X. La tienda
Cuando Adelina acabó de reparar las telas tendió la vista por la tienda. Nada faltaba a la exposición. Los escaparates recién arreglados se abrían como dos flores que buscan el sol, frente a la claridad del boulevard. Sobre un fondo de damascos y terciopelos, bajo doseles de encajes de un blanco marfilino, teñidos por el tiempo, o de un negro castaña, lucían las estofas de las vestiduras de los santos de talla, los reflejos metálicos de los platos mozárabes, el ardor concentrado de las porcelanas de Talavera y las preciosas lacas de los guardajoyas antiguos. La clara dulzura de los esmaltes se aumentaba cerca de los calados del marfil, y los mosaicos deslucidos se perdían bajo la tonalidad brillante de los azules de los azulejos y sus amarillos de sol. Objetos menudos sembraban los espacios en una graciosa prodigalidad irregular. Tabaqueras del siglo XVIII con esmaltes sobre oro, en los que lindas pastoras Watean tomaban actitudes de minué; pequeñas cajitas de metal, fácilmente convertibles en polveras, en cuyas tapas se incrustaban esmeraldas, rubís, topacios, piedras pequeñitas como granos de trigo, que se entretejían con los hilos finísimos de la trama de filigrana.
Todo el interior de la tiendecita era la prolongación de los escaparates. Suntuosos bargueños del Renacimiento italiano, con sus grandes columnas de bronce y sus mosaicos de marfil o concha figurando caballerescas escenas de montería. Bargueños españoles, esos lindos muebles que han conservado el nombre de la ciudad de Bargas, donde se hicieron los primeros. Tan severos, forrados, destacando los suntuosos herrajes sobre los terciopelos rojos; con su prestigio nobiliario y con el misterio del secreto que debían esconder todos. Aquel cajón disimulado entre las tablas, donde se guardaban joyas y monedas, documentos importantes o comprometedoras pruebas de amor, que quedaron desconocidas.
Para sentarse alternaban las sillas y las butacas de diferentes épocas. Un ángulo lo ocupaba por completo el sillón frailero, sillón verdaderamente abacial, ancho, recto, sobrio de líneas, de una comodidad hipócrita, para mantener derecho en una época en la que no había muebles para recostarse, acurrucarse y tenderse. A su lado era un mimo aquella butaquita Luis XVI, pequeñina, muelle, forrada de tela de rayas con el satinado brillante de la seda, y se hacía insoportable la lisura escueta, pero esbelta del estilo inglés. Las sillas granadinas de la época de Carlos V, con el águila tallada en madera, sosteniendo un escudo con las armas de Granada, colorado y dorado a fuego en cuero de Córdoba, largo y estrecho, limitado por listones tallados, mullido y cómodo para apoyar la espalda. Debajo del escudo descansaba la cola de nogal del águila, quedando la cabeza de modo que con el pico corvo y los ojos rabiosos, parecía que iba a pisar en la cabeza de los que se sentaban, cuando estuviesen confiados, mientras ella miraba vigilante y colérica. Era la silla-águila, que terminaba con las garras de metal afianzándose al suelo, la silla suntuosa del Emperador Cristiano de Granada.
En medio la vitrina relucía con sus aristas de caoba, finísimas y toda la armadura de cristal para dejar ver las joyas que encerraba: joyas antiguas, con lindas monturas de oro; estrausses cuyos brillantitos parecían un finísimo polvo luminoso en el amazacotado rudo de la plata; el rocío de los aljófares en perlas de todos tamaños, entre las que al lado de las que conservaban el oriente vivísimo, de rosicler, con algo de luz de iris, estaban las enfermas y las muertas, pálidas, como amasadas con bolitas de cera, dándoles esa simpatía de ser vivo y sensitiva que hacen experimentar la perla y la turquesa, porque las vemos vivir, morir y sentir, en vez de mostrar siempre ese brillo inalterable y claro de las piedras.
