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Los Anticuarios: XIV. La gran comida

Los Anticuarios
XIV. La gran comida
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. Adelina
  4. II. Los comienzos
  5. III. Trapero distinguidos
  6. IV. La ciudad antigua
  7. V. En el convento
  8. VI. ¡Que encantador es el duque!
  9. VII. La tela de araña
  10. VIII. La calle de París
  11. IX. Chifladuras
  12. X. La tienda
  13. XI. Los parroquianos
  14. XII. Ambición
  15. XIII. Los que venden
  16. XIV. La gran comida
  17. XV. Sevilla
  18. XVI. Buscando la maravilla
  19. XVII. La Diana
  20. XVIII. Restauradores
  21. XIX. La subasta
  22. XX. Veraneo
  23. XXI. La anunciación
  24. XXII. Inquietudes
  25. XXIII. Lo invencible
  26. Autor
  27. Otros textos
  28. CoverPage

XIV. La gran comida

Estaba encendida la estufa al rojo vivo. La gran mesa donde cabrían bien doce personas tenía cubiertos para diez y ocho. Las sillas unidas, unas con otras, formaban una especie de banco, que haría difícil sentarse. Estaba la tabla de la mesa cubierta por el magnífico mantel adamascado de guarniciones deshiladas, puesto sobre la franela mullida que apagaría el ruido de platos y cubiertos. La cruzaba de parte a parte, a todo lo largo, el camino de mesa, en verdadero filet, sobre viso color maíz festoneado con violetas y geranios cortados.

No se sabía como poderse manejar sin hacer caer como soldaditos de plomo, aquella selva de cristalería finísima, legítima de Venecia y Bohemia, que daba al chocar agudos gritos de timbre.

Ante cada cubierto había seis copas, sugeridoras de la idea de los buenos vinos. Una para el Burdeos rojo que había de regar las carnes, otra para el Jerez blanco que acompañaría al pescado. Aquella verde, alta, en forma de magnolia a medio abrir, sobre su tallo delgado, era para el vino del Rhin; la más pequeña para el néctar de Oporto o el Marsala. La copa ancha, la copa cáliz, estaba destinada al champagne, ya preparado en grandes jarros para no dar el vulgar taponazo de las juergas. La copita pequeña elevada sobre su pie, recogida en los bordes, era para el licor. Cerca de ellas, dominándolas a todas, las copas para agua; grandes, tan transparentes que habían de rivalizar con el agua, avalorarla, hacerla más fina y gustosa.

Las copitas pequeñas estaban colocadas en lindos soportes de plata, de esmalte o de china.

Sobre la montaña de clara porcelana florida de Limoges que cada invitado tenía delante, la servilleta, en forma de mitra encerraba el panecillo, aunque de dos en dos había platitos con rebanadas de pan tostado, y en la mesa de servicio la canastilla de plata rebosaba de pan de varias clases.

Brillaba en medio de la mesa, a la luz de la inmensa araña, el centro de plata repujada, que le envidiaban todos. Ostentaba un ramo de flores, con ese aire triste de flores desterradas, que tienen las flores en París.

En la mesa de servicio se alzaban botellas, tazas, y ramilletes de dulce. Esos ramilletes rematadas en una flor o una muñeca de azúcar que nadie se come. Esos castillos de cabello de ángel, almendrados y yemas, que necesitan la sabiduría de un arquitecto y tan pronto se derrumban.

Las niñas habían estado toda la tarde preparando la mesa, habían ayudado hasta las pequeñas, mientras que Adelina y Fabián se ocupaban de las compras y de la cocina. Ellos tenían su círculo de anticuarios, todas sus amistades, todas sus relaciones eran con anticuarios; en medio de aquella frialdad egoísta de la vida de París, tan triste, tan sorda, tan reconcentrada para el burgués que no está de paso y necesita economizar el dinero, sus amistades profesionales ponían un poco de color.

Se reunían con frecuencia en veladas y comidas; se invitaban para celebrar un buen negocio o un cumpleaños. Se daban banquetes por las pascuas y realizaban sus giras en la Primavera.

Eran muy aficionados los anticuarios a reunirse en aquellas grandes comilonas, que se devolvían unos a otros, haciendo alarde de suntuosidad, como si estuviese en ello su crédito. Cualquier negocio bueno, una fiesta de familia, todo era pretexto para una de esas espléndidas reuniones en las que rivalizaban en lujo.

