XI. Los parroquianos
Aquellos proyectos dieron mayor arraigo a Saturio en la casa. Cada día estaban más contentos, su comportamiento y de su fidelidad.
Tenía una gran pericia para las ventas y habilidad para engañar y conocer a los compradores. Esto era de las cosas más importantes en el arte de los anticuarios.
Se necesitaba mucha perspicacia para penetrar en la complicada psicología de los clientes; entraban como factores, la raza y la profesión de cada uno, y se hacía preciso conocerlos bien para darles el cañazo en el momento oportuno.
Además había una necesidad de acierto en el modo de tratarlos, que no podía ser igual para todos.
Siempre que entraba un inglés había que echar mano a las cosas toreras, muy del pueblo español, o a los recuerdos de Napoleón. Los recuerdos de Napoleón eran inagotables. Napoleón bebió en muchos vasos y usó muchos pares de calcetines. Así es, que siempre se encuentra en los anticuarios un vaso o unos calcetines de Napoleón, que se venden a grandes precios a los ingleses los cuales después de contribuir a destrozarlo aman tanto su gloria, y ponen en sus vitrinas esas prendas, sin pensar en lo que empequeñece a un grande hombre ver que usaba calcetines de lana azul.
A los americanos había que mostrarles las cosas aparatosas, los grandes armatostes, los bargueños carísimos, recargados de bronce, los arcones del Renacimiento con tallas de altos relieves; los grandes muebles de laca, los relojes suntuosos, con alguna particularidad de mover figuras al dar las horas; todas aquellas sillas majestuosas, las estatuas pesadas, las porcelanas grandes, las telas muy vistosas. Era la apreciación del arte por toneladas y relumbrones.
Había además que contarles la historia de todo lo que compraban, «en Francia todo tiene historia», —decían con esa afición a la historia de los pueblos que carecen de ella.
—Este gran espejo imperio, es de Mme. Recamier. Se les contaba la historia de la bella Julieta retirada del mundo, y proscribiendo los espejos de su retiro, allá en Suiza, para que nadie, ni ella misma, viera su decadencia.
—Este mueble de laca fue de Mme. Sevigne, y había que hablarles de su figura literaria, de que escribía en aquel secretaire sus famosas cartas.
—Este clavecín perteneció a la Princesa de Lamballe.
Pero el delirio llegaba a su colmo con una pluma, un encaje o una cajita forrada de seda, que hubiese pertenecido a María Antonieta.
Se había comprado en dos mil francos, una media de seda blanca, una seda fuerte y admirablemente tejida, que tenía bordada en seda azul una corona real, una eme, y un dos, M II, pertenecientes a la Reina Doña María Segunda de Portugal. No llegó a sus manos más que una sola, que la soberana se dejó olvidada en casa de su confesor. La compró un neoyorquino para ponerla en una pierna de escaparate en su vitrina.
Algunos eran escrupulosos para escoger. Les gustaban sobre todo los cuadros, no porque sintiesen con la pintura, sino por la vanidad de poseerla.
Equiparaban la gloria de poseer los objetos de arte con la gloria de haberlos producido y los ricos tocineros, pictóricos de dinero y de orgullo, solían decir:
—Nosotros nos llevamos a nuestra tierra todas las bellas cosas. Pronto vanos a tener toda la vieja Europa, metida en la joven América.
El mejor placer de Fabián era engañar a esos compradores presuntuosos. Les extendía su garantía de autenticidad de los objetos muy seriamente, bajo su responsabilidad, diciéndoles siempre que las casas serias no garantizan aquello de que no están ciertas; y así conseguía tener la mejor clientela de todos los americanos que temían a los engaños, ya demasiado visibles, de los italianos y los orientales. Él les vendía magníficos Goyas acabados de pintar, en Sevilla. Se reía pensando que aquel museo soberbio con que señalaba su orgullo era un museo de joyas falsas, compradas a peso de oro por aficionados cándidos.