Se enredaban collares de un ámbar opaco, amarillo de huevo, con la leche cuajada con sol de los malignos ópalos; y el topacio, claro y bueno, lucia con su luz lunar en las sortijas señoriales y en los cabujones de una sola piedra sin artificio. Era allí donde estaban las figuritas romanas de marfil o de bronce pequeñas, damitas y caballeros. Allí lucían los elefantes y las torrecillas chinas, altas, que tienen algo de cascabel; los viejos libros de misa de tapas de nácar transparente, con el descendimiento de la cruz en altos relieves que recuerdan la gracia de Gisberty. Cruces de oro para adornar la garganta unidas a su cintita negra, y en cuyos brazos se hundían clavos de brillantes; medallones guardapelo, con iniciales y piedras; cuadriles de miniaturas con retratos de aquellas damas de trenzas negras, ricitos sobre la frente, cejas en arco, ojos dulces y rostro color de cera virgen, coloreado de bermellón en los labios y de carmín en las mejillas, de manera que todas parecen ser siempre la misma, realizando un solo tipo de belleza irreal por lo perfecto de líneas y de entonación.
Las boquillas de plata, de las bolsas imperio, cerrando con las dos coronas y repitiendo en su repujado las rosas y el lazo de cinta estrecha, lazadas amplias y cabos armoniosamente puestos, tan inconfundible y característico.
Y al fondo, en la anaquelería, el brillo de porcelanas y cristales; la mancha de plata de algún Buda con su reposo grotesco, las manos cruzadas sobre la gran panza, que da la impresión de un Dios comelon, satisfecho en su gula, en el descanso de una digestión excesiva. El Dios bueno y tranquilo porque está harto y soñoliento.
Tal vez aquel fondo no estaba bastante calculado y ponía en la tiendecita algo de frialdad, con el brillo de los vidrios, el claro cristal de Venecia, con su punteo de color, el diáfano y grueso cristal de bohemia, sonoro como un carillón, con las franjas incrustadas de oro, que avaloraba esencieros y frascos preciosos; las copas de filo dorado, y aquellas otras en las que el buril ardiendo ha bordado encajes, que resaltan, lechosos, del aire cristalizado del búcaro, que aspira a ser invisible de puro transparente.
Se sentía allí bien Adelina, era como su mareo, su salón, siempre renovado y siempre suntuoso. No se quedaría vacío porque allá dentro tenía los grandes almacenes empolvados, con su olor a siglos y a humedad, bien repletos de todo, y en otro local enfrente el taller de las restauraciones y el depósito donde se apilaban rotos y deshechos, como montones de tablas para quemar, todos aquellos muebles que después de recompuestos eran el encanto de unos y la ambición de otros.
No podía disimular cierto legítimo orgullo, aquella era obra suya, de su esfuerzo, de su trabajo; lo había hecho ella día a día, desde aquellos no lejanos en que iba por las casas con una colcha, un collar o una perdiz de Alcora.
Asegurada de que todo estaba limpio, dio una rápida mirada al espejo de una cornucopia Luis XV, cuyo marco dorado a fuego, con los soles, los acantos y los pajaritos, se había recompuesto en más de cincuenta piezas. Estaba bella, aún fresca, de una frescura que hacía sentir pasar la vida por la trama de sus venas y sus músculos bajo la piel tersa y blanca. Sus labios se mantenían jugosos, rojos, gordezuelos, y sus ojos de color tabaco, conservaban la mirada dulce e inocente.
Arregló con su mano pequeñina y carnosa, cuyos dedos cortos desaparecían bajo el brillo de las piedras, los rizos de sus cabellos castaños, y acercándose a la boquilla del teléfono que comunicaba con su casa, llamó:
—¿Está ahí Saturio?
—…
—Mirad a ver.
—…
—Decidle que baje.
No tardó en aparecer un hombre galgo, tenía la silueta del galgo, largo, flácido, de hijares hundidos y huesos salientes, con la cabeza puntiaguda, la nariz de buen olfato, el hocico picudo, los ojos alargados y cerrados, de mansedumbre perruna, y el color tostado como el canela de los galgos.
—Mande la señora… —dijo inclinándose con una reverencia que dio la impresión de que se acercaba, cabeza baja, al cazador, meneando la cola.