No tenía París la vida de la calle, expansiva y alegre de Madrid, donde hay la sensación de conocerse todos y ser todos amigos. En aquella vida sin intimidad había que vivir un poco en la vida de los demás.

En la amistad de los anticuarios había también mucho de conveniencia. Se visitaban para ver si tenían lo que cada uno necesitaba para sus clientes. A veces se hacían cambios de abanicos, de telas, o de muebles, según lo que era más del gusto y de la especialidad de cada uno.

Esto no evitaba que se engañasen unes a otros siempre que podían. Fabián habían comprado en Córdoba unos azulejos, de reflejos, pertenecientes a una antigua escuela protestante, y para que no se rompieran los envolvió en una especie de estera vieja, adornada de orillo de metal formando una especie de arabescos.

A su llegada a París fue a enseñar sus azulejos a otro anticuario, especialista en cerámica y tapices, que creyó la estera un tapiz persa y le dio por ella 4000 francos. No hubiera Fabián sido capaz de intentar aquel engaño, pero se aprovechaba de él. El saber aprovechar las ocasiones era un arte.

En la comida de aquella noche, con ocasión de su cumpleaños, reunía en su casa a gentes con quien le convenía intimar. Iba Mr. Huquet, el pontífice de las antigüedades, con su esposa y su entrañable amigo Mr. Marcel, la anticuaría turca con sus dos hijas, Celeste y Dulce, y la Srta. Pegote. Así obsequiaba también al mismo tiempo a unos anticuarios españoles que estaban de paso en París, y ante les cuales sentía la vanidad de lucir su dinero y su importancia.

Fabián tenía una fuente de ganancias en la venta en comisión de los géneros que le llevaban los anticuarios españoles; todos aquellos que habían sido sus enemigos, vencidos ya por el éxito indiscutible, acudían siempre a ellos para que los librasen de los engaños de que los hacían victimas los anticuarios franceses, que les tomaban los géneros en comisión; y los hacían comprar por secuaces suyos, quedándose así con la mercancía, excesivamente barata y con la comisión de venta que les pertenecía.

Adelina y Fabián habían cotizado su formalidad para acaparar ellos solos la venta de antigüedades españolas en comisión, lo que les producía grandes rendimientos sin exponer dinero. Ellos hacían que se vendiese todo por el valor de tasación y a veces más caro, en beneficio de sus dueños. Así vendían las antigüedades al por mayor y todos los anticuarios venían a su casa, que era como el gran almacén, la alhóndiga, donde se cotizaban en grandes cantidades y donde aparecían los objetos más raros.

Había ya mucha gente en España picada de antigüedades. Cada vez aparecían nuevos clientes. Había entre ellos personas elegantes y distinguidas. Una dama riquísima de la buena sociedad de Barcelona, de la que nadie sospechaba que hiciese ese comercio, compraba durante todo el año en España, valiéndose de ganchos, como si fuese para ella, y luego iba por recreo a París donde vendía sus antigüedades haciendo un lucrativo negocio.

A veces venían grandes anticuarios establecidos en Madrid o en provincias a llevar algún objeto extraordinario, o algunas cosas que no lograban vender; pero la mayor parte de aquella clientela estaba formada por gente del pueblo, hombres toscos, que habían aprendido el negocio con admirable intuición; antiguos corredores o criados de anticuarios, establecidos por su cuenta. No faltaban mujeres que se dedicaran también a este comercio y que cuando reunían algunos objetos iban a venderlos a París, entre éstas tenía gran partido Fabián que las llevaba a Londres y les hacía pasear todo París sin hallar comprador, hasta que cansadas le vendían a él, y hasta en ocasiones se valía de la galantería para convencer a alguna de ellas y dominarla mejor. En esas ocasiones parecía que Adelina no se fijaba o que le importaba poco. En tratándose de realizar un buen negocio se acallaban en ella hasta los celos.

Aquella noche estaban invitados un matrimonio, anticuario de Barcelona, y una malagueña, mujer inculta, que ni siquiera sabía leer y escribir y que había amasado una fortuna. Era el hazme reír de todos los anticuarios, que la habían bautizado con el nombre de La Calabazota, pero la adulaban porque era ella la que tenía el don de encontrar los más extraordinarios hallazgos.

