IV. La ciudad antigua
Al fin, animado por su mujer, Fabián empezó a efectuar aquellas compras arriesgadas en las que no había realmente peligro de un mal paso, porque quedaba resguardada su responsabilidad por la que alcanzaba a los vendedores que eran siempre, un administrador, un párroco y a veces un obispo, que consideraban las antigüedades como un lujo inútil, con cuyo importe se podían remediar necesidades urgentes.
Decían que era una necedad eso de conservar el tesoro artístico de España, y no era cosa de que los condenaran a morirse de hambre mirando sus alhajas inútiles. El Gobierno debía comprar por su valor y llevase a los museos lo que no quisiera que saliese de la nación, pero ellos tenían el derecho de vender lo suyo.
Los anticuarios explotaban hábilmente esta buena disposición y las iglesias y conventos eran para ellos manantiales preciosos.
Aquel día, sin arredrarse por el calor, habían hecho su viaje a Toledo y al llegar a la Plaza de Zocodover donde paran los coches de la estación —especie de armatostes de tablas mal unidas semejantes a botas de sardinas, los cuales habían proporcionado a Fabián ocasión de no pocos chistes y dicharachos, entre el infernal estruendo de su traqueteo— encontraron esperando al agente que tenían en la provincia, y merced al cual habían hecho un ventajoso contrato para acaparar los trabajos de malla, deshilados y encajes, de los pueblecillos del contorno y de la serranía.
—Buenos días, don Fabián… Doña Adelaida ¿cómo va de salud?
—No vamos mal, no vamos mal —exclamó don Fabián quitándose el sombrero para limpiarse el sudor de la calva y del mofletudo y coloradote semblante; porque Fabián había perdido con los años su esbeltez de muchacho; sus visos juveniles y su porte aristocrático, convirtiéndose en un orondo burgués—. Pero lo primero es buscar en dónde meternos, porque en esta plaza de Zocodover cae un solecito capaz de derretirle la sesera al mismo Almanzor.
—¿Si quieren una fonda? —dijo el corredor.
—¿Cuál es el mejor hotel? —preguntó el anticuario.
—El Castilla es el más caro —respondió el hombre, juzgando que lo más caro sería lo mejor.
—Vamos allá.
La comida fue opípara, había corrido el champagne y Fabián recordó a propósito de los espárragos que le gustaban mucho a su amigo Pepe Canalejas y que la Duquesa de Nipor le pedía que no faltasen en el menú siempre que comía con ellos. Poco a poco el corredor, incitado por los agasajos, fue soltando sus secretos.
Había un convento que quería vender algunas ensillas. El Cardenal tenía unas mesitas florentinas de mosaico en piedras duras, regalo de Carlos III, cuando vino de Nápoles y quería deshacerse de ellas, pero muy en secreto, porque en cuanto se vendía algo, en seguida se echaban encima todos los periódicos, como aconteció cuando vendieron aquellos cuadros del Greco que había en la Capilla de San José. ¡Como si a ellos les importase algo! Sabía también de un señor que vendía unas lacas preciosas; había un antiguo patio de un palacio, enfrente de la Diputación, que ahora estaba convertido en cabrería, y que tenía unos azulejos que se podrían conseguir.
Fabián se puso contento con aquella perspectiva y con gran sorpresa de las gentes que había en el comedor empezó a cantar, dándole un gesto picaresco a su rostro gordinflón, y haciendo girar en redondo sus pupilas:
«Soy Argentina ché…
A Buenos Aires me voy…
Allí la reina de las… flores soy».
Y de pronto, cambiando de tono:
«Al ladrón del Presidente
le falta un diente.
¡Jesús qué horror!».
Tenía tanta bohomie de hombre gordo, que, a pesar de su procacidad, toda la gente rompió a reír. Los camareros y el dueño empezaban a mirarlo con ese respeto que las personas que se conducen con grosería conquistan en los hoteles.
—¿Se puede mandar traer un coche? —preguntó.
—Cuesta caro.
—Eso no importa. Venga el coche mejor que haya en Toledo para que se pasee esta reina —exclamó acariciando a su mujer, envanecido por su triunfo; porque otro de los flacos de Fabián, era el deseo de hacerse admirar ostentando una manía de grandeza—. Refería lo que le costaban sus compras, hablaba de sus ganancias; hacía notar el precio de sus camisas, de sus botas, de su sombrero y de su abrigo. Llamaba la atención hacia las ropas y alhajas de su mujer y continuamente ofrecía a todos regalos, que no efectuaba jamás.
