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Los Anticuarios: VI. ¡Que encantador es el duque!

Los Anticuarios
VI. ¡Que encantador es el duque!
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. Adelina
  4. II. Los comienzos
  5. III. Trapero distinguidos
  6. IV. La ciudad antigua
  7. V. En el convento
  8. VI. ¡Que encantador es el duque!
  9. VII. La tela de araña
  10. VIII. La calle de París
  11. IX. Chifladuras
  12. X. La tienda
  13. XI. Los parroquianos
  14. XII. Ambición
  15. XIII. Los que venden
  16. XIV. La gran comida
  17. XV. Sevilla
  18. XVI. Buscando la maravilla
  19. XVII. La Diana
  20. XVIII. Restauradores
  21. XIX. La subasta
  22. XX. Veraneo
  23. XXI. La anunciación
  24. XXII. Inquietudes
  25. XXIII. Lo invencible
  26. Autor
  27. Otros textos
  28. CoverPage

VI. ¡Que encantador es el duque!

Mandaron disponer un coche para ir al Cigarral, donde estaba el canónigo depositario de la confianza de Su Ilustrísima.

El coche tuvo que ir dando vueltas para hallar paso por aquellas callejuelas de Toledo, por la mayoría de las cuales no podía pasar, hasta salir al puente San Martín y tomar el camino del campo en dirección contraria a la vega, bordeando el río para pasar cerca de los molinos, con su voluptuoso olor de harina caliente y trigo candeal. Aprovechaban las pequeñas caídas que tiene allí el Tajo, al internarse entre las piedras de un barranco, donde parece que va a sumirse sin que nada haga presumir en él la grandiosidad con que ha de ir luego a precipitarse en el Océano. Era apacible aquel camino solitario, entre peñas agrestes, en la falda de la montaña. Fabián se sentía contento.

Desde que salió no había cesado de declamar el Castellano Leal del duque de Rivas


«En pie estaba Carlos V
que en España era Primero».

Se interrumpió y volviéndose hacia el corredor, que dormitaba sentado frente a él, le dijo:

—Amigo don Ambrosio, voy a tener la confianza de hacerle a usted la revelación de un gran secreto.

—Yo, don Fabián… —balbuceó el hombre entre curioso y temeroso de la responsabilidad que un gran secreto entraña.

—Sí, usted, amigo mío, va a saber lo que no sabe casi nadie de los que me rodean, lo que hace muchos años no ha salido de mi boca.

—Pero…

—Yo no soy yo, amigo mío, o mejor dicho, yo no soy lo que parezco.

—¡Fabián! —atajó Adelina temerosa de algún gran disparate.

—Sí —continuó él— este modesto anticuario que usted ve aquí, corriendo por estos vericuetos para ganarse unas tristes pesetas, es nada menos que don Fabián de las Navas y Machamalo, Duque de Olivenza, Conde de Triana y Barón de Paracuellos, acompañado de la Excelentísima señora doña Adelina García, Duquesa, Condesa y Baronesa.

—Fabián, por Dios —exclamó ella ruborizada.

—Es preciso hacer valer alguna vez quien es uno —siguió él.

—Señor…

—Para usted soy siempre el mismo, amigo don Ambrosio, un camarada, nada más.

Hubo un momento de silencio y Fabián continuó:

—Vicisitudes de la vida, amigo mío, acabaron con la fortuna de mis antepasados, aunque no pudieron acabar con nuestra nobleza y privilegios, porque mi título de Duque, dado por Godoy, tiene grandeza de España de primera clase y soy además caballero cubierto, gentil hombre con ejercicio de casa y boca… Tengo cruces a centenares… Pero no tengo dinero, don Ambrosio, el vil dinero.

El corredor creía estar soñando al ver a su cliente convertido así en un personaje en medio de aquel camino pintoresco y sus ojos iban de Fabián a Adelina —que no se atrevía a levantar los suyos— y de Adelina a Fabián.

—Un título sin dinero es una de las cargas más pesadas. No se puede hacer el papel que a uno le corresponde por su alcurnia, se ve apabullado por los nobles de nuevo cuño, por los advenedizos… Mi padre lo había vendido todo… No me quedaba nada de nuestro patrimonio… Yo he tenido mucho orgullo para querer admitir nada de mis nobles parientes… Yo estoy emparentado hasta con la casa real… Descendemos de doña Urraca y del Cid, por la línea recta de Wamba y Godofredo el Velloso y más posteriormente del Duque de las Victorias… Yo podía haber vivido sin trabajar… pero no es ese mi carácter, oculté mis títulos, mi abolengo y aquí me tiene usted dando ejemplo y convertido en un simple anticuario, que estima en más sus negocios que sus blasones.

El pobre don Ambrosio estaba turbado, no sabía cómo ponerse delante de aquel potentado.

