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Los Anticuarios: XIII. Los que venden

Los Anticuarios
XIII. Los que venden
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. Adelina
  4. II. Los comienzos
  5. III. Trapero distinguidos
  6. IV. La ciudad antigua
  7. V. En el convento
  8. VI. ¡Que encantador es el duque!
  9. VII. La tela de araña
  10. VIII. La calle de París
  11. IX. Chifladuras
  12. X. La tienda
  13. XI. Los parroquianos
  14. XII. Ambición
  15. XIII. Los que venden
  16. XIV. La gran comida
  17. XV. Sevilla
  18. XVI. Buscando la maravilla
  19. XVII. La Diana
  20. XVIII. Restauradores
  21. XIX. La subasta
  22. XX. Veraneo
  23. XXI. La anunciación
  24. XXII. Inquietudes
  25. XXIII. Lo invencible
  26. Autor
  27. Otros textos
  28. CoverPage

XIII. Los que venden

Era allí en su tiendecita, en su guardajoyas, donde Adelina se encontraba a gusto. A pesar de sus deseos de poder retirarse a descansar se sentía allí en su mareo, en su salón, para recibir a la gente que iba como de risita.

Cada persona que entraba era un misterio que se hacía sabroso descifrar. Además de los compradores existía la procesión lastimosa de los que iban a vender y entre los cuales era preciso establecer distinciones para no caer en el engaño y confundir a los vendedores de buena fe con los que iban a engañar a los anticuarios y solían fingir el paso vacilante, la indecisión y la timidez.

Ella los acogía siempre a todos con lástima, perorara vez compraba algo. Era Fabián el que había de examinar las antigüedades que ofrecían y dar su fallo. Fabián era terrible con la pobre gente. La mayoría salían desoídos, defraudados en sus ilusiones de que aquel marfil, aquella porcelana o aquella miniatura que ofrecían y que habían heredado de sus abuelos, era una cosa de valor.

Fabián miraba y remiraba el objeto por todos lados y se lo daba a Adelina que lo veía también imperturbable. Mientras el vendedor los contemplaba ansioso, tratando de adivinar su impresión. Siempre brotaba la frase sacramental.

—Bajo de época.

—No tiene carácter.

A veces ofrecían una cantidad mezquina, a veces no ofrecían nada.

Se percibían las huellas del desconsuelo pintadas en el semblante de los necesitados que habían llegado allí con su último recurso, al verse rechazados.

Muchas veces tenían lágrimas en los ojos. No faltaba quien suplicara.

—Deme usted lo que le parezca ¡Me hace tanta falta!

En aquellos casos Adelina compraba siempre y escuchaba historias dolorosas.

¡Cuánta tragedia solía adivinarse en los que no se quejaban! En aquellas pobres gentes silenciosas que apenas se atrevían a hablar ni a discutir y tendían coa timidez la mano, ruborizados, para tomar unos cuantos francos a cambio del medallón; de la miniatura o de la joya que vendían.

Había a veces un Adiós desolado y melancólico en la última mirada que daban a los objetos de que se desunida la memoria de una fecha, de un amor, de algo que los había hecho muy queridos y muy entrañables, para que fuese más doloroso separarse de ellos.

—Esta sortija era de mi madre. No quería desprenderse de ella, pero tengo que llevar una medicina a mi marido que está grave —decía una pobre mujer.

—Esta caja es un recuerdo de familia, —decía un caballero— pero mi esposa va a dar a luz.

—Tengo ya empeñadas todas mis alhajas y hace tres días que no tengo que dar a mis hijos —confesaba una viuda— por eso vendo esta leontina y este guardapelo de mi esposo.

El tipo más aflictivo era el de aquellos vendedores vergonzantes, aquellos señores limpitos con el traje raído, tímidos y pálidos, y aquellas mujeres flacas, macilentas, que entraban cohibidas y sofocadas, como si hubiesen cometido un robo, a ofrecer temblantes las cosas que llevaban envueltas y como escondidas.

Se conocían las personas de posición que habían venido a menos. Las había ya al final de la rampa, tratando aún de ocultar su miseria, que se revelaba en su porte, en su flacidez, en los vestidos con exceso de cepillo y olor a bencina, y los había al comienzo y a la mitad del descenso. Aún entregados a vender vestidos con elegancia, aún iban algunos en coche, aún disimulaban su timidez, adoptando el aire del que va comprar o del que se deshace de una joya por su inutilidad.