Llevaba ya muchos años comerciando y entendiéndose con los anticuarios franceses, antes de estar Fabián en París, sin saber una palabra de francés. En los restaurantes pedía Búllate por caldo y llevaba papelitos con pescados, aves y toda clase de alimentos pintados, para decir lo que quería comer, desde un día en que eligió en la lista los tres primeros platos y le sirvieron tres clases de sopa.

Ella solía decir que le había tomado embocadura al negocio, y que no necesitaba saber leer ni escribir para saber lo que se traía entre manos.

Llevaba siempre consigo en su baúl, un manojo de tarjas de caña donde apuntaba con un cuchillo, con rayas y cruces, todas sus cuentas tan bien como cualquier comerciante en su complicada partida doble.

Era una mujer de unos cuarenta años, que nunca debió tener menos edad y que tardaría mucho tiempo en tener más; uno de esos términos medios insignificantes en los que nadie repara.

Como no la conocían más que por su apodo, Adelina había pasado un verdadero apuro aquella noche, que en un momento de distracción la había presentado a Mme. Huquet con la mayor seriedad diciendo:

—La señora Calabazota.

Suerte que ella no había entendido, o fingió no entender.

La comida fue espléndida. Las señoras estaban suntuosas, Mme. Huquet envolvía su busto en un rico modelo de Paquin. Adelina vestía de terciopelo y había uniformado a sus hijas de azul las rubias y de rojo las morenas. Las turquitas iban de blanco, con cintas pasadas por la frente a la Ferroniere, y en ellas tomaba aquel tocado el misterio de los velos que envuelven el rostro de las musulmanas creyentes.

Pero la más ostentosa era la señorita Pegote. La tierna poetisa tenía la costumbre de colgarse, al salir de su casa, todas las joyas del escaparate. Se confeccionaba trajes con sus damascos, sus terciopelos y sus encajes, y extraños tocados de diademas y plumas. Era toda su tienda en movimiento.

Se confundían en una oleada sobre su busto telas, pieles, Joyas, y de aquella profusión centelleante salía el rostro menudo, desdibujado, macilento; la faz polvorrosada con exceso, los labios rojos, los ojos dados de kol, con ojeras azules y el cabello rubio en mechones alrededor de las sienes. Llevaba en brazos a su Kiki a la que tuvo en su regazo, lo mismo que la madre de Adelina tenía a la niña pequeña, y le hizo comer en su mismo plato.

Contrastaba con este lujo el pobre vestido de La Calabazota; viejo y roído, que ella no hubiera cambiado por los mas suntuosos, porque, avara y desconfiada, llevaba billetes, monedas y documentos cosidos entre los forros y todas las alhajas en el bolsillo, por miedo de que la asesinasen para robarla, si las lucía.

La anticuaría catalana era una mujercita pálida, enfermiza, sufriente; que no atendía más que a la comida, engullendo con un deleite y una avidez de hambrienta. Podía, por su edad, ser hija de su marido, el cual la martirizaba haciéndole guardar el ritmo de su vida de anciano enfermo.

Él tenía el estómago cansado del exceso de comilonas y del abuso de vinos y mariscos, no podría resistir más que alimentos muy ligeros, y sometía a su esposa al mismo régimen, de manera que ella, joven y sana, tenía que andar buscando un descuido para desquitarse de las comidas frugales con un pedazo de jamón o de salchichón, devorado a escondidas.

De noche, el martirio de la pobre señora era aún mayor. El viejo, muy sensible al frío, la obligaba a dormir a su lado bajo la media docena de mantas que le hacían sudar y la atosigaban de manera que no podía pegar ojo, pasando la noche en discurrir cómo podría sacar de la cama los brazos y las piernas sin que el tirano lo notase.

Reinaban la alegría y la cordialidad en torno de la mesa, en el alegre comedor, donde la plata ponía su nota optimista y clara. Fabián derrochaba chistes y cantos, le gustaba obsequiar a las turquitas, tan jóvenes que apenas acusaban líneas de efebos, coa sus rostros moreno pálido y sus ojos de promesa.

