XVI. Buscando la maravilla
El negocio no se daba bien; no podían desenvolverse de aquella pillería de falsificadores, saltadores, engaños y mentiras, y sin embargo prolongaban su estancia allí. Se reían constantemente, con las mil travesuras, de las que ellos mismos eran víctimas, reconociendo la suma de gracia, de ingenio y de talento natural que en Andalucía se derrochaba.
—¡Qué hermosa raza! ¡Qué gran pueblo podía ser! —exclamaba de vez en cuando el francés.
—En sacándolos de esto ya se acabó todo —respondían los españoles, creyendo en su fatalidad de irredentos.
Había tipos verdaderamente curiosos. La afición a las antigüedades era general. Había un cura que iba de pueblo en pueblo y de convento en convento, diciendo misa para apoderarse de los objetos del culto, que unas veces compraba y otras veces se llevaba tranquilamente. En su casa se podían encontrar las mejores colecciones de copones, custodias, patenas, vinagreras y todos los objetos de iglesia.
Este tenía un imitador en un truhan, conocido por El Judas, un hombre bizco, de cuello corto, rechoncho, que se afeitaba la coronilla e iba por los conventos, fingiéndose sacerdote, para comprar antigüedades. En más de una ocasión había sido descubierto, pero en lugar de apurarse se había levantado los hábitos, para bailar un tango, con tanta gracia, que desarmó el enojo de monjas y frailes, quedando buen amigo de todos.
Pero ni aun comprando en las mismas iglesias, por temor a un sacerdote falsificado, podían verse libres de esos fraudes. Unas veces, los falsificadores, contaban con los sacristanes para adornar con alhajas modernas las imágenes o para introducir espadas y armas antiguas en las sepulturas, a fin de sacarlas en presencia de los compradores. Otras veces encargaban a las monjas o los párrocos que les guardasen objetos, que iban a pedirles acompañados del comprador a quien querían hacer víctima de su engaño, el cual no dudaba de su procedencia.
Había que tener gran cuidado de que no se supiera loe pueblos que iban a visