Skip to main content

Los Anticuarios: XXI. La anunciación

Los Anticuarios
XXI. La anunciación
    • Notifications
    • Privacy
  • Project HomeCarmen de Burgos
  • Projects
  • Learn more about Manifold

Notes

Show the following:

  • Annotations
  • Resources
Search within:

Adjust appearance:

  • font
    Font style
  • color scheme
  • Margins
table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. Adelina
  4. II. Los comienzos
  5. III. Trapero distinguidos
  6. IV. La ciudad antigua
  7. V. En el convento
  8. VI. ¡Que encantador es el duque!
  9. VII. La tela de araña
  10. VIII. La calle de París
  11. IX. Chifladuras
  12. X. La tienda
  13. XI. Los parroquianos
  14. XII. Ambición
  15. XIII. Los que venden
  16. XIV. La gran comida
  17. XV. Sevilla
  18. XVI. Buscando la maravilla
  19. XVII. La Diana
  20. XVIII. Restauradores
  21. XIX. La subasta
  22. XX. Veraneo
  23. XXI. La anunciación
  24. XXII. Inquietudes
  25. XXIII. Lo invencible
  26. Autor
  27. Otros textos
  28. CoverPage

XXI. La anunciación

Desde la vuelta de aquel veraneo los dos esposos habían cambiado. No era ya Adelina la mujer serena, tranquila, satisfecha; ni Fabián el hombre alegre, despreocupado y contento. El haber encontrado comprador para el cuadro extraordinario, aquella cifra de millones que despertó su ambición, los tenía inquietos, desasosegados. Se disgustaban de su comercio que les parecía mezquino, a pesar de las excelentes ganancias realizadas, que ya les habían permitido colocarse entre los anticuarios más ricos de París.

Su comercio se había ensanchado de tal manera, que en vez de la tiendecita y el almacén tenían ocupada un ala del edificio, toda convertida en almacenes, con vastos salones, tan atestados de muebles, que era imposible dar un paso.

Habían enviado a Sevilla a todos los obreros y habían establecido a Juan en un magnífico taller. Era él quien se encargaba de hacer todas las restauraciones, siempre trabajador, comedido y fiel cumplidor de su palabra. Pero en vano le pedían Adelina y Fabián otra talla; con el sentimiento de la nostalgia de Sevilla se había apagado también en él aquella inspiración suprema. Cuando hada un nuevo Cristo era una obra mediocre, que no podía ofrecerse más que en pocas pesetas, su milagro, que él seguía ignorando, no se repetía ya más.

Verdad era que ya no tenía ni el cuidado ni el entusiasmo de otras veces, y en lugar de imitar la carcoma a la perfección con clavos de tamaño distinto, para barrenar diagonalmente la madera y dar la completa semejanza de las tallas algo apolilladas, se contentaba con poner la imagen en medio del jardín y dispararle a boca de jarro media docena de tiros, con perdigones de diferentes calibres, que la atravesaban en línea recta.

Tenía aquello algo de fusilamiento de las pobres imágenes de talla, parecían ya heridas después de la primera descarga, y era algo así como un asesinato lo que se cometía con ellas, disparándoles de nuevo, con el deseo de rematarlas.

Fabián se había unido a Huquet para hacer juntos el negocio de la tabla de Fray Angélico, que esperaba ya míster Boik, con impaciencia.

No se habían atrevido a ir ellos mismos a Italia; tenían mucho que perder para exponerse a que les echasen mano si el asunto se descubría. Era Saturio el que conducía el negocio, con tan gran acierto que contaba con la complicidad del Abad de aquel antiguo monasterio de la Toscana donde estaba el cuadro, catalogado y reseñado en el Vasari.

Adelina, más desconfiada hizo el viaje a Italia y pudo admirar la magnífica pintura, colocada en el altar y medio velada entre cortinajes y flores.

Costaba medio millón la complacencia del fraile, que se comprometía a la sustitución de la virgen apócrifa por la verdadera, a condición de que la copia estuviese lo suficientemente bien imitada.

Saturio recibía en París cartas del Abad, con el timbre del monasterio, en las que hablaba del asunto con las frases convenidas, impenetrables para el no iniciado. Se veía en aquellas cartas la probidad de Saturio, que no se había quedado con nada para él, contentándose con su comisión, modesta en relación al servicio, y a la responsabilidad que asumía. Había regateado franco a franco velando por los intereses de los anticuarios como por los suyos propios.

Medrano tenía el encargo de hacer la copia y traerla a París. Se había llevado a Italia, consigo a su mujer y a sus chicos, y para prolongar su estancia se esmeraba en no dejar un detalle sin consignar. Su imitación era tan perfecta como las hechas por Antonio Sasso, o por cualquiera de los más fieles discípulos de Fray Angélico: Renozo Florentino, su mejor imitador, Gcntile da Fabriano, Domenico de Michelino o Jacobi Strozzi del que era la tabla colocada al lado de la del Maestro en Santa María la Nueva, de Florencia y que llegaba a confundirse con ella.

Medrano pintaba el Fray Angélico maravillosamente. Aparte la mayor crudeza de los colores nuevos era exacta la semejanza. Con su temperamento sensitivo había sabido imitar aquel ser andrógino que era la virgen, llena de un sensualismo de impúber, con la carne de nácar-mate y apasionada, entre los ropajes celestiales, en los que se perdía y se inmaterializaba el cuerpo, reconcentrando toda la sensualidad en los senos nacientes y estremecidos que se adivinaban bajo la tela que le cubría el descote.