Tan pronto como un pintor alcanza éxito tiene inmediatamente su doble, como Corot tuvo a Trouillebert, y una multitud de otros desconocidos para los otros pintores de la escuela de Fontainebleau, Había falsificaciones admirables de Fragonard, Boucher. Se abusaba tanto que se habían ya vendido en New-York ciento treinta y tantos Renoir y nada menos de diez mil Corot, lo que resultaba imposible, por rápido que fuese el maestro paisajista, pues para hacer las obras maestras que se le atribuían hacían falta cuatrocientos hombres, pintando doce horas al día. ¡Una fábrica! Del mismo modo se habían ya vendido para América algunas toneladas de tablas podridas convertidas en mesitas de costura o burós de María Antonieta.
Otros clientes importantes eran los nuevos ricos, los que habían improvisado fortunas y querían escalar una clase superior a aquella en que siempre habían vivido, dando alcurnia a sus salones.
El día que caía alguno de éstos era fiesta en la casa. Fabián mandaba traer algún postre o algún vino nuevo; le daba propina a los criados; regalaba a las niñas para que fuesen al cine y comprasen juguetes y chocolate.
Conocía al vuelo aquella clase de clientes. Aquellos señores tan empaquetados, las señoras de pelucas rubias y vestidos suntuosos, con joyas y gasas como si fuesen a una fiesta.
Hablaban mucho de quererlo todo antiguo, de desear lo original, lo chic, sin reparar en el precio y buscaban siempre las cosas grandes, los dorados, lo de relumbrón y efecto.
Algunos lo encargaban de amueblarles los departamentos. Había que ir a tomar medida de las habitaciones y de los huecos de cada una.
Para ellos eran los salones Luis XV con sus infinitos dorados, cornucopias, espejos y cortinajes. A ellos se les ponían las salitas imperio, tan simétricas, con un abuso de telas rosas y lacas blancas; se les vendían las grandes estatuas, los bustos de bronce y de alabastro, todo lo de mucho coste y poco arte.
Eran ellos los que compraban todos los libros antiguos o simplemente usados, tratasen de lo que tratasen, para llenar las bibliotecas.
Eran ellos los que se llevaban los damascos y los encajes para las colchas y los doseles de sus lechos; los que ponían pañitos bordados con cintas de seda en todas las mesitas, y especialmente en los aparadores del comedor; los que compraban las joyas caras, y los que adquirían la cristalería de Venecia y las porcelanas de Limoges o Sevres, las grandes piezas de plata repujada y los costosos frascos de Bohemia, con franjas de oro para sus tocadores.
Gustaban mucho de los grandes espejos de anchos marcos dorados. Compraban los cuadros por el asunto, sin reparar en la firma, y pagaban espléndidamente los retratos de prelados, de hidalgos o de nobles damas con el pañolito de encaje en la mano.
Acudía también la aristocracia de todos los países y la alta burguesía que se confundía con ella y que no respondía siempre a su tradición porque regateaban como cualquier mortal. Condesas del Boulevard Saint Germán, de aquella vieja aristocracia realista, que solamente transigía con lo auténtico de la época de la monarquía.
Fabián se pagaba mucho de aquella clientela, que no era la que más producía, y los conocía a todos. La tienda era la predilecta de la aristocracia.
—Es natural que así sea… me conocen todos… Yo me he criado con todos ellos…
El día que recibía la visita de algún noble español, tenía conversación, contando su vida y milagros, para una semana.
Una de sus mejores clientes era doña Pepita Martínez, una de las mayores fortunas de España que se había sacrificado casándose con un viejo calavera, por tener un titulo del reino con grandeza de España.
Había sido aquel el capricho de toda la vida de doña Pepita, pero había tropezado con la resistencia de Palacio. Fue inútil que los Reyes de Armas sacasen de esos archivos, en los que todos se pueden ennoblecer, partidas que probaban la descendencia directa de su linaje y le hicieran ostentosas ejecutorias. Fue inútil, que uno de sus mejores amigos, presidente del Consejo de Ministros hiciera todas las diligencias para obtenerle un título, que no se alcanzaba nunca. Era demasiado ostentosa su fortuna y demasiado conocido su humilde origen para que el ennoblecerla pasase sin escándalo. Pero ella, que al principio no quería más que aquel nuevo lujo, para llevar una corona bordada en sus pañuelos y grabada en la portezuela de sus coches, tomó un empeño serio con las dificultades. Había de ser grande España, entrar en Palacio, disfrutar todos los privilegios. Tenía tantos millones que podía escoger marido, y eligió aquel viejo Conde, emparentado a familias reales, creyendo que la había de imponer para ser invitada a todas partes, y que no le sucediese como a otras señoras, también intrusas en la nobleza, a las que las damas de palacio les volvían la espalda y se apretaban en corros donde no las dejaban penetrar.
