas por los jardines hecho un almíbar a punto de caramelo. Lo deben pasar bien los reyes allí. Hay una galería por donde pueden pasear dominándolo todo.

—¿Y no bajan al jardín?

—Bajan… y tienen un parque inglés, y plazoletas frondosas y enredaderas… Hay un naranjo que plantó Carlos V, y ya es tan viejo que tiene el tronco hueco, pero aún le corre la savia y da naranjas.

—Que serán también antigüedades —dijo burlón Aznar.

—Dará gusto vivir en aquellas casas cercanas —dijo Huquet— sobre todo en tiempo de azahar.

—No lo crea. Las pobres casas que dan al jardín de Alcázar están ciegas, les han sacado los ojos para que no vean el parque de los reyes.

—¿Cómo?

—Ninguna tiene ventanas ni terrazas hacia aquel lado, son casas mutiladas.

—No me había fijado —dijo Aznar.

—Ni yo —siguió Fabián. Fueron las niñas las que me hacían notarlo todo. Hasta una gruta, adosada a la galena donde un heraldo toca al aparecer los reyes… Yo estaba entusiasmado… las invité a cenar con nosotros tres… no iba mal la cosa… Ya trataban de buscar la manera de escapar de sus casas… De pronto a Merceditas se le soltó un zapato… ¡Ay, qué zapato! Una cáscara de nuez.

—El de la Cenicienta…

—Me ofrecí a atarlo. Dejé el sombrero que llevaba en la mano y le dije que pusiese el pie sobre un poyo de azulejos en la placita semicircular, y me dispuse a sentarme para recibir aquel piececito, que parecía un pichón vivo dentro del nido…

Los dos anticuarios lo escuchaban ya llenos de sensualidad y de interés por la promesa de la cena.

—¿Qué sucedió? —preguntaron a un tiempo.

—Que las pícaruelas echaron a correr, riendo como locas, con vuelos de mariposas que se persiguen, y que yo, pensando que se acercarían en acabando su juego, que miraba embelesado… Me senté… Me senté y del banco del suelo, de los árboles, de todas partes, salió una lluvia de agua helada, cuyos hilillos parecían converger sobre mi calva. Quise escapar, y por donde yo iba brotaba el agua… Me puse como una sopa.

—¿Y ellas?

—Reían, que me parece estarlas oyendo.

—Y qué hicieron.

—Se marcharon sin decir adiós. Se habían divertido. Las puse como ropa de pascua a ellas y a sus señoras mamas… Me metí en un coche, y tuve que llegar al hotel a mudarme hasta de calzoncillos.

—¿Pero cómo salía ese agua? —Preguntó aún Huquet.

—Son los graciosos juegos de agua de los árabes de que les hablaba ayer. Ellos hilaron las fuentes y tejieron los hilillos, entrecruzándolos maravillosamente, de manera que dan una armonía a sus bosques y sus alcázares, pero esta gente, pervertida por la juerga y por la fama de graciosa, los emplean para hacer estas jugarretas. Es para ellos una diversión. Los días de fiesta, cuando se abren los jardines al público, los que están advertidos, no pasan por ciertas enramadas, donde los incautos se ven sorprendidos a lo mejor por una de estas lluvias que estropean los vestidos de las jóvenes y lo echan todo a perder…

—¡Pero eso es una salvajada!, —exclamó el francés. Fabián, a pesar de ser la víctima quiso por patriotismo defender aquella broma andaluza, y respondió:

—No, no es eso… es… ¡Gracia que tié uno!

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