Le gustaba también gastar bromas con la Calabazota, haciéndola aparecer ante todos como una millonaria modestamente disfrazada. Aquello la halagaba en el fondo, pero desconfiada y avariciosa siempre temía que pudiera perjudicarla, y se esforzaba en negar.

—Válgame Dios Nuestro Señor y qué cosas tiene don Fabián… todos mis trapitos y trastajos me dejan bien poco… Bien lo sabe la Virgen… No gano más que para mal comer y sostenerme sin pedir una limosna a fuerza de guiñapear.

El viejo anticuario, con ese afán de los vegetarianos que tiene algo de catequista y de fanatismo religioso, miraba a su mujer comer carne sin levantar los ojos del plato para evitar sus señas, hasta que al fin empezó a hablar de los males que ocasiona comer animales muertos, cadáveres.

La anticuaría turca había dejado su plato, llena de repugnancia al oír aquella imagen; y él, satisfecho de su triunfo, seguía emprendiéndola con el vino, el café y el té, que debían ser deshechados por excitantes para sustituirlos por café de cebada.

—Según usted —dijo Adelina— va a bastar para vivir con una huerta, una cabra y dos docenas de gallinas.

—Y es demasiado —respondía él—, porque los huevos y la leche no las da realmente la naturaleza para nosotros. Unos son para reproducirse y la leche para alimento de los recién nacidos, de manera que cada hembra tiene la que necesitan sus hijuelos y no se les debe robar.

Sin embargo, animado por el bullicio y la alegría de todos los comensales, aquella noche quebrantó y consintió en brindar con el champagne, en los grotescos brindis de Fabián.

Acabada la comida pasaron al salón. Aquel salón que Adelina había sabido hacer su casa, dándole intimidad y sacando sus muebles de lo que ella llamaba el torrente circulatorio de las antigüedades.

Eso no se encontraba en las otras casas. Huquet vivía en un palacio, pero no era un palacio suyo, vivía como huésped. Tenía inmensos salones, todos llenos de cosas que se vendían, dispuesto a venderlas cuando hubiese marchante. Era como un usufructuario, no como el dueño de todo aquello. Así había una frialdad, una falta de intimidad en la casa.

Anticuarios había que tenían la mesa de comedor rodeada de muebles y telas, y los santos y cachivaches invadiéndoles la alcoba. Resultaba pintoresca a veces la reunión en salones cuyo testero lo ocupaba un retablo gótico entero, traído de una iglesia de España.

Pegote tenía los precios puestos en los muebles de su uso. Su lavabo, su propia cama, todos los vestidos y joyas que la cubrían, todo estaba en venta.

Solo Adelina hacía la separación. Una vez que ella había separado un objeto no lo vendería por nada. Era aquello que apartaba lo que constituía su vida, lo que formaba su nido en medio de aquel París, inmenso como un Océano, donde su casita era la pequeña isla, la roca perdida, en la que se da pie y se encuentra abrigo.

Aquella gran ciudad probaba hasta la evidencia que el círculo de expansión de las personas es bastante limitado y que es inútil querer tener mayor radio de actividad. París no era más que la reunión de pequeños pueblecitos, pequeños círculos, que no se mezclaban unos con otros, y cuyo conjunto formaba la gran ciudad.

A tomar el café vinieron algunos parientes y la familia de un anticuario español, familia española que iba toda reunida.

Se componía del matrimonio, cuatro hijos y dos hijas, de los cuales había ya varios casados, que iban con sus consortes y con sus hijos.

Pero aquella numerosa familia no le había quitado ni la frescura a la madre ni el buen humor y la afición a las muchachas bonitas al viejo.

Era uno de esos viejecitos alegres, limpios, optimistas. Estaba siempre contento, pasara lo que pasara, manteniendo la teoría de que siempre es mejor lo que se tiene que lo que se puede tener. No perdía su optimismo ni cuando le daban los ataques de reuma, que lo baldaban durante meses en un sillón.

—Si me duele una mano —decía— pienso que peor sería que me dolieran las dos; si me duelen las dos, pienso que sería peor que me doliera la cabeza, y cuando me duele todo pienso que peor sería haberme muerto.

La alegría reinaba por todas partes. La comida había sido opípara. Menos lujosa pero más suculenta y sabrosa que las de Huquet, con el salpimentado de la cocina española, tan rica en condimentos, que abren el apetito y despiertan la sed. Se había bebido mucho y bueno, y el café y los cigarros acababan de exaltarla alegría y hacer sentir el bienestar.

Las niñas de Adelina eran las que más fomentaban el bullicio, con su alegría incesante, casi infantil, de buenas chicazas que no piensan en amoríos ni coquetería y se divierten dándose con ingenuidad al placer de su diversión.

Iban, venían, hablaban gritando, para hacerse oír, en un francés correcto, que habían aprendido de tal mañera que les costaba trabajo buscar la equivalencia de las palabras castellanas. El español lo hablaban con ese acento gracioso y esa pequeña dificultad de los extranjeros que buscan las ideas, porque ellas ya pensaban en francés.

La Calabazota aprovechaba la ocasión de acercarse a la flamante señorita Pegote, cuya amistad creía que le podía convenir y para captársela, le elogiaba la perrita, como se celebra a las madres un lindo bebé.

—¡Qué linda es! Permítame acariciarla.

—Con mucho gusto.

—¿Cómo se llama?

—Kiki.

—Es de raza ¿verdad?

—Ya lo creo. Tiene su pedigre. Desciende de Lulú primera, que pertenecía al duque de Bravante, en 1784, y luego viene por línea directa de Lulús, sin cruce bastardo ninguno. Pocas perritas tendrán una ascendencia más limpia que mi Kiki.

—¿Y los padres?

—Todos de la misma raza, empezando por Pedrusky, que perteneció a la duquesa de Suterland y que se cruzó con Lulú primera.

—Bien se le conoce.

—Si viera en los gustos. No puede comer más que pechugas de gallina… y alguna galleta con café con leche… El pan, ni probarlo… Nada de comida vulgar… El dulce le gusta, pero no se lo doy porque el azúcar es malo para los ojos.

—Los tiene muy vivos.

—Se los lavo todos los días con agua de manzanilla, y los dientes con Licor del Polo.

—Ya se la ve cuidada.

—No puede estar sucia. Es preciso bañarla todos los días en agua perfumada. En seguida se mete en la cama y duerme hasta estar bien seca.

—¡Qué monada!

Y la anticuaria empezó a reseñar las gracias de su perrita, que ocupaban toda su atención.

—¡Un día se asustó del ruido del tren y quería huir!

—¡Otra vez tuvo miedo, y se refugió entre mis brazos, como un niño!

—Cuando hace algo malo entra con receto, temiendo al castigo.

—Conoce cuando estoy triste, y me hace más caricias.

—Tan pequeñina y se puso a ladrar y acometer a un enorme terranova, mordiéndole en las patas.

Una de las tres hijas solteras del otro anticuario español, que eran madrileñitas, morenillas y pequeñas, con bocas grandes, naricillas respingadas y gesto gracioso, bailó las sevillanas con su hermano mayor, tocando las alegres castañuelas, que con el repiqueteo de sus pies, formaban un terremoto de salón.

Fabián aplaudía desaforadamente. Mientras el otro hijo del anticuario tocaba el piano, cogió de la cintura a Celeste y la arrastró en un vals voluptuoso. Las niñas se agarraron unas a otras, las mayores hicieron bailar a todos los señores. Mme. Huquet bailaba con su amigo Mr. Marcel, el cual había aprovechado un momento para preguntarle a la turca si ella que era tan fuerte, sabía alguna receta para endurecer el pecho, porque la esposa de su amigo estaba afligida de su flacidez. El rico anticuario bailaba con Adelina, que no le parecía, colchón de paja, y hasta la anticuaría catalana valsaba con el hijo de la casa, muy satisfecha, tratando de escapar al marido que la perseguía con advertencias para que tomase un te o encargase un purgante para el día siguiente.

Cuando el pianista acabó el vals, dando un gran porrazo al piano, las parejas se quedaron paradas, desconcertadas, sudorosas y fueron a ocupar sus sitios.

Fabián llegó al piano y cantó una canción inglesa, de esa gracia burda de los muñecos de trapo y de los payasos de pantalones de cuadros y levitones anchos, que hizo reír a toda la reunión.