Empezó a declamar versos que él mismo había compuesto:
«El Rey D. Juan primero de Castilla
se quedó dormido en una silla,
y su primo el Doliente
se durmió tristemente…».
—¿Tardará en venir el coche?
—Lo menos una hora; hay que mandarlo enganchar.
«¿Y qué me decís, pues, de doña Urraca?
¡Que el Cid la mecía en una hamaca!».
—Es demasiado esperar. Iremos poquito a poco. Lo mismo nos da estar aquí un día que veinte.
«A tu prima Dorotea…».
Salió cantando, contento de haber conseguido el efecto de opulencia sin haber gastado, seguido de su mujer y del Agente.
—Para algo han de servir estas calles tan estrechas. Dan sombra, exclamó siguiendo las tortuosas callejas de los cobertizos, como si caminase por un sótano. Éste será el lugar de paseo de las novias y de los cadetes en Toledo —añadió— ¿verdad? Porque aquí se irá bien con una gachí, ven y arrímate, reina gitana, que le pareces a Lindaraja en los andares.
—No seas tonto, Fabián —respondió de mal humor Adelina, que se resignaba penosamente con el carácter de su marido.
—Éste es el Puente de los Suspiros —exclamó Fabián, parándose en una de las bocacalles que dan a la Vega—. No falta más que la góndola para echarse a navegar por ese mar de sol.
Adelina miraba entusiasmada el espectáculo. Era en verdad un mar de plata líquida, aquella vega llena de luz quemante, con los rastrojos abrasados, entre los cuales serpenteaba el Tajo, manso y tranquilo, espejeando sus aguas de sol, con tonalidades de acero derretido y sin que nada hiciera presentir en él la grandeza del Texo lusitano.
El corredor se creyó en el deber de explicar el paisaje. Señaló hacia la izquierda.
—Allí está la Fábrica de municiones, y allí se hacen los adamasquinados… aquello de más allá es la capilla del Cristo de la Vega…
Se volvió a señalar a la derecha.
—Por aquí ese arco árabe es La Puerta del Sol, allí enfrente, ese grupo de árboles es el Sapillo… Ese barrio la Judería antigua… pasado el Puente de Alcántara, esas ruinas son del Castillo de Galiana… por allí está la Estación… Esa gran cruz que se alza en medio del montecillo la mandó poner el Cardenal para conmemorar el principio de siglo.
Adelina miraba encantada y Fabián aprovechaba la ocasión de ir recitando versos de Zorrilla, evocados por aquellos recuerdos.
«Está el Cristo de la Vega la
cruz en tierra posada».
O variando de entonación.
«Mas si han de expirar mis quejas
en tus rejas
No me las abras, Galiana noche ni día».
Y volviéndose a mirar el Alcázar.
«Un pueblo imbécil que dormita al pie».
El corredor se sonrió un poco ofendido en su amor propio por el recuerdo.
—Me gustaría ver el Cristo, con la mano desclavada —dijo Adelina.
—Podemos ir cuando caiga la tarde, precisamente hoy es Reviernes —contestó el hombre.
—Re… ¿qué? —dijo Fabián.
—Reviernes.
Explicó como ocho viernes después de la célebre fiesta del Corpus, que es el día más solemne de Toledo, las muchachas y los cadetes van a pasear por la Vega ante la ermita del Cristo.
Habían llegado a la plazuela solitaria del convento de los dominicos, donde gustaba Bécquer de ir a soñar. Aquel lugar tan dulce, tan apacible, hacía sentir su influencia sobre las almas.
Pero Fabián lo veía todo con ojos de anticuario. Era capaz de comprar y vender la población entera. Aquella Santa María la Blanca, antigua Sinagoga, el claustro de San Juan de los Reyes, y hasta las cadenas, si le apretaban.
Para hacer hora, cruzaron las románticas callejuelas del Depósito del Agua y fueron a ver la casa del Greco. Fabián se extasiaba. ¡Cuánto dinero muerto allí! ¡No sabían el tesoro que allí había! Fueron de Santo Tomé a la iglesia, que abrió el sacristán para mostrarles el «Entierro del Conde de Orgaz». El anticuario lo tasaba como si estuviese en venta. No querría más en su vida que llevarse aquel cuadro «el Quijote de la pintura».
Al salir, Adelina se persignó asustada de aquel Cristo, colocado en medio de la calle, con la cabeza inclinada y los pelos colgando, como un hombre ahorcado, se dirigieron a la catedral, para buscar el canónigo con quien habían de hablar de aquellas dos mesas de mosaico, que vinieran de Italia en tiempos mejores, y que quería vender el Cardenal, porque su Ilustrísima no se ocupaba de eso directamente.