—¿Ha ido usted a casa de Mme. Sutinier a buscar los géneros que se llevó?
—Fui anoche, señora.
—¿Qué dijo?
—Como siempre. Lo ha devuelto todo.
—Sí, como siempre. Ésta es de las que llevan las cosas, las lucen y luego las devuelven. Pero trae clientes… ¿Cobró la factura al señor de Bailles?
—Me ha dicho que vuelva esta tarde.
—¿Y el importe de la caja de taracea a Mme. Leblut?
—Lo he entregado a don Fabián.
—¿Qué va usted hacer ahora?
—Si la señora no manda otra cosa, voy al almacén a buscar abejorros y huchas para unos coleccionistas que los tienen pedidos.
—Es verdad… ¿Quiere hacerme el favor de alcanzarme aquel encaje que hay allí?
El hombre se estiró como el galgo que roba el pan de la mesa, dejando ver la consunción de su cuerpo, que parecía una armadura de alambre dentro de una americana y unos calzones, y le dio el encaje pedido.
Era un hermoso encaje de Chantilly negro, que sobre la red uniforme, mostraba la gracia del dibujo, los calados de sus florones y los delicados picos que lo festoneaban.
—Es preciso devolver este encaje a la Calabaza. No es legitimo.
El hombre tomó un extremo con su mano larga, arrugada y seca, tiró de un hilo de aquellos piquitos de la orilla, el hilo corrió y formó un asa en su dedo, mientras que la orilla se estiraba.
—En efecto —dijo— de ser legítimo el hilo no cedería, cada pico estaría rematado por sí solo… Y es lástima, porque es una bonita imitación.
—Burda, demasiado burda… —replicó Adelina, a la que sublevaban las falsificaciones que no preparaba ella.
El hombre no replicó, permanecía en pie callado y digno. Era uno de esos criados que se saben hacer respetar para que los dueños no se atrevan a mandarles demasiado. Tenía en su esqueleto algo de noblemente aristocrático, distinción de flaco, que imponía.
Adelina le dio el género que había apartado, y le dijo:
—Llévelo usted a las señoritas, que se vayan entreteniendo en arreglar eso.
Saturio tuvo otro gesto de besamano, y salió a llevar las telas y a buscar los objetos de los coleccionistas.
Era aquella manía de las colecciones otra forma de las chifladuras de los anticuarios. Existían coleccionistas de todo. Había quien coleccionaba abejorros de metal, de trapo, de celuloide, como otros buscaban escarabajos egipcios o cualquier clase de bichos, y había quien hacía colección de tinteros, de cajitas antiguas, de petacas, de miniaturas o de abanicos. Éstos eran los aficionados más corrientes, además de los coleccionistas de grabados y estampas antiguas, o códices viejos, con un deseo de arte bien explicable. Peto había coleccionistas raros, que coleccionaban zapatillas, alcancías o portamonedas, Las damas gustaban de coleccionar sortijas y abanicos. Una francesa tenía series de 675 sortijas para cada dedo, y las variaba todos los días. Los abanicos eran muy buscados para pequeñas colecciones de vitrina. Un señor belga, inmensamente rico, coleccionaba tirantes de hombre y ligas de mujer, pagando a precios fabulosos Las que tenían inscripciones tejidas en la cinta, como: «Eres hermosa como una rosa», «Viva mí dueño». Había dado mil francos por unas ligas españolas que tenían un ojo mirando hacia arriba de un modo procaz y el letrero: «Que te veo, morena».
A veces, la manía de las colecciones prendía en los mismos anticuarios, como si éstos, igual que los médicos alienistas, cayesen en la locura que los rodea.