Ella se hizo notar por su orgullo, llevando almohadones y sillones heráldicos, para colocarse frente a las tribunas regias en las fiestas públicas, y venciendo a todas incluso a las Reinas, con su lujo. Pero no pudo vencer la frialdad, cortés y acerada de todo aquel mundo, en el que se dilaceraban unos a otros, pero que estaban siempre de acuerdo en cerrarse a los intrusos y conservar sus privilegios.
Un día recibió el Conde una invitación para una fiesta.
—Fíjate —le dijo su esposa— en que no hay invitación para mí.
—Será un olvido.
—Es preciso aclararlo.
El aristócrata se puso al teléfono. Ella oía con el otro auricular.
—¿Es usted, Duquesa? —preguntó después de haber dado su nombre y pedir a la dama que lo oyese.
—Sí, Conde.
—No he recibido la invitación al baile de mañana para la Condesa… Sin duda se olvidó…
—No, Conde… es que la fiesta, por asistir los Reyes, tiene carácter cuasi oficial y la invitación está hecha al Presidente de la Academia de Filosofía, el cargo no tiene consorte… Esperando verlo… Adiós, Conde…
Se oyó aún una risita burlona en el aparato. La Duquesa sabía que ella escuchaba.
Prorrumpió en lágrimas y sollozos…
—Tú no irás, tú no irás donde han querido humillarme —le dijo a su marido.
—Considera, querida, que me debo a mi cargo. Van los reyes.
—Pero yo tengo un derecho a que me respetes… te lo exijo.
El aristócrata dijo fríamente, disgustado del ridículo:
—Hay cosas, querida, que no pueden hacerse… distancias… en fin, ya lo ves…
Ni él dijo más ni ella insistió, pero desde aquel día la Condesa volvió a usar siempre su nombre de Señora Martínez, y se apartó de la sociedad que la rechazaba poseída de una rabia que disfrazaba de desprecio. Viajaba continuamente y hacia una vida ostentosa. En Suiza, se decía que dio satisfacción a su deseo de aristocracia, subiendo al lecho del Rey de Grecia y que se levantó con una mueca de pilluelo madrileño descontento. Convencida una vez más, de que no vale gran cosa la sangre azul en ocasiones.
Era experta en antigüedades, sabía elegir, pero con, ella no se lograban gangas, a no ser que se encaprichase por alguna cosa, en cuyo caso no reparaba en precio. En cambio otras veces se hacía llevar telas y muebles a su casa y los devolvía después. Obraba siempre por pasión, por impulsos del capricho.
No eran los clientes aristocráticos los mejores. Eran preferibles los burgueses ricos; aquellos embajadores y ministros americanos, que amueblaban departamentos, que daban fiestas, y que se llevaban luego las cosas, embaladas en centenares de cajones, como lastre capaz de hundir un transatlántico, por el gusto de causar la admiración de sus patricios; y aquellos otros burgueses enriquecidos con ansia de lucir su fortuna, o bien los coleccionistas y los ingleses excéntricos, que daban el dinero, sin regateo, por cualquier mamarracho que les interesaba.
Entraban a veces hasta príncipes y reyes en la tiendecita. Allí estuvo, con la Infanta Eulalia, la Reina de Rumanía a comprar encajes góticos de España; allí habían estado muchos príncipes de incógnito, y hacía pocos días el Ex-Rey Manuel II de Portugal, con su figura débil, rubia, afeminada y triste, que revolvió todo el almacén, regateó un par de sillones del siglo XVI, y al fin se fue sin comprar nada.
A veces había clientes peligrosos. Los que revolvían todo y aprovechaban un momento de descuido para llevarse algo. Tenían una cliente cleptómana, una rica americana, que se había casado con un príncipe alemán arruinado, pero que no había logrado obtener la consideración de la Corte de Berlín y se había establecido en Suiza, en esa piadosa ribera del Lago Leman en la que se amparan reyes destronados y nobles desconceptuados para vivir en la paz de la sociedad cosmopolita y tolerante.