—El día que tenga una fortuna —prosiguió Fabián—, cuando pueda presentarme en la Corte con automóviles, criados y todo lo que a mi rango pertenece, es posible que se acabe don Fabián y vuelva a ser el Duque de Olivenza… no por mí, que en nada estimo estas vanidades y que he rechazado el ocuparme de política y ser senador, y diputado, y ministro, sino por ella, que tiene derecho a brillar.

Señalaba con amor a la anticuaria.

—No pienses más en eso, Fabián —dijo ella con dulzura.

—Ya sé que nada de eso te atrae, mujer ejemplar, pero es preciso pagar su tributo al mundo; hoy por ejemplo, al ir a ver a esta categoría de la Iglesia, no me resigno a presentarme como un anticuario, un comerciante indigno, un trapero distinguido, y por eso nos presentaremos como quienes somos.

Echó mano a una cartera de su bolsillo y sacó unas tarjetas:


EL DUQUE DE OLIVENZA
CONDE DE TRIANA
BARÓN DE PARACUELLOS

MADRID

Escribió con lápiz:

y Excma. Señora

El corredor no salía de su asombro.

—Presénteme usted hoy como quien soy, querido don Ambrosio, quiero romper mi incógnito en honor de esta dignidad de la Iglesia… Mañana, olvide usted mi nombre; mañana no hay más que don Fabián el anticuario…

Se sonreía con orgullo y amargura.

—Señor Duque, será como Vuestra Excelencia quiera… Pordóneme si alguna inconveniencia… yo no sabía…

—Nada, nada, amigo mío.

Volvió a su recitado:


«Que si él es primo de reyes,
Primo de Reyes soy yo;
y Conde de Benavente,
si él es Duque de Borbón».

Los pujos de nobleza eran otra de las manías de Fabián, que en sus viajes gustaba de usar de vez en cuando aquellas tarjetas para ver satisfecha su vanidad de ser tratado como un grande.

Una vez, estando destinado en un pueblo cercano a Algeciras, a poco de su matrimonio, anunció a todos sus amigos la visita de sus tres hermanos, que venían desde su pueblo, y les adjudicó uno de estos títulos a cada uno, añadiendo que él había renunciado a los suyos.

Júzguese la sorpresa de los tres hermanos al encontrar en la estación al Ayuntamiento, las autoridades y los notables del pueblo esperándolos.

—¿Vendrá algún personaje? —se preguntaron.

—¡Pero si todo esto es por nosotros! —exclamó uno de ellos al parar el tren.

Fabián se acercaba imperturbable, con su gran sombrero de copa, y decía presentándolos a la primera autoridad.

—Mi hermano Eugenio, Duque de Olivenza.

—Mi hermano Paco, Barón de Paracuellos.

—Mi hermano Rosendo, Conde de Triana.

Los tres rompieron en una carcajada, y el menor exclamó:

—Pero hombre, si viajábamos de incógnito, ya ves, habíamos tomado segunda…

Y títulos a la fuerza, como títulos los trataron, hubo banquetes, giras, paseos; hasta que las golferías del Barón, del Conde y del Duque, les hicieron salir casi huyendo del pueblo, dejando unas muchachas desoladas, un desafío pendiente y no pocas deudas del juego.

Aquello, que pudo costar caro a Fabián, fue el origen de su traslado a Madrid. Adelina lo creía curado de aquella locura que volvía de nuevo a surgir.

Tuvo que resignarse a ser duquesa aquel día. El canónigo echó la casa por la ventana para obsequiar a los títulos que se le entraban por la puerta.

Cuando supo que el Duque quería comprar para su palacio las mesas del Cardenal, exclamó:

—Cuánto me alegro, don Ambrosio, de que me haya usted proporcionado esta ocasión. Es para mí un goce que esas alhajas vayan a parar a un noble como el señor Duque, en lugar de ir a manos de un anticuario inmundo.

Habló de las necesidades de dinero de Su Ilustrísima que lo repartía todo entre los pobres; del secreto que se debía guardar; y Fabián pagó las mesas en mil pesetas más de lo que las hubiese pagado no siendo Duque.

Pero su rasgo de desinterés y su cartera repleta abonaron su ducado.

El almuerzo fue espléndido, el canónigo sacó todo lo más selecto de su suculenta despensa, se mataron gallinas y conejos, como si un Duque comiese por diez hombres y se sirvió una magnífica comida, con añejos vinos españoles, licores de todas clases, y un café semejante a un néctar.

—Este guiso está riquísimo, —exclamaba con entusiasmo Fabián, clavando el diente en el lomo de un conejo.

—Es obra de Paulina —dijo el canónigo señalando a una mujercita morena, pecosa, de ojos vivos, gordezuela, embutida en un hábito del Carmen que parecía reventar de ajustado.

—¿Es el ama? —preguntó Fabián.

Se puso serio el canónigo.