Fabián entró en la Catedral, con la mirada recelosa del que piensa hallar un descuido para llevarse algo. Lo miraba todo como dentro de una posibilidad. Sabía por experiencia que todo era cuestión de precio, que no falta alguien con quien entenderse, para sustituir un objeto verdadero por otro falso.
Le hacía notar a su mujer el tesoro artístico de verjas y maderas, la suntuosidad de la construcción, la riqueza de las imágenes; aquella carnal virgen de la Estrella, mocetona humana y graciosa; y la sillería del coro de tan subido paganismo.
—¿Podríamos ver la sacristía y el tesoro? —preguntó Adelina, después de haber pagado tributo a la superstición, rezando ante la verja de la capilla del Santo Cristo de las Coberteras, y dando tres porrazos, para alcanzar la gracia pedida, en aquellos pedazos de hierro, en forma de coberteras, sujetos a la reja, y de los cuales la devoción de las beatas no había dejado ya más que dos o tres.
—Es el canónigo que vamos a ver para las mesas del Cardenal quien puede mostrárnoslos —respondió D. Ambrosio y tal vez encuentre alguna cosita que no sea de necesidad para el culto y pueda darla… pero no olviden que esto lo hacen porque yo los presento a ustedes y tienen confianza en mí… Es preciso que no se sepa nada… y que yo no pierda mi trabajo… uno es pobre…
—¡Calle, hombre! —interrumpió Fabián… ¡Ni que decir tiene! Ya sabrá usted con quien trata.
Pero el canónigo no estaba allí, se había ido a su Cigarral y no volvería hasta el domingo.
Entraron en la confitería de un Sánchez, uno de aquella dinastía de confiteros que ponían en su muestra Hijo de Sánchez, Sobrino de Sánchez, Cañado de Sánchez, en vez de poner Sánchez II y Sánchez III, porque todos querían ser sucesores en el mismo grado.
Un atracón de Yemas de San Blas y unas copas de Málaga pusieron de mejor humor a los anticuarios.
—Cuando me canse del negocio —decía él— compraré una de estas casas y la arreglaré a estilo de los reyes godos, como en la época de Wamba; y me vendré a acabar mis días tranquilo con mi mujercita. ¿No es verdad, pichona?
Adelina sonreía ¡qué terrible vivir allí! Con el contraste acudía más atractivo a su evocación el recuerdo de París, la ciudad amplia, donde parecía correr alegremente el viento de la libertad, tan distinto de este viento encañonado de los callejones.
¡Vivir en aquel tétrico Toledo, en aquellas calles estrechas, donde se espía desde las otras casas, entre aquellos Cristos en suplicio, con aquellos nichos donde la superstición de las mujeres arrojaba dinero a las imágenes que explotaban los dueños, y pedía devotamente crímenes, como cuando echaban alfileres de cabeza negra a la Virgen de los alfileres, porque ya que con uno de cabeza blanca buscaba novio, con el de cabeza negra las dejase viudas!
Le asustaba la soledad de aquellas calles cruzadas por beatas de faldas negras y por curas que le parecían beatas. Aquella corte de los milagros en la puerta de la Catedral: tullidos, enfermos, lazarinos, exhibiendo su miseria para excitar la caridad.
Hasta en la parte más brillante de la población había aquella impresión desagradable. Veía pasar las mamás con las niñas de ojos ansiosos, pobres monas inquietas seguidas de cadetes, que tal vez les harían conocer el amor, para defraudarlas luego.
Flotaba sobre toda la ciudad como un olor a pólvora, pero no pólvora quemada, sino pólvora mojada y mohosa, mezclada con pavesa de cirios y ese algo de benjuí pecaminoso que hay encubierto en el fondo santo del incienso. Eran todas mujeres de rostros recelosos, desconfiados, con olor a cura.
A pesar de todo, el encanto de su naturaleza, de sus recuerdos históricos, de sus mesones y sus calles pintorescas, de su ambiente de Edad Medía, de sus obras de arte, ella no podría vivir allí. Era como si aquella Catedral suntuosa ahogase la ciudad, aunque parecía ahogada para ella, al ver las casas que la rodeaban de tal modo, acercándose tanto a sus cimientos, como queriendo meterse dentro de sus muros. Era aquella Catedral sobre Toledo, como uno de esos árboles de ramaje negro cuya sombra da dolor de cabeza: como una higuera del diablo.