Allí mismo, en la tiendecita de enfrente, el anticuario, un hombre de una figura aguanosa, tez pálida, pesado y lento, no vivía más que para su colección de camafeos antiguos. Tenía la mejor colección de camafeos de París, y no consentía en venderla ni descabalarla por todo el oro del mundo aunque esta afición fuese su ruina, porque lo que ganaba en las demás cosas lo gastaba en ésta. La contemplación de sus camafeos le hacía descuidar todos los demás trabajos. Se pasaba el día repasando su colección y había aprendido historia y mitología solo para comprenderla mejor. Estaba deseando cerrar la tienda para pasar las horas absorto en la belleza de todas aquellas piedras grabadas; recorría con los dedos las líneas finas de los perfiles romanos, acariciaba las cabelleras rizadas, se extasiaba ante las procacidades de los dioses. Una vez estuvo gravemente enfermo porque Fabián se negaba a venderle un Nacimiento de Minerva, esculpido en bajo relieve, aprovechando la veta blanca de una turmalina verde. Era una Minerva en el momento de salir de la cabeza de Júpiter armada con su casco, erguida y graciosa, como si quisiera demostrar que la virtud y la sapiencia no se oponen al amor. Era una Minerva voluptuosa. El anticuario suplicaba:
—La necesito para mi colección… tengo muchos nacimientos, Afrodita saliendo del Mar, Psiquis… No me consolaría si la perdiese. No tiene valor para nadie más que para mí.
Después de diez días sin dormir, aquel hombre que ignoraba su poco valor, dio 12 000 pesetas por la turmalina.
Era una verdadera chifladura. Existían coleccionistas de trajes antiguos, de papeles picados, de candados y cerraduras de puertas, de llaves de todas clases, de campanas con epígrafes, de timbres y hasta de sonajeras y chupones de biberón, se podía sacar partido de todo objeto; los anticuarios tenían una especie de respeto para todos, con los únicos que no transigían era con los filatélicos; eran éstos lo que les parecían los más idiotas de todos los coleccionistas. Se les aparecían como si en su comercio no hubiese siempre más que un engaño, como una cosa que se había inventado contando con la tontería de los demás y en la que todo era falso, menos la ganancia de algunos iniciados cuando ponían en circulación un nuevo sello de cualquier pequeña y olvidada república de las pampas.
Se había hecho una poderosa sociedad de filatelia en todo el mundo, una especie de carbonarismo absurdo; tenían revistas, bolsas, clubs; se escribían de unos países a otros para completar las colecciones de aquellos pedacitos de papel con rostros de soberanos o con las dichosas alegorías del pajarito verde del Ecuador o del sol del Perú y las pirámides de Egipto. Se creían que con tener aquellas estampillas, tenían el arte de los países a las cuales pertenecía. La colección de sellos de España, empezando por los de dos cuartos, con el retrato de Isabel II, tan atractivo y españolazo, con su rostro lleno, bonachón, y sus trenzas cruzadas, hasta los últimos de Alfonso XIII, pasando por los de D. Carlos, y contando el del Oso y el Madroño, pequeño paisaje tan justipreciado, era para ellos como tener todo El Greco, todo Velázquez y todo Goya, No hubieran dado por la Maja desnuda la colección de sus sellos.
Decían muy serios que sus álbumes encerraban una gran cultura. Un coleccionista de sellos podía examinarse de Historia y de Geografía, sin abrir un libro. Había en ellos siempre un ansia vanidosa de poseer lo que los demás no tenían, una aspiración suprema. ¡Oh, el sello de San Mauricio!
Muchos creían tener un capital; había quien además de la colección, limpiaba sellos y los empaquetaba por centenares para reunir millones, que creía de un valor extraordinario. Encerraban sus tesoros en cofres-forts, siempre temiendo ser… víctimas de un robo o de un asesinato, para apoderarse de sus colecciones.
Se sentían ricos, gozaban el placer de enseñar sus álbumes como los nobles de abolengo que pueden enseñar su pinacoteca, cuidando siempre de decir a los profanos, que no veían allí belleza que admirar, en que consistía el mérito y la excelsitud de sus pedacitos de papel grabado, que para mayor prestigio necesitaban estar sucios por el manchón de tinta del correo.
A veces señalaban las casillas vacías para hacer ver lo que valía un sello difícil de hallar. «Aquí el de dos reales de Isabel II, se cotiza en tres mil pesetas». «Aquí el de San Mauricio, 20 000 pesetas».