—No tengo ama, señor Duque, es mi sobrina…

—Por muchos años… es igual…

Y para borrar la mala impresión, conociendo que había dicho un disparate, añadió:

—Adelina, es preciso que aprendas a hacer este guiso.

Se echaron todos a reír.

—¡Guisar la señora Duquesa!

Adelina acudió a remediar la torpeza.

—Me gusta saber las recetas para dárselas al jefe de cocina.

—Yo se las daré a Vuestra Excelencia.

La verdad es que la anticuaría tenía más aplomo para ostentar el señorío de su ducado, que el marido. No le pesaba el papel que estaba representando, se sentía bien en Duquesa, y hasta le gustaba oírse llamar Excelentísima. A ver si la contagiaban las chifladuras de Fabián. Ya aquel día estaba obligada a ayudarle. Era ella la que mantenía el prestigio del ducado; Fabián había empezado a cantar en varias ocasiones:


«Al ladrón del Presidente le
falta un diente».

y le había llamado dos veces barbiana y gachí a la sobrina del canónigo, que sonreía y lo miraba de reojo, con un aire de mujer enterada, mientras el tío fruncía el entrecejo.

Pero allí estaba Adelina.

—No hagan ustedes caso. Siempre está así… ¡Estos andaluces!

Don Ambrosio añadió:

—Las cosas de su Excelencia.

Desde entonces, andaluz y con cosas, todas las excentricidades de Fabián quedaron legitimadas. Sus bromas con la sobrina debían ser inocentes cuando la Duquesa las aplaudía.

A los postres se habló de arte, de los robos de los anticuarios, con gran sobresalto de don Ambrosio, que trataba de desviar la conversación.

Fue entonces cuando el Duque los encantó a todos con sus conocimientos, y cuando se demostró la cultura de la Duquesa. Se habló de los cuadros antiguos de Illescas, y como demostraron deseos de vellos, el canónigo les dio una carta para que el párroco se los enseñara y se pusiera a su disposición.

Salieron a pasear por el huerto, aquél era uno de los mas hermosos cigarrales (huertos) de la provincia. Estaba todo el campo poblado de esas casitas entre árboles, que son el refugio de las familias toledanas durante el estío.

Casitas con paredes cubiertas de ramaje, frescas, en medio de las huertas perfumadas de albaricoqueros cargados de fruto maduro. Todas tenían su noria y su pequeña balsa para el riego de los bancales de maíz tempranero, en cuyas acequias crecían cañaverales.

Era muy agradable allí la estancia. El canónigo, que se había constituido en el acompañante de la Duquesa, le contaba con aire inocente los buenos ratos que se pasaban.

A veces, venía el Cardenal y lo acompañaban muchas señoras y señoritas de Toledo; hacían giras montados en burro, y algunas caían, habiendo que acudir a arreglarles las ropas. Se divertía el Cardenal en tirar dinero a las zarzas para que lo buscaran los muchachos, que se herían y se desgarraban para buscarlo; daba risa verlos. Su Ilustrísima tenía siempre buen humor, le gustaba andar entre muchachas y gente joven, un día hasta soltó un novillo para asustar a los curas y las beatas que lo seguían. ¡Fue un pánico graciosísimo! Algunos desaparecieron corriendo y no volvieron hasta el cabo de tres horas.

Allí comían: bailaban, merendaban. ¡Todo inocente!

Entretanto, Fabián acompañaba a la sobrina del canónigo, le ayudaba a coger del árbol los albaricoques tan perfumados, tan jugosos. Eran los célebres albaricoques toledanos, los legítimos del hueso dulce, tan doraditos, con la piel pintada, pecosa, como el rostro de las mujeres blancas que se ponen al sol.

Fabián encontraba comparaciones galantes con las pecas de los albaricoques y el gracioso punteado que manchaba la blancura de la rozagante sobrina.

—Debe ser usted fresca y sabrosa como un albaricoque, —le decía.

Mordía en la carne amarilla de la fruta, mirándola fijamente, como si la mordiese a ella, y en más de una ocasión que la moza le ofrecía, le pellizcaba brazos y caderas, con gran contento de ella que lo alentaba con la mirada.

Todo hubiera ido bien, si al pasar por el lado de Adelina ésta no le hubiera dicho por lo bajo:

—¡Ya te daré yo luego ducado y albaricoquitos!

Fabián le temblaba al enojo de su mujer. Adelina como todas las personas de carácter dulce y apacible era terrible cuando se enfadaba.

Así es, que apresuró la partida hacia Toledo, prometiendo que volvería y llevaría regalos a todos, con su manera de prometer, que no cumplía jamás; pero a la que hacía dar fe las magníficas propinas que repartía.

Cuando se marcharon, la sobrina del canónigo no pudo reprimir un suspiro, diciendo:

—¡Qué encantador es el Duque! ¡Cómo se conoce la aristocracia!

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