La timidez estaba en razón directa de la falta de dinero. Se podía considerar este como el tónico de la voluntad y hasta de la audacia; daba aplomo la posesión de los billetes de banco.

En ocasiones se encontraban allí conocidos que no querían que supiesen a lo que habían ido. Disimulaban pidiendo que les mostrasen una alhaja o un encaje como si fuesen a comprar en vez de ir a vender.

Acudían hijos de familias ricas que necesitaban más dinero del que les daban sus padres para sus diversiones, jugadores de mala fortuna, extranjeros que no recibían fondos de su país, señoras caprichosas que necesitaban dinero para sus antojos.

La concurrencia allí era algo semejante a la concurrencia de las casas de préstamos.

Se destacaba a veces una mujer ex-hermosa. Una de aquellas grandes artistas o grandes mujeres que habían llamado la atención por su belleza y su lujo y que empezaban a desprenderse de sus joyas y sus muebles, o que vendían ya sus últimos jirones.

En éstas no se encontraba aquella dulce resignación de las otras; tenían siempre una altivez, un desprecio, que hacían sentir demasiado, mostraban las cosas más bellas con desdén y tendían con desgaire la mano para coger su importe. No solían regatear; tascaban el freno. Se veía la comparación dolorosa que hacían en su imaginación entre el pasado y el presente. Era el suyo un dolor pinchoso, arisco, mezclado a la rabia, que seca el llanto o lo hace amaron y solitario.

¡Si al menos el sacrificio de toda aquella gente les trajese el remedio! Pero los anticuarios solían dar tan poco por lo que compraban, que se quedaban sin el objeto querido y seguían con la misma falta de recursos. No alcanzaba casi nunca la venta para cubrir la necesidad: que intentaban remediar.

Fabián sostenía con ellas graciosos diálogos.

—A mí no me espanta nada, nada, NADA de las vicisitudes de la vida —decía—. Yo mismo, aquí donde: ustedes me ven, hecho un hortera, un miserable anticuario, soy un grande de España… sí, un grande de España de primera clase… emparentado con todo lo mejor de la aristocracia… íntimo amigo de los ministros… cansado de comer en palacio… que podría tener lo que quisiera… lo mismo que a usted, una mujer tan hermosa… le bastaría abrir la boca… Pero cuando se tiene vergüenza para ciertas cosas, hay que fastidiarse y que vivir.

Otras veces les daba ánimos.

—No hay que abatirse —aconsejaba—. Hoy viene usted a vender y mañana quizás venga a comprar en automóvil ¿quién sabe? No se puede decir nada. Yo tenía una fortuna… caballos… carruajes… palacios… y en un día todo se lo llevó la trampa… Por ser uno demasiada bueno. Otro en mi lugar se da un tiro. Pero yo no me desanimé… El mundo es grande… y en donde una chimenea que eche humo allí como yo…

Aquella palabrería, aduladora y convincente, parecía consolarlas de su desgracia y todas preferían ir a la casa de los españoles en sus momentos de apuro.

Había otra clase de vendedores que deseaban desprenderse de lo superfluo para algún otro fin más necesario. Ésos temían al engaño de los anticuarios, se mostraban recelosos y jamás vendían de primera intención. Era preciso conocerlos y ofrecerles para que volviesen, pues había la seguridad de que no se deshacían de su cuadro, de su porcelana o de su bronce, hasta después de haber recorrido todos los anticuarios de París.

Con esos, cuando un objeto interesaba, había que ofrecer alto, pero ni aun así se decidían, el ofrecimiento les hacía suponer mayor valor en lo que deseaban vender. Fabián solía vengarse de sus recelos no comprándoles nada, cuando volvían desengañados.

Solía aparecer algún artista al que la suerte no le era propicia, para ofrecer algo de su taller. Otras veces los mismos que habían comprado tenían que vender, ya por un traslado o ya por vicisitudes de la suerte.

Entonces había que desplegar gran habilidad para despreciar lo mismo que poco antes habían encarecido.

—Hay ahora mucha abundancia de esto en el mercado, una invasión, no sé de donde sale tanto. Claro que esto tiene valor siempre, pero no es este el momento. No se puede comprar ahora.

—¡Cuánto siento que me coja sin dinero! Afirmaban en otras ocasiones. No se vende. Tenemos todo empleado, un capitalazo.