Bien es verdad, que cuando alguno lograba esos sellos raros, no encontraba quien los comprase. Todo el valor de sus sellos, todas las cotizaciones en bolsa, eran puramente nominales, imaginativas. Adelina lo sabía por experiencia, habían caído en sus manos muchos álbumes de pobres filatélicos que fueron llenando sus casillas muy amorosamente, y jamás había podido vender ninguno por lo que marcaba su precio. Llegó hasta arrancar los sellos para venderlos uno a uno, sin hallar tampoco compradores. Recordaba un álbum casi completo, con el sello de dos reales y el del Oso y el Madroño, que según la última de las cotizaciones oficiales, puesta al pie de cada casilla, debía valer algunos miles de duros, y que tuvo que vender por cien francos a un comerciante del boulevard.
Era todo una filfa, un engaña bobos que mantenían algunos vividores, de aquellos que se lucraban con la venta de los álbumes y con la publicación de las revistas, explotando a necios y desocupados.
No era como las otras colecciones que al fin y al cabo no engañaban a sus poseedores y en las que no existía más que un inocente capricho más o menos extravagante. Se hacían aceptar por el desinterés que existía en ellas.
La especialidad de Saturio, consistía en conocer a todos los coleccionistas; se dina que los adivinaba por el olor, con su olfato de galgo, de tal modo, que desde que lo habían admitido en casa, toda la basura arrinconada en los almacenes se convirtió en fuente de grandes entradas.
Para interesarlo, Fabián le había dado al principio un 25% en aquellas ventas, creyendo que no alcanzarían tales proporciones, y ahora se arrepentía profundamente de su ligereza. No se atrevía a quejarse porque estaba seguro de la desaprobación de Adelina, que no había visto con gusto la admisión de Saturio.
—Un día te va a pasar una cosa muy mala —le decía ella— por esa facilidad que tienes de meter a todo el mundo en casa.
En efecto, con su carácter arrebatado, Fabián se daba demasiado a todos, obedecía a un impulso de su buen corazón, pero se perjudicaba grandemente dejando por todas partes gentes descontentas. Hablaba de sus ganancias, de su generosidad, de su manera de gastar el dinero, despertando así esperanzas que no había de realizar.
Ofrecía regalos que no hacía nunca, con un aire de verdad y de seriedad admirables; y del mismo modo se comprometía en participaciones, comisiones y compras que no podía cumplir.
Tenía un prurito de hablar con todos, de confiarse a los desconocidos, de no guardar sus secretos. Una especie de venalidad regia, —de algún noble antepasado— le hacía cansarse de las personas que lo rodeaban y buscar siempre nuevos favoritos desconocidos, con lo que, a pesar de la providencia de Adelina, se llevó más de un disgusto y se vio envuelto en serias dificultades.
Era un atrevimiento haber admitido a Saturio, el vagabundo sin casa y sin amigos, que encontró en un viaje a Londres, en el Canal, llorando porque la policía no le dejaba entrar en Inglaterra por no tener el número de chelines que se exigían para pasar la frontera.
Fabián se compadeció del hombre flaco, le dio el dinero necesario para entrar, le compró la ropa que encontró más a propósito, porque toda le estaba ancha, y lo llevó como criado suyo al hotel.
La primera comida la hizo con él en un Grill Room quería gozar en su alegría de hambriento. Pero Saturio se mantuvo tan digno, tan sobrio, que lo defraudó.
—Yo soy como los héroes de Homero, —le dijo— rey en unas partes, mendigo en otras…
No se sabía quién era ni de dónde venía, su seriedad, su corrección, imponían respeto a Fabián, y apartaba de la intimidad a la familia. En cuanto a los criados, de un modo instintivo le reconocían una superioridad y le llamaban «Señor Saturio». Hasta para la comida no se habían atrevido a enviarlo a la cocina y comía en una mesa aparte, para cuidar luego de la tienda mientras venían los amos.
¿De dónde era Saturio?, ¿era griego?, ¿era italiano?, ¿era español, portugués o francés del medio día? Era moreno.
No se sabía más que eso, podía ser de todas esas regiones o de otras muchas. Era moreno, vivaz, a pesar de su forzada contención, y hablaba todos los idiomas con igual perfección y con igual acento extranjero.
