XXII. Inquietudes
Eran unos días angustiosos aquellos que estaban sufriendo, desde que tenían en su poder la deseada tabla. La idea de su responsabilidad moral y material los inquietaba.
A fuerza de convivir con objetos de arte habían acabado por saberlos apreciar, por amarlos. Ser depositarios del tesoro de uno de esos cuadros únicos en el mundo, les inquietaba. Adelina no se atrevía a salir de la tienda ni alejarse de la casa por ningún pretexto. No dejaban entrar a nadie en los almacenes, y con mil escusas no iban a buscar nada de lo que solicitaban los compradores.
De noche se asesoraban por sí mismos de que la tienda estaba bien cerrada, de que no quedaba ni una colilla de cigarro. Tenían miedo a la noche como si durante ella les fueran a robar su tesoro. Los dos tenían pesadillas terribles. Ya el hombre moreno que entraba en la tienda, pedía ir al almacén, y cuando se lo negaban sacaba su carnet de policía.
Otras veces eran escenas de las películas en que caminan bandidos en la sombra, los veían escalar el almacén y entrar para apoderarse de su cuadro.
La gran obsesión de Fabián era el incendio. Unas veces soñaba que al volver a su casa la encontraba descubierta, vaciá, sosteniéndose en las paredes maestras, sin techumbres ni divisiones de pisos: un esqueleto desnudo, medio calcinado, con paredes ahumadas, con balcones que guardaban los lametones de las lenguas de fuego. Paredes desconchadas, con piedras desnudas, renegridas…
Era como una mueca espantosa la mueca de la casa hueca, como un cascarón vacío, llena de luz que entraba por lo alto, por el hueco de su tejado desaparecido; e iluminaba los balcones, las puertas, las ventanas, como las calaveras a las que se les pone una luz dentro; tenían algo de cuencas de ojos vacíos, aquellos vanos, de mueca de boca desdentada e irónica: la mueca lúgubre y aterrorizadora, torva, torcida, falsa, de la faz macabra del Mellado, con su risa solapada y sarcástica.
Otras veces presenciaba toda la escena del incendio. Se soñaba dormido en su misma cama, lo despertaban los gritos de «¡Fuego!», experimentaba ese pánico de las piernas de trapo que se siente en las pesadillas en que se quiere correr, veía salir a sus hijas y a su mujer medio desnudas, no las conocía, las contaba una, dos, tres… Un cordón de bomberos no lo dejaba pasar. Él les suplicaba en vano.
—¡Dejadme! ¡Soy el amo! ¡Es mi casa!
Y convencido de lo inútil de sus esfuerzos gritaba con desesperación.
—¡Dejadme! ¡Dejadme pasar! ¡La Virgen! ¡La Virgen!
Era su pesadilla, su obsesión. ¡La Virgen! ¡Su admirable Fray Angélico! Salvar aquélla tabla hubiera bastado para compensarlo de todo. Estaba allá, en el segundo piso, en el almacén del fondo; quizás se podía penetrar aún allí, quizás podría salvarse. ¿Por qué se oponían a que entrase, él que era el dueño, a que entrasen todos los que quisieran, que se lo llevasen todo con tal de salvar el cuadro?
¡Oh!, el no haber campanas que gritasen «socorro», que dijesen con sus sones convencionales donde era el fuego, que inquietasen a sus amigos.
¡Oh!, aquel espíritu de su Madrid, donde no había indiferentes, donde vecinos, amigos, desconocidos, todos, acuden a prestar su auxilio.
Nunca como entonces veía el espíritu egoísta de la gran ciudad. Nadie se enteraba, nadie se inquietaba; si alguien oía aquel ruido de los coches de los bomberos que gritaban pidiendo vía libre, y llegaban con el ruido atronador del herraje y de sus inmensas moles, se volvía, tranquilo, en la cama caliente.
Cada hueco que llegaban a abrir los bomberos ayudados por las llamas que trabajaban desde adentro, lanzaba un torrente de humo negro, retorcido en tirabuzón detrás del cual brillaba la llama limpia, clara, bien emprendida y avivada por el aire.
¡Qué desesperación!
A veces creía conocer qué objetos eran los que ardían a fuerza de conocer su colocación. Adivinaba los estampidos de los cristales de Venecia y de Bohemia en aquellos estallidos claros, con ruido de tímpanos, que se escuchaban de vez en cuando. Iba viendo consumírselos capiteles corintios y las estatuas de mármol que se ennegrecían, se resquebrajaban; asistía al carbonizarse de aquellas estatuitas de marfil y hueso, tan costosamente labradas; sentía estallar sus porcelanas de Talavera, de Sajonia y de Sevres, y oían el chispotear de sus maderas preciosas, de los sillones españoles, de los lujosos bargueños, de los muebles Luis XV, de las consolas imperio. Todo lo que se quemaba allá dentro eran cosas preciosas, hasta aquellos muebles amontonados, desarmados, viejos, deshechos, en cuyas tablas secas y corroídas por la carcoma prendía el fuego como en yesca; tenían maderas auténticas, enterizas, antiguas, de siglos, que esperaban solo su restauración para volver a una lozanía superior a la de todo mueble moderno, agrio, verde y sin aristocracia.