El ángel era un efebo triunfante, un iniciador que gozaba en la confusión de la doncella, y los lirios blancos, las azucenas y los nardos, resaltaban de aquel azul ultramar limpio y brillante, como estrellas blancas sobre el fondo de un cielo celeste y ponían en el conjunto la brillantez de las estrellas. Resultaba bien interpretado el cuadro de sensualidad mística del Monje de Fiesoli.

Estaba pintado sobre aquella madera carcomida y apolillada, de manera que en el anverso del cuadro se veía la huella de los siglos. Una vez matado el brillo de la pintura moderna, en la cual se había tenido en cuenta la composición de los colores que narra Vasari, y después de colocada la pintura en su marco verdadero, en el altar, nadie podría, sin ser un gran experto, conocer la sustitución. El mismo Mr. Boik, estaba admirado y declaraba que solo él no podía equivocarse en una imitación tan perfecta. Medrano presenció la venta de su cuadro al inglés, sin poder sospechar lo que se tramaba, contento de la recompensa y del trabajo constante que le daba Huquet.

Después de hecha la comedia Saturio, volvió a llevarse el cuadro a Italia y a las pocos días recibieron carta anunciándoles su llegada a Florencia.

Estaban inquietos, desasosegados, nerviosos, durante los muchos días que pasaron sin recibir más noticias, hasta que una simple tarjeta, fechada en Bolonia, les anunciaba «haber llegado felizmente a aquella ciudad con todo el equipaje». Era indudable que la sustitución estaba hecha, a la sordina, en secreto, sin que nadie se enterase; una de tantas sustituciones como quedan ignoradas para siempre. Había una más de esas imágenes célebres ante las que fantasean críticos y literatos sin sospechar de su autenticidad.

Quedaba solo que pasase la frontera italiana la imagen fugitiva y su fortuna estaba hecha. Entre los proyectos nuevos, a que su mayor riqueza les permitía entregarse, estaba siempre el buscar mayor suma de tranquilidad y de reposo. No aperrearse tanto para ganar unos francos.

Fabián sentía renacer todos sus humos de grandeza, acabarían de servir al público, que los trataba como inferiores en el fondo, acabarían de aguantar las impertinencias de los parroquianos para vivir con arreglo a su clase, tratando de educar a sus hijos. El ensueño era un hotelito en Madrid y vivir de sus rentas que les podían dar para tener automóvil y todas las comodidades. Entre lo que habían ganado y las existencias que poseían podían retirarse con unos cuantos millones.

Al fin regresó Saturio, después de estar durante tres semanas sin dar señales de vida, después de la carta de Bolonia. Había tenido recelos y dificultades al pasar la frontera y había hecho un viaje costosísimo, de Venecia a Trieste y luego por Constanza a Basilea y a París. Tres fronteras con la preciosa carga oculta en el doble fondo del enorme baúl mundo del que nadie había sospechado.

Fue un acto solemne el de desembalar el cuadro, que llevaron a cabo ellos solos. Miraban con avidez, deseosos de ver aparecer el color, de desembarazar de todos sus envoltorios a la preciosa tabla, de cerciorarse de que no había sufrido nada en el viaje.

Saturio amenizaba el trabajo contando las aventuras. La escena de la sustitución en la iglesia, una escena macabra en medio de la noche; parecía que los santos iban a protestar, que se iban a lanzar a defender a la Virgen. Había caído un candelabro y el ruido les había hecho huir y estar más de una hora sin volver, abandonando la tabla falsa.

Se hubiera creído que por un milagro había dos vírgenes iguales en la iglesia.

Luego las peripecias de embalar el cuadro, el miedo a despertar sospechas, el viaje teniendo que facturar aquel baúl el que no quería separarse y que le hacía subir, a veces, como un ratero, al furgón de equipajes.

Al fin estaba allí: Se extasiaban ante ella. Comprendían entonces lo bien imitada que estaba, la virgen de Medrano, aunque a sus ojos, habituados, resaltaba el mérito de la auténtica. La tabla estaba más carcomida, tenía tonos más oscuros; en la pintura se hallaban otros detalles; una patina especial, opaca, que no perjudicaba a la brillantez del azul. Se notaba más la especie de resquebrajamiento de la capa de color, algunas partes un poco empañadas; una ligera veladura más acentuada en los ropajes; menos crudo el blanco de las azucenas más limpio el contraste de las estrellas y del azul, y más triunfadores los senos.

Eran detalles que no se comprenderían sin la reciente comparación; que no advertiría nadie en el otro cuadro puesto en el altar oscuro, entre cortinas, luces y flores y bajo la salvaguardia de los monjes. Se indignaban de la felonía del Abad que los había servido.

Todos los agasajos eran para Saturio, para el gran hombre sospechado, que había en él. ¡Oh, si no hubiera tratados internacionales! Con qué alegría, con qué orgullo hubiesen expuesto aquella obra maestra en su escaparate, cómo hubiera lucido aquel pedazo de cielo azul estrellado de Italia, bajo el cielo gris de París, en la media luz del Boulevard; cómo la hubiesen hecho adorar por los artistas de Francia toda, en vez de tenerla que esconder sórdidamente hasta entregarla a Mister Boik. Huquet un poco atemorizado no se atrevió a llevarla a su casa.

Colgaron la magnífica tabla de la pared en aquel almacén del segundo piso, entre los viejos muebles desvencijados que parecían rejuvenecerse y alegrarse cerca de la dulce placidez de sus tonos blancos y azules.

Annotate

Next / sigue leyendo
XXII. Inquietudes
PreviousNext
Powered by Manifold Scholarship. Learn more at
Opens in new tab or windowmanifoldapp.org