Debía haber viajado mucho porque contaba muchas anécdotas de viajes, y nada era extraño para él. Conocía los usos de los grandes señores —de manera que a veces Fabián se sentía humillado— hablaba de bellas artes, de política.
Al fin, un día, les había revelado una parte de su vida. Solo permanecía en el misterio, dónde había nacido y qué había hecho anteriormente. Les reveló la parte pasional, la que lo destruía y lo mataba.
Y aquello le dio confianza a Fabián para admitirlo en su propia casa Saturio no era un revolucionario, tenía instintos aristocráticos y sobre todo tenía creencias. Se persignaba, rezaba, iba a misa. Tenía un libro de oraciones y un gran rosario a la cabecera de la cama, y jamás pasaba sin descubrirse por la puerta de una iglesia.
Tenía que ser bueno.
Además era fino, naturalmente fino, cortés con todos, con un gesto de gran señor, Fabián pensaba a veces en que era un noble arruinado que ocultaba su nombre.
La parte de historia que conocían era conmovedora.
Aquella mujer… —Antes de ella, nada, el vacío, su vida empezaba allí—. Aquella mujer…
No se sabía tampoco su vida anterior ni su abolengo. Era italiana, debía ser de una clase inferior a la suya, porque él contaba la generosidad de su casamiento, contra la voluntad de todos, su sacrificio, su renuncia a todo por ella…
Como no se sabía quiénes eran esos todos y en qué consistía ese todo, la imaginación lo creía un gran señor, quizás un príncipe alejado de su reino por el matrimonio morganático. Pero la historia parecía tomada de un libro de aventuras.
Ella era hermosa, una hermosura satánica, según él la describía, debía tener redondeces y nervios, ser voluptuosa, caprichosa, dominadora. Los primeros tiempos los pasaron en un vértigo de placer, viajes, grandes hoteles, lujo, teatros, relaciones con la sociedad cosmopolita de los turistas, que lo admite todo y no pregunta demasiado. Él había pensado después de este vivir alegre asarse los sesos, pero le faltó el valor, porque se sentía siempre rico y feliz con la voluptuosidad inagotable de su mujer. Cuando ella lo vestía con la seda de su cuerpo, se consideraba poderoso. A ella parecían gustarle aquellas dificultades de la vida, aquellas alternativas en que carecían de todo. Era entonces cuando ponía más ardor en sus abrazos, más pasión, le quemaba más. Quizás como hija del lodo, se revolcaba mejor en el lodo que en los colchones de plumas.
Él jugaba y con su varia fortuna mantenía la casa… ¿Dónde sucedía eso? No lo sabemos, pero en país donde no estaba permitido el juego porque cerraron la timba y acabaron con sus recursos.
Después fueron a España. Él entró de intérprete en un hotel y ella se ofreció de modelo a los pintores.
Pero era honrada, honradísima. Saturio no tenía duda, fue a él pura como la Madonna y él solo gozaba y se consumía en aquella voluptuosidad que era solo suya. Pero los pintores españoles querían un modelo para todo, tuvieron exigencias… ella cubrió su cuerpo de Fornarina, repartió unos cuantos puñetazos y declaró a su marido que era incompatible en España aquel oficio con su fidelidad.
Dejaron España y fueron a Portugal con una compañía de circo.
Saturio que había sido… que había tenido… que… era un clown despreciable que hacía reír a todo el mundo, ¡sólo por ella!
Y ella quiso también presentarse en el circo. Aprendieron un número los dos, unos trapecios… él daba, vueltas, hacía planchas, mil ejercicios arriesgados y peligrosos, ella se presentaba solo vestida de azul o de verde, con aquel trajecito masculino que le sentaba admirablemente, subía, se sentaba en el trapecio, a veces sacaba y levantaba el pañuelo. No se echaba de ver que no trabajaba, porque su hermosura alucinaba la atención de todos. ¡Era tan bien hecha, tan perfecta! Él poseía aquel tesoro que no tenían los reyes. Parecía un bronce maravilloso, tenía algo de lagarto con su traje verde… el azul, bajo la claridad del foco que la iluminaba con una luz de luna, después de una tempestad, luz mojada, le daba un aspecto tan lánguidamente sensual, tan penetrante, que los espectadores parecían electrizados aplaudiendo. Tenía la gracia de enviar con la punta de los dedos puñados de besos como palomas mensajeras, que cada uno recogía como si fuesen destinados a él. Cómo sería, que Saturio mismo por mirarla, cayó de cabeza y estuvo en el hospital entre la vida y la muerte.