Seguía el progreso del incendio con una clarividencia que solo ellos, que habían acariciado todo aquello con el amor que ponían en su comercio, podían tener.
Sus bandejas de metal repujado, sus fuentes de plata preciosa, ardían y se freían también para quedar convertidas en un montón de metal derretido e informe.
Y sus encajes, sus filet, los damascos, las colchas, los terciopelos, todo se prendía como papel, cuyas pavesas arrojarían en los turbiones de humo que lanzaban puertas y balcones.
Desaparecían así los cuadros, se consumían tablas y lienzos valiosos, en los que vivía todo un mundo de figuras, ejecutados por supremos artistas; se rajaban y saltaban como metralla los cristales de sus cornucopias, se retorcían entre las llamas los idolillos de bronce, se abatían carbonizadas las grandes estatuas. De las soberbias monturas de sus alhajas no restaba nada, las piedras dispersas entre los herrajes y los metales fundidos que quedarían entre las cenizas.
Y ardían también sus efectos familiares, sus libros de cuentas, el dinero depositado en aquel cofre que resistiría a las llamas, como si luchase con un ladrón esperando el auxilio que no llegaba.
Siempre había tenido fe en el auxilio de los bomberos, le parecían invencibles aquellas mangas de agua que lanzaban torrentes sobre la casa. Ahora las creía escasas, tardas, impotentes. Ellas lanzaban chorros de agua sobre el tejado y por los huecos que abría el fuego, pero el fuego no se aplacaba por eso, parecía enfurecerse más, a cada nuevo chorro de agua respondía con una nueva llamarada, más potente, más virulenta. Parecía como si en vez de agua las mangas arrojasen petróleo o gasolina.
El fuego había juntado todo allá dentro, no había ya separaciones de habitaciones ni pisos, se unía todo en la inmensa hoguera sagrada que consumía diosas y vírgenes.
Era un fuego más vivido, más lucido, aquel fuego alimentado por materias tan nobles. Las llamas parecían indicar de donde procedían en los diversos juegos y cambios de tonos.
Tenían un recuerdo de mar embravecido las olas de fuego que se sucedían por los huecos y se airaban sobre la techumbre, olas de alta marea que venían mansas, se hinchaban, se torcían sobre sí mismas, rizándose en esa especie de tortura en la que se retuerce el fuego como si él mismo sufriese de su ardor y su martirio, estallaban en la espuma rojiza de sepia ardiente que nimbaba la casa y luego se tornaba en la columna de humo blanquecino en la raíz, y pizarroso, violeta, castaño, nogal y negro intenso, según se remontaba y se perdía en espirales y en bullones, que tomaban las formas de las nubes, fingiendo espectros de cosas y de seres estilizados y fantásticos, en una macabra procesión, perdida en lo infinito.
A una ola sucedía otra oía. Las había violentas, que se retorcían como esas figuras dolorosas de Meunier, con contorsiones musculares, humanas y supremas; las había mansas, lánguidas, que parecían disipar el humo y lamer, acariciar, refrescar el muro que abrasaban. Se veían masas de fuego enormes, monstruosas, cabezas deformas de bestias inmundas que acometían las paredes maestras, como mazas que las quisieran demoler, el martillo de un Thor vengativo y terrible, de un Promoteo cruel y supremo. Otras masas de fuego se partían en llamas finas, estrechas, alargadas, lenguas de víbora que se extendían buscando donde inyectar su virus rojo, lengüetas lancetadas como sutiles láminas de acero que salían y se clavaban punzantes y malignas en la sombra de la noche.
Había llamas densas, y llamas ligeras y juguetonas, llamas ahumadas y llamas límpidas. Eran las llamas del objeto que empieza a arder y las llamas del objeto ya consumido, purificado, en brasa. Llamas que se alimentan ya solo del ascua de su propio fuego. Eran algunas como pétalos de una enorme flor de fuego, con el matiz más luciente del centro que se aclara hasta confundirse con el aire.
Había llamas de pavesas rojizas y manchosas, llamas que derriten metales con color encendido de lava, llamas en la que arde la madera; llamas color naranja y color de luz; llamas rojas de ascua y llamas amarillas y azulosas, llamas de iris, tenues y ligeras como llamas de alcohol. Llamas blanquecinas, llamas tenues, prendidas y alimentadas en ellas mismas: Espíritu del espíritu del fuego.