Así compraban siempre por mucho menos de lo que habían vendido y en ocasiones no querían comprar ni aun así.

Aquello de —«esto es siempre dinero»— que le decían a los compradores, no resultaba una verdad. En ningún negocio era tan desproporcionada la diferencia entre el comprar y el vender.

Uno de estos casos enojosos era el de Medrano, un compatriota que había sido siempre buen cliente suyo en los días de suerte.

Medrano era un pintor joven, español, que había ido a París a probar fortuna, pensando que la lucha era menos dura fuera de la patria para los artistas que traían un elemento nuevo.

En un principio había triunfado. Llevó buenas recomendaciones, era simpático, con una peligrosa hermosura de efebo. Parecía una muchachita vestida de hombre, con su rostro rosado, imberbe, de ojos verde claro, adornados de espesas pestañas rubias, que le daban la expresión de cándida inocencia de una colegiala. Sus cabellos de oro, rizados en bucles, caían sobre la frente y la nuca, de un blanco de nácar. Todo su cuerpo, carnoso y redondeado, tenía un ritmo juvenil.

Las mujeres lo amaron locamente. Conoció el amor de las muchachitas románticas que se ofrecen a la vez de amantes y de modelos, y la pasión de algunas grandes damas caprichosas, de las que se dejaba buenamente proteger.

Gracias a estas damas pudo instalarse en un lujoso estudio y su arte se puso de moda, tenía una manera suya, de un misticismo cristiano, que ponía en todas las figuras, de modo que sus bailarinas en medio de sus contorsiones lúbricas, ofrecía un ardor de iluminadas. Había una oración en la plegadura de los paños de sus bacantes, las manos de sus Cortesanas eran manos orantes, y en las bocas sensuales ponía un ritmo de plegaria, sobre todo había hecho la innovación de emplear el color antiguo, los verdes un poco opacos de los primitivos, las figuras un poco irreales, todas de la misma familia, con un aire de parentesco entre sí.

Si hubiera sido más calculador hubiera hecho fortuna, pero se enamoró de una muchachita de quince años romántica y escrupulosa, que le dio en poco tiempo tres chiquillos enfermizos y linfáticos.

Esto unido a que había perdido en poco tiempo su belleza de mujer española, para adquirir una obesidad española también, hizo que sus amigas y protectoras lo abandonasen y hasta que realizaran propagandas activas en contra suya.

La primera impresión que produjo su pintura había pasado. Se había ido sosteniendo hasta allí trabajando para un comerciante en cuadros antiguos, uno de los géneros de antigüedades que más producía, aunque había que andar con cuidado para evitar grandes pérdidas.

El Sr. Luciny era italiano, y uno de los anticuarios más ricos. En vez de vender copias de los grandes cuadros, vendía los cuadros auténticos y para él se habían sacado los mejores cuadros de las iglesias, colocando las copias que mandaba hacer en su lugar.

Además de restaurar y hacer esta sustitución de copias, tenía la receta de crear pintores que interesasen, como Druot creó a Manet. Él era el que les daba los asuntos, les aconsejaba el color y les hacía ir a las exposiciones. Inspiraba a los críticos, preparaba la prensa y hacía alcanzar a los cuadros precios fabulosos. Se había dado el caso de volver a comprar los cuadros que había puesto en circulación, después de tiempo, por la décima parte de la cantidad en que los había vendido.

En ocasiones, sus imitaciones eran tan perfectas que engañaban a las mismos expertos y pintores, y lograba introducirlas en los museos de Europa: Un Leonardo en el Prado, un Greco en el Louvre y un Velázquez en la Galería Tate.

En aquel arte de falsificar, llegaba a la perfección. Sabía hacer maravillosamente las tablas del siglo XV, pintándolas sobre roble viejo. Tenía la receta de prepararla, con encáustica hecha de papel y tela molida, mezclada de yeso con cola y aceite de linaza, que formaba una capa de cartón piedra, sobre la que colocaba una tela, para que no se agrietara, y daba una segunda mano, sobre la que colocaba el oro de los fondos que bruñían o cincelaban, pintando sobre ellos.

Unas veces pintaba al huevo, disolviendo la yema con savia de higuera loca, pero teniendo cuidado de poner al temple los azules, que se descomponían con el amarillo de huevo en un verde sucio.