Entonces pusieron en Copenhague academia de bailes… Si su difunto… levantara la cabeza y lo viera a él, a… Saturio, convertido en bailarín.
De allí pasaron a Londres, y un día su mujer no vino a la casa… Creyó que le ocurría algo malo… dio parte a la policía… fue a la Morgue. ¡La perra! No le había pasado nada, se había vendido al dinero de un inglés.
Fue detrás de ellos a New-York, pero cuando llegó, ya habían partido para la india. Desesperado, se metió en el primer barco que salía del puerto, y fue a parar a África, donde se ganó la vida como carpintero, entre los Hotentotes, y haciendo el contrabando de Wiski en las minas. Después vino a Europa. Era como una hoja de otoño que arrastra el viento… Ahora tenía esperanza de reunir algún dinero vendiendo objetos para los coleccionistas… ¡Ah, cuando tuviera dinero!… Iría detrás de aquella mujer, la recobraría, la… sus ojos echaban chispas, parecía que iba a decir la mataré, pero decía con el mismo furor, la perdonaré.
No conservaba un recuerdo de convivencia con ella, ni de ternura, ni de cariño. Lo dominaba solo la lujuria, que lo había dejado convertido en pavesa, en la que había reconcentrado toda su vida y que lo poseía aún en el recuerdo. Para él, lo importante era tenerla, gozar su posesión. Lo demás no le importaba nada. Con aquella esperanza, Saturio trabajaba, era delicado, fiel, sabía secundar admirablemente a Fabián, al cual dominaba en el fondo, aunque lo obedecía en apariencia.
Aquel hombre había sembrado una nueva inquietud en su vida.
A pesar de su miseria, parecía desdeñarlos como a comerciantes vulgares y sin importancia. Había que llegar al más alto grado, fuese cualquiera el camino que se emprendiera.
—Cuando se es quinto hay que pensar en ser general, todo cura debe aspirar a Papa, todo noble considera que puede ser rey…
Luego daba un suspiro, como si recordase un puesto muy alto, y decía con amargura:
—Serlo todo para renunciar a todo…
Un anticuario debía tener como ideal, poseer una de esas joyas únicas en el mundo, que hacen la fortuna de quien las posee. Había que descubrirlas o robarlas.
—Sacar una joya de esas de un museo no es un robo, verdaderamente —decía—. Los museos son como panteones de las obras de arte, están allí metidos en nichos, con sus cartelitos como epitafios, pierden su vida, su valor, se fosilizan.
¡Era tan distinta la vida de una obra de arte, fuera de la amalgama del museo!
Poseer una joya digna de hacer conmoverse a toda una nación, de interesar al mundo entero, era el ideal que podía perseguir un anticuario y no el de conformarse con vender bargueños, porcelanas, encajes y toda la vulgaridad, que ponía en sus tiendas, a despecho de lo variado de cada cosa, algo de bazar; y hacía que todos los objetos pareciesen el mismo siempre.
Fabián y Adelina sentían despierta, no solo su ambición, sino también su pasión de anticuarios.
—¿Pero cómo lograr una cosa así?
Saturio no lo hallaba imposible. Él no dudaba de encontrar medios. Todo era cuestión de dinero ¡La llave de oro abre los museos! Podría lograrse un Beato Angélico, un Leonardo, Un Miguel Ángel… Un capo lavoro auténtico, de esos que menciona el Vasari… Pero nadie tenía valor para decidirse.
En cada conversación la idea profundizaba más en el espíritu de los anticuarios. Había que tener un golpe de audacia, salir de la vulgaridad y asegurar su fortuna, para descansar después.