Cada uno lucia sus gracias, Mlle. Pegote se levantó a recitar. Con su perro apretado contra el pecho con la mano izquierda, el brazo derecho levantado al cielo, los ojos en blanco, recitaba una melopea original suya, muy triste, especie de elegía, que acompañaba al piano Fabián. Era una música siempre de las mismas tres notas, pesada, triste, y la voz gangosa, con inflexiones, alternantes y engolados, decía a compás su dolor antelo inestable y su deseo de que las almas de los muertos que había amado la rodeasen para darles el consuelo de ver la fidelidad que guardaba a su recuerdo.

En el estado de ánimo que estaban todos, aquel lamento triste, y la vista de la figura estrambótica y ridícula de la solterona sentimental, en actitud patética y abrazada a su perrita, provocaba la risa, que todos se esforzaban en contener, porque era una amiga de todos, y con frecuencia tenían que necesitar de ella.

Pero al final, cuando se iniciaba el aplauso para poder dar rienda a la comenzón de alegría tan duramente contenida, Fabián salió tocando briosamente la romanza de la ópera Marta y cantando con su fuerte voz de tenor, mientras miraba con ternura de enamorado a Mlle. Pegote.


¡Ay, Marta, Marta!
¡Mal rayo te parta!

La explosión de risa revistió caracteres de risa sardónica, nerviosa, convulsiva. Las chicas se revolcaban por el suelo, los mayores se apretaban los vacíos, las madres se limpiaban las lágrimas que brotaban de tanto reír, y la pobre madamoiselle, saludaba a un lado y a otro, sin comprender bien cómo una poesía tan melancólica producía aquellos efectos, pero satisfecha de la emoción conseguida.

A la primera campanada de las once, todos enmudecieron. Así domo las otras horas no se habían oído, esa atenía algo de solemne, que lo dominaba todo. Se prohibía todo ruido y toda música, de allí en adelante; era preciso respetar la ley, que prohíbe las tiestas después de aquella hora, con gran contento de los vecinos morigerados y silenciosos, que solían decir con desdén:

—Esos españoles necesitan para divertirse la plaza de toros.

La reunión continuó breve rato, soñolienta y bostezante, a pesar de los esfuerzos de la catalana para prolongarla, temerosa del lecho conyugal.

Se hicieron los cumplimientos de despedida a los dueños de la casa, agradeciéndoles sus atenciones y deseándose unos a otros reunirse de nuevo dentro de cien años.

—Ya calvos como bolas de billar, —decía humorísticamente Huquet.

—¿Y qué va a hacer uno entonces sin poder decirle nada a estos pimpollos? —respondió Fabián mirando embelesado a Celeste.

—Es que entonces ya estarán calvos también —objetó malignamente Mine. Huquet, a las que no le agradaban mucho las turquitas.

—La poesía no envejece —dijo el optimista Robles, pensando de buena fe en que podrían verse allí dentro de un siglo.

Adelina, prudente, aparentaba como siempre, no notar las pequeñas infidelidades de su marido, a las que quitaba toda importancia, ayudándole ella misma en sus galanteos y diciendo con una sonrisita de enterada, de quien sabe lo que afirma:

—No hay cuidado. Perro ladrador no es mordedor.

Fueron saliendo lentamente, en silencio, todos los invitados, y la familia se quedó sola en el salón revuelto, con esa tristeza que queda en los salones donde se ha celebrado una fiesta.

Entonces tuvo lugar una especie de besamanos, con la que Fabián recordaba todos sus cumpleaños las ancestrales prácticas de sus nobles antepasados. Todos los hijos vinieron a besarle la mano y él les dio solemnemente la bendición, haciendo una cruz en el aire con su mano derecha, mientras la madre les entregaba a cada uno su regalo, con un beso.

Costaba trabajo a las chicas contener los gritos de alegría que les causaban los amarillos luises que la madre les ponía en la mano y que representaban para las menores juguetes, dulces y cines, y para las mayores, perfumes, bombones y teatros.

Los criados vinieron a saludar uno a uno, y para todos hubo sendas propinas, entre las que sobresalían las de Saturio y la institutriz.

A la madre de Adelina la obsequiaron con un bolsillito de plata que contenía una docena de luises.

La felicidad se cernía sobre la casa. Sin embargo, Adelina estaba melancólica; Fabián se sentía completamente feliz, y al abrazarla fundía en su imaginación su espléndida figura de matrona y la andrógina figurilla de Celeste.

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