Tenían secretos admirables para difuminar la pintura, sabía bruñir como nadie, con piel de criadilla.

Cuando pintaban sobre tela, tejían ellos mismos en telar de mano el lino, hilado en viejas ruecas, para imitar perfectamente las tramas antiguas.

Pero más que en los materiales, estaba el mérito de las falsificaciones en la habilidad, en el sabor de época. Por eso empleaba diversos pintores, los que sabían sentir mejor una escuela.

Tenía un especialista en Tintoretos, que imitaba admirablemente los lienzos del maestro veneciano, lo mismo la brillantez de los que centellean de piedras preciosas a la luz, como los de tono opaco y quebrado; tenía una gracia sin igual para poner esos perritos en diferentes posturas que sirven de firma en diversos cuadros del gran pintor.

Había quien imitaba mejor los españoles. Un especialista de don Vicente López, presentaba magníficos retratos de desconocidos. Algunos descollaban en las falsificaciones de Ingres y Manes.

Tenía un Antoniello de Mesina, con sus primeros cuadros al óleo, aprendido de Van Eyck. No le faltaba un especialista de escuela alemana y otros de las escuelas francesas y holandesas. Una gran variedad y una gran pericia hacían de su taller de pintura la más famosa fábrica clandestina de antigüedades pictóricas.

Desgraciadamente el anticuario no se había contentado con hacer estas cosas en el extranjero. Una falsificación llevada a cabo en Amiens, hizo intervenir a las autoridades francesas y tuvo que escapar a Inglaterra y embarcarse para América.

Perdido este recurso, Medrano, que era el imitador de los italianos primitivos, había tratado de sostenerse llevando cuadros a las tiendas, haciendo retratos a poco precio y convirtiéndose en un mero decorador.

Los gastos de su casa crecían y los haberes eran cada día menos.

Durante meses había ido casi todos los días a la tiendecita, llevando envuelto algún cacharro o algún arma de sus colecciones. Cuando la necesidad apretó, le pidió a Fabián que lo acompañase, y como un trapero contrató estatuas, mesas, divanes y almohadones, que en un lote común pasaron del taller del artista al almacén del anticuario, de donde habían salido algún tiempo antes muchos de ellos.

No le quedaba ya nada antiguo, ahora iba con pedazos de tela, con porcelanas modernas y hasta con esas muñecas de trapo que recuerdan a los tontos ingleses da los circos, con los pantalones anchos, largos de hondillo y las caras pintadas de blanco de yeso y de tosco bermellón.

Aquellos objetos indignaban a Fabián, Todo lo que no era antiguo lo consideraba como una perversión del gusto. Sin embargo, Adelina se los compraba, más que por un resto de conciencia, de haberlo explotado inicuamente al venderle y al comprarle, por un sentimiento de lástima, ante aquel hombre que en su gordura flácida y fracasada por el hambre, conservaba ese gesto apiadable de las mujeres muy hermosas y muy coquetas, prematuramente envejecidas.

Medrano explotaba la piedad de la anticuaría; compraba juguetes y objetos viejos y se los vendía luego más caros.

Adelina empezaba ya a sospechar algo, pero se callaba para no indignar a Fabián.

—Es una limosna que le doy —se decía— aunque no debía hacer esto, porque las cosas del comercio son muy respetables.

Sin embargo, sentía cierto placer en dejarse engañar. Su buen corazón de mujer del pueblo español sufría con la contemplación de aquellas miserias que destilaban por la tiendecita. No había día en que no pusiera uno de aquellos miserables su espina apareciendo entre la brillante concurrencia, y robándole el placer de un buen negocio con la contemplación de su pobreza.

Solo los días de mala venta reflejaba su humor sobre los pobres vendedores. Los días en que el negocio era bueno no regateaba un par de francos de más, y hasta solía dejarse engañar por cualquiera de los vendedores de profesión.

No faltaba quien los engañaba a pesar de su experiencia y de la desconfianza que tenían siempre. Había explotadores en pequeña escala, que hacían como una profesión de sus menudas ventas, para sacar unos cuantos francos diarios. A éstos los conocían ya todos y para que no los vieran con tanta frecuencia se solían quedar en la calle y mandaban entrar a una mujer, a un chiquillo, o a un amigo cualquiera. Fabián hacía hacer una seña a su hijo que se daba una vueltecita y los veía en la esquina esperando.