La Princesa había hecho allí su casa, vivía retirada en medio de sus criados, dando pasto a su imaginación de mujer ociosa con las rencillas y los chismes de la servidumbre. Poseía dos negritas jóvenes, que había traído de América y que no tenían idea de que en Europa no existía la esclavitud. Las tenía encerradas en un cuarto, desnudas, y se complacía en castigarlas cruelmente como su diversión preferida.
En las grandes solemnidades la princesa, que tenía una soberana hermosura, de mujer de los pueblos en formación, de anchas caderas, amplios senos y grandes pies, se vestía con un traje ostentoso, se cubría de joyas, se aponía en la cabeza su corona heráldica y se colocaba debajo de un arco voltaico, haciendo desfilar ante ella toda la servidumbre, a la que repartía propinas, más o menos cuantiosas, según lo complacida de sus servicios que estaba.
Tratando siempre con sus criados, y queriendo guardar la distancia social que los debía separar, la Princesa tenía arrebatos de cólera, o de ternura hacia ellos, una vesania que a veces elevaba favoritos y a veces se volvía iracunda contra ellos. Tal vez, en ocasiones se enamoraba de un ayuda de cámara o de un mozo de comedor, dominando con su orgullo su deseo y presentando ocasiones que el respeto les impedía abordar. Así, a los que había distinguido una temporada los aborrecía después; se contaban entre ellos persecuciones de la Princesa, hasta casos de muertes raras de esposas de sus servidores o de ellos mismos.
A veces, cansada de aquella sociedad de sus criados, que se alimentaba de chismes e intrigas, hacía un viaje, en el que siempre se veía envuelta en una aventura desagradable a causa de su cleptomanía. La tentaba todo pero en especial la plata. Si entraba en una tienda bahía de llevarse un encaje, una tela, unos guantes. Los que la conocían la dejaban hacer, poniéndole doble precio a lo que compraba, pero a veces se veía envuelta en serios procesos, que ocasionaban un descrédito mundial y le han restado sitios donde poder ir. En Roma estuvo presa por haber quitado unos candelabros de plata en la tienda de un joyero. En Viena sufrió un proceso por haberse apoderado del collar de perlas de una amiga que la acompaño al Teatro Real.
No podía ver un objeto de plata y estar tranquila sin robarlo. En ocasiones hacía que se los enviasen a su casa y desaparecía con ellos. El Príncipe solía pagar grandes cantidades por los objetos robados por su esposa, cuidando de que ella no lo supiese, para que pudiera gozar el placer de haber robado.
Iba depositando en su casa de Suiza todos aquellos objetos, cuyos sellos bacía borrar; se complacía ante sus aparadores llenos de objetos de plata robada; de patenas y soperas suntuosas, como los ilustres caballeros de la Edad Media gozaban con el botín conquistado en lejanas tierras por el mismo procedimiento.
Fabián, que ya la conocía, la dejaba penetrar sola hasta el fondo de su tienda, le ponía a su alcance aquellos cuadritos de plata repujada con escenas de vidas de santos. Le enseñaba los viejos ceniceros, las antiguas copas, los centros de mesa, los candelabros, con tal abundancia que parecía que no se notaría el robo. La princesa era feliz pudiendo llevarse aquellas cosas, que el anticuario aparentaba no ver sin perjuicio de ir después a visitar al Príncipe para pedirle el importe, excesivamente subido, de los objetos que se había llevado la señora y que el alemán abonaba sin regateo.
Cuando el anticuario tenía un objeto realmente valioso e importante, era necesario andar con cuidado para saber a qué cliente se le podía ofrecer sin que se ofendieran los otros. Entonces se necesitaba toda la habilidad para fingir un secreto y una preferencia para cada uno, arreglándose de manera que lo viesen todos.
Una vez logrado esto no tenía ya que molestarse en pedir, eran ellos mismos los que pujaban, se hacían la contra, ofrecían, intrigaban, hasta alcanzar la victoria que una compra en bales condiciones significaba.
Era un gran honor poder enseñar un objeto citando nombres de los más ricos aficionados, diciendo:
—Me ha costado cincuenta mil francos y lo querían Albear, Larreta, el Duque de Alba y la señora de Iturbe.