Pero en todas ellas, en todos sus juegos de luz, en sus tonalidades diferentes, había siempre una cosa destructora, de acometividad, de furor; embestían contra los muros y escalaban por ellos con acometidas de perros rabiosos.
Fabián quería gritar y no tenía voz. Estaba invadido el almacén, su cuadro; la obra maestra, era imposible ya salvarla. Su pasión de amador de las antigüedades se sobrepuso por un momento a su propia ruina. Se perdía allí ignorada aquella maravilla del arte que perpetuaría como un recuerdo digno de veneración la obra de Medrano, aquel facsímil que deberían tener todas las obras de arte.
Veía encenderse la tabla, acariciada, rodeada por el fuego, como si la respetase; con un deleite goloso de las llamas, que la reservaban para el final de su banquete. ¡Cómo huía con las llamas el azul maravilloso de su fondo, y su manto de estrellas! La carne suave y marfilina de la imagen parecía vivir, sonreír, la salutación del ángel se convertía en anuncio de muerte, que ella recibía tan resignada y dulce como había recibido el anuncio del misterio de la Encarnación. Recibía la muerte como había recibido al Verbo en sus entrañas. Cambiaba por el dolor de la muerte el dolor de la maternidad, más agudo aún, porque había de dilacerar su corazón.
Y las llamas prendían, prendían por la parte inferior del marco, avanzaban sobre la talla, consumían la vestidura amplia de la doncella arrodillada, hacían arder al ángel que se desvanecía en la luz como si volase al cielo, quemaban ya el cuerpo inmaculado en donde acababa de verificarse la fecundación; se movía la figura de la virgen, entre el espejeo y el rebrillar de las armas en su ondulación, de diferentes tonos e intensidades, entre la lengua del fuego. Sus manos cruzadas parecían defender los senos puros y nacientes; se la veía consumirse sin retorcimiento ni dolor, con su pureza, su estoicismo, su sonrisa casta y resignada. La ola de luz quemante envolvía sus senos, se la vislumbraba aún en el azul, se adivinaban todavía el manto de estrellas y las azucenas fecundantes, de polen divina que dejaban impresa la huella en el cuadro consumido de ese modo con que quedan legibles las letras en un periódico carbonizado… Después, nada… Unas astillas quemadas en el suelo, algunas de aquellas grandes pavesas que remontaba la fuerza sifónica y expansiva de la llama… Se había acabado todo… Los oídos ensordecidos de Fabián escuchaban como un ruido de campanas, un angelus que acompañaba la entrada de la Virgen-Mártir en el cielo: un Dei profanáis a la obra maravillosa del Monge de Fiesoli.
Nadie sospechaba el valor de lo que se había destruido allá adentro, lo único, lo insustituible, lo irreparable que era.
No tenía voz para gritar, se ahogaba, sollozaba, hasta que despierta Adelina lo movía dulcemente.
—¡Fabián! ¡Fabián!
Tardaba en despertarse, en darse cuenta… jadeante, sudando, le contaba su pesadilla, sin poder desterrar la mala impresión y se abrazaba a ella, enterrando la cabeza entre su seno, como un niño asustado, para volver a caer en otro terrible sueño.
No tuvieron reposo ni tranquilidad hasta el día que Mister Baik se llevó su Fray Angélico y depositaron en el banco el millón que, después de pagados todos los cómplices les quedaba a ellos libre.
Con un desinterés admirable Saturio se había contentado con 20 000 francos para ir a buscar a su mujer.
Lo veían irse con pena, por su utilidad, pero contentos de no tener presente a su cómplice. Era indudable que aquella sustitución quedaría desconocida siempre o a lo menos que ellos no serían inquietados. Saturio había tomado bien sus medidas y les aseguraba la impunidad. Se la aseguraba con razón, porque sólo él sabía que la tabla vendida a Mister Boik era la pintada por Medrano hábilmente retocada en Italia para darle el carácter de antigüedad. El Abate del monasterio de Fiesoli donde estaba el maravilloso Fray Angélico, no tenía noticias de la fábula tejida a su alrededor. Era Saturio el que por pasear la copia de Medrano se había embolsado el medio millón de la venta.
No sentía remordimiento por eso. Se indignaba con la idea de que aquella gente que nada había hecho, le pagase a él una tan mezquina cantidad, en el supuesto de que hubiese prestado el servicio que creían.
Se iba tranquilamente a Italia, donde lo esperaba su mujer, sirviendo de modelo a los pintores, desde allí se irían a Zaragoza, su tierra, y al lado de sus viejos padres, acabando su leyenda de príncipe misterioso. Después de todo la virgen pintada por Medrano valía tanto como la otra.
—En arte es todo cuestión de ilusión pensaba… y para ellos…
Sentía un desprecio profundo por los otros, desprecio de ser inteligente, desprecio de engañador a los engañados.