Sucedía más de una vez que el encargado de la venta escapaba con el dinero, y que el otro, cansado de esperar, empezaba a rondar la tienda, asomaba la cabeza por los escaparates, se acercaba a la puerta, hasta que al fin aparecía a preguntar y escapaba detrás del que lo había engañado profiriendo juramentos y amenazas.

Los saltadores solían proceder así también, enviando a otros. Éstos no trabajaban siempre por su cuenta. Eran enviados por anticuarios mismos para vender a sus compañeros los objetos falsos que se les habían colado en algún lote, o venían envueltos en las compras de conjunto hechas a las personas que quitaban la casa, o que hacían almoneda de sus muebles. Aunque todos los días había almonedas a centenares a ellos sólo les interesaban cuando eran de algún aficionado a antigüedades.

Fabián, con su continuo trato con todos, solía conocer aquellos objetos y decía:

—Hombre, esto estaba casa de Robles o casa de Huquet.

En ocasiones con su gracia maligna los enviaba a sus compañeros.

—Vaya usted a los viejecitos de al lado, o vaya usted casa de Mlle. Pegote; pero no diga que yo lo recomiendo.

Tenían también Fabián y Adelina sus corredores, para llevar por las otras tiendas los deshechos, que sabían preparar y amañar bien.

Era aquello lo que mas despiertos los tenía en las ventas. Su amor propio se revelaba de que sus compañeros tuviesen en su casa la misma sonrisa que él desplegaba cuando veía en casa de alguno de ellos los objetos que les había endosado.

En esos casos, con una gran audacia, les hacia conocer la falsificación, de un modo tan claro, que aumentaba su fama de experto. ¡No faltaría más que a él, a don Fabián de las Navas y Marchamalo, se la pegase uno de aquellos brutos enriquecidos y sin alcurnia!

No tenían para ningún vendedor la severidad que para los saltadores.

Solían ser benignos con las pobres gentes que ponían ingenio para remediar su mala suerte con pequeños engaños.

Se daban casos de infelices que se veían obligados a tener que explotarlo todo. Había un matrimonio que vivía de robar las sábanas de hilo de los hoteles donde pernoctaban, para hacer bocadillos, como llamaban en su argot a las tiras de encaje inglés. Aprovechando lo revuelto de la cama, dejando bien doblada la sábana de arriba, se llevaban la sábana de abajo, que partían en tiras y bordaban con ojetes, preparándolas con cloruro de cal, para gastar el tejido y darle su aspecto de antigüedad. Un agua de té o de azafrán ligero les daba el tono y el color que marca el tiempo.

Hasta había algunos que llevaban estampas compradas en la Calcografía Nacional, en Madrid, y las querían hacer pasar como estampas españolas antiguas: Aquellas figuras de Ticiano, el Rubens ponderado y fuerte; aquellos «Gritos de la Calle» evocación del antiguo Madrid, les servían para abusar de la candidez de los ignorantes.

Ellos habían también vendido esas estampas en otros tiempos en el mismo Madrid, allá en su pequeña tiendecita de la calle del Barquillo, pero en los días gozosos las solían comprar a sabiendas, con el convencimiento, empero de que no perdían el dinero y de que siempre habían de encontrar compradores, porque ni sus romanticismos, ni su piedad llegaban jamás al punto de consentir en perder.

Había compras peligrosas, de objetos robados, a las que se arriesgaban a veces, cuando se los daban bastante baratos para que merecieran tentar la fortuna. En aquellos casos compraban sin insistir en saber el nombre y el domicilio del vendedor. Había un sello tan especial de vacilación, de desconcierto, de no conocer bien el objeto, que podía asegurarse cuando lo que se les vendía era procedente de un robo.

Pero ellos procuraban no fijarse, engañarse a sí mismos, no iban a denunciar a nadie a la policía y que luego resultase inocente; hubiera sido un papel antipático el suyo.

Para lo único que les servían sus sospechas era para comprar más barato aún, desconcertando con reticencias a los vendedores.

En esos casos siempre escondían lo que compraban, por si había alguna busca que les hacía perder el dinero. No se les ocurría la idea de que así pudieran hacerse cómplices de un delito. En tocando a su interés de anticuarios no hallaban nada bajo ni reprochable, no podían ser escrupulosos. A ellos todo, por reprochable que fuese, se les aparecía sólo como ardides de lícito comercio.

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