Luego venía la clientela más corriente. Las elegantes que buscaban joyas antiguas y encajes legítimos, porque la moda hacía odiosas las joyas modernas y los encajes a máquina. Se necesitaba que un devocionario, una sortija, un abanico, un pañuelo o un cuellecito de encaje no tuviese ese brillo de cosa nueva que borraba toda su distinción.
Había algunas caprichosas que se aficionaban por un objeto, y a las que solo conocían por esto, como la dama de los collares, la de los encajes, la de las sortijas.
El Marqués de Marianini, un noble italiano, iba siempre acompañado de una mujer alta, esquelética, de semblante demacrado, que no carecía de gracia, y cuyo cuello largo y delgado se conservaba mórbido y fino. Era una mujer extraña, con una boca bien dibujada en corazón y unos grandes ojos enlutados, sombríos, que parecían cubrir recuerdos tristes. Lo que la destacaba era su arte en vestirse siempre de negro, con manga larga y estrecha, sin adornos, sin encajes, sin un collar o una joya que quebrase la línea casi recta de su figura. Un largo descote en punta dejaba al descubierto su cuello y su pecho. La tez morena y el cabello negro contribuían a aquel aspecto sombrío. La luz se concentraba en los labios, en los ojos y en los aretes. Su capricho eran los aretes extraordinarios, que variaba casi todos los días. Ya eran grandes arracadas de oro, con alguna piedra incrustada; ya viejos aretes de plata con diamantes rosa que tenían algo de colgantes de lustre; ya topacios amarillos, llenos de esa mayor vida y mayor luz que tienen sobre las otras piedras amarillas; ya ojos de gato, con esa extraña fosforescencia de la luz que queda estriada bajo la cristalización. A veces eran perlas de todos tamaños, desde las grandes perlas montadas en platino o los menudos aljófares. Compraba lo mismo los zafiros que brillaban como estrellas azules que las esmeraldas de un verde limpio de agua corriente, los rubís encendidos como llamas rojas, las dulces amatistas o los corales y las turmalinas.
No era en el valor ni en la clase de las piedras en lo que a ella se fijaba, sino en lo original y excéntrico; Adelina le había vendido desde aros de cristal de color, hasta los grandes aros de oro de las campesinas andaluzas con un candado en medio.
El marqués se arruinaba con aquel capricho que le hacía pagar a grandes precios cualesquiera pendientes raros. Tenía hasta aretes de las vírgenes, y la misma Adelina, a pesar de ser una buena cristiana, le había proporcionado unos grandes aretes de perlas negras de la Virgen de Monserrat, de los que se había enamorado en un viaje a España.
Su colección de aretes antiguos de piedras raras, con extrañas monturas, causaban la envidia de todas las mujeres y el orgullo de su amante, que la exhibía, como a un anuncio de joyería.
La moda exigía que las joyas tuviesen historia. Una hermosa joya, reposando sobre el estuche de terciopelo en una joyería, les parecía a las refinadas una cosa horrible, una cosa agria como un fruto insazonado. Eran vulgares y burguesas todas aquellas joyas caras, sin carácter, que daban a las mujeres la apariencia de nuevas ricas; gentes sin distinción y sin arte.
Una joya para tener valor, debía tener historia. Un día en Copenhague vieron Fabián y Adelina en un escaparate un aderezo de corales y filigrana. No era muy antiguo, y a pesar de su trabajo delicado y de la magnificencia de su coral purísimo, y no lo hubieran mirado siquiera a no ser por el cartel. «Perteneció a la reina Isabel II de España». Entonces el aderezo tomó interés. Aquellas enormes pulseras que debían tener medio siglo, aquellos largos y pesantes aretes, el collar, que solo podría soportar un recio cuello de matrona; todo se valorizó a sus ojos. La joya conservaba algo de la realeza. Los compraron en muchos miles de francos, y los vendieron después en muchos miles de libras. Lo adquirió una lady inglesa de cuello de cisne, flaca y menuda, que no podría soportar su peso, y tendría que contentarse con guardarlo en su vitrina.
Hasta las joyas cuya procedencia se ignoraba, tenían una poesía sugestiva. No eran joyas nuevas. No era la piedra vulgar sacada de la mina y acabada de tallar por el lapidario.
Ésas eran piedras que conservaban aún su condición de piedra, su vulgaridad, a pesar de todo su valor. Las otras, estaban ya pulidas por el roce de una piel de mujer, parecía que debían haber vibrado y sufrido con ella, que habían adquirido algo de su propia vida en esa extraña comunión que hace revivir a las perlas enfermas, coa el contacto de un cuerpo de mujer, en el que inoculan su enfermedad, como si se estableciese una corriente misteriosa.
Cada joya de aquellas daba origen a fantasear una historia, o mejor aún a presentirla en líneas generales, vagas, informes. ¿Qué objeto tenían las joyas que no fuesen joyas de arte, evocadoras, ennoblecidas por la aristocracia de su antigüedad? No siendo así era un alarde de lujo, de mal gusto, ostentarlas solo por su valor. Este convencimiento suyo sabían llevarlo Fabián y Adelina a los clientes, fervorosos catequistas, llenos de fe y de pasión a sus antigüedades, hacían cada vez más adeptos, contribuían a su triunfo.
La clientela de artistas era la más descontentadiza. Generalmente entendían y buscaban lo original, lo raro. Eran ellos los que se llevaban las cosas estilizadas, estrambóticas, que los otros conceptuaban feas. Pero para cada cosa que se llevaban hacían veinte visitas, revolvían, regateaban. Eran los enamorados de las bellas telas antiguas, de los grotescos ídolos chinos, de los barrigudos Budas, de las tallas toscas y de todos los objetos raros.
A veces iban artistas extranjeros, y se notaba entre ellos un poeta portugués, pequeño, de nariz corva y facciones judaicas, con una gran barba de Cristo viejo, que iba siempre vigilado por la policía, a causa de su traza extraña, y que compraba los hermosos platos árabes de reflejos de oro, y las porcelanas antiguas del Retiro.
Luego venía la clientela más pobre. Las pintoras inglesas que buscaban casitas que les sirviesen de modelos para pintar paisajes con árboles de papel picado, y búcaros para poner margaritas.
Los que querían hacer un regalo modesto: un tintero de Talavera, una pulserita, una porcelana del Japón, de Rouan o de Capo di Monti; señoras que buscan un búcaro, un frasco de bohemia para su tocador, un cierre de bolsillo, un alfiler de esmalte.
Los aficionados sin dinero que revuelven en las cosas de segundo orden para adquirir un silloncito, una telita, un pajarito o una cosa de escaparate. Los que se llevaban para su gabinete una cornucopia, un cristal de Venecia O una de aquellas figuras de Talavera, sin más antigüedad que la adquirida en la tienda.
Meninas de Velázquez, con sus faldas huecas, el cuerpo perdido en su amplitud, cabezas siempre vivas, hombros caídos, y manos muertas, en las que apenas se sujeta el clásico pañuelo. Eran mujeres de trapo reproducidas por el pintor. Seducían por su actitud, en la que se leía la virginidad y la alcurnia principesca; por su reposo inexpresivo que dejaba lucir los colores tan limpios, tan brillantes, aquel amarillo de rastrojo requemado, de campo castellano, en las faldas amplias que sostenía el miriñaque; y de las franjas de sus corpiños y bordados, que tenían algo de azulejo.
Había Felipes Segundos blancos y fríos, como caballeros del Greco, que seducían a los compradores. Las perdices de Alcora, con su cabecita arriscada y su plumaje jabado hallaban siempre entusiastas en las damas que no habían logrado tener un loro vivo o una perrita inglesa. Eran una compensación.
Aquella clientela se llevaba los platos económicos, las porcelanas Directorio en las que aparecían escenas de un naturalismo que no recordaba en nada el dulce naturalismo helénico, y las lindas fuentes de mayólica, los ejemplares perdidos de las fábricas modernas de Marsella o de la portuguesa de Caldas de la Reina, con las figuras grotescas e irónicas de Bardalho Pineheiro, que hizo caricaturas de porcelana.
A veces había algún tímido que pasaba, miraba los escaparates, volvía a pasar y llevaba varios días rondando hasta atreverse a entrar y adquirir por unas cuantas: pesetas el objeto que le había interesado, sin regatear, ligero y como avergonzado.
Eran estos quizás los amadores más sinceros, los que se imponían sacrificios por conseguir aquel bibelot o aquella estampa antigua que había hablado a su sentimiento, que lo había conmovido y se tornaba una necesidad.
A veces, mientras resolvían el modo de adquirirlo o fluctuaban entre sus dudas, el objeto desaparecía. Era, una desolación, una tristeza la pérdida de aquel ejemplar único que no encontrarían ya y que ningún otro podría sustituir en su nostalgia.
Y todos los días había que tratar con toda aquella gente que, aunque se renovase, era siempre la misma, decía las mismas cosas y obedecía cuasi mecánicamente a los mismos principios.
Había que repetir, sin darse cuenta, cien veces los mismos argumentos, revolver cien veces los mismos objetos para llegar a la noche cansados, rendidos, ya sin, espíritu.
Después de comer, se cogía el fruto de todo el día con el balance. Las grandes ventas extraordinarias venían de tarde en tarde; era de los objetos corrientes de los que se había de sacar para cubrir los muchos centenares de francos, que el alquiler de almacenes y casas, y el sostenimiento de empleados y de la numerosa familia le ocasionaba.
Aunque vivían espléndidamente, con toda comodidad, y el negocio iba viento en popa, tenían que sufrir muchos malos ratos y no pocos apuros.
Había ocasiones en que el capital estaba empleado y las ventas no venían bien. Cuando en estos casos se avecinaba un fin de mes o el pago de una letra, se hacia preciso apelar a todos los recursos para solventar la situación. Tenían muchos miles de duros en los almacenes y ni un franco en la caja. No era cosa de malvender o de dejar traslucir apuros.
En aquellos casos Fabián se volvía débil y pusilánime como una criatura. Unas veces culpaba a su mujer de imprevisora; otras se echaba él mismo la culpa y hablaba de darse un tiro en mitad de la cabeza. Siempre acababa sus lamentaciones por ponerse enfermo, meterse en la cama y dejar a Adelina el cuidado de arreglarlo todo.
Ella siempre tenía crédito para ir a los bancos y que le descontaran letras, o para girar sobre los anticuarios que aceptaban el giro y le facilitaban el dinero.
En ocasiones, aquellos mismos apuros le valían a ella para hacer el pequeño negocio de prestarse a sí misma y cobrarse sus intereses. Porque Adelina tenía su peculio de algunos miles de duros ahorrados, a espaldas del manido, por lo que pudiera ocurrir.
Cuando lo veía sufrir por la incertidumbre del negocio, tenía cierto remordimiento, pero no confesaba su secreto. Sabía que una vez conocido aquel fondo de reserva entraría en el fárrago común y era preciso evitarlo, porque precisamente en aquel recurso basaba su tranquilidad. Pero luego, después de resuelto todo, entraba en la alcoba donde gemía Fabián. Hacia ruido, abría las ventanas para que lo inundase la luz, sin hacer caso de sus quejas, se sentaba en el borde de la cama y le arrojábalas letras pagadas, dándole ruidosos besos y sintiéndose feliz y contenta de su fortaleza para ocultar sus recursos.
Ella seguía amando a Fabián, a pesar de que había envejecido y estaba calvo y buchón. Para ella era el mismo muchacho ágil, su Marqués de los Forros Nuevos. Sentía por él la adoración de iniciada a su iniciador, y en la maternidad que le debía iba incluido el amor al que la hizo madre de un modo tan raro, que le hacía sentir hacia él ternuras maternales.
Adelina permanecía inmovilizada en el tiempo, jugosa, como esos embutidos finos que se envuelven en una hoja de grasa blanca, metía el brazo bajo el cuello de su esposo, lo acunaba cubriéndolo con su cuerpo exuberante, lo acariciaba, lo besaba ruidosamente. Se olvidaban de aquella prole numerosa en la cual, el hijo ya hombre y las hijas mujeres, parecían impedirles la pasión e imponerles la castidad.
Se escapaban a todo aquello y después de uno de estos triunfos, bastante frecuentes, huían cogiditos del brazo, para cenar solos en el cuarto reservado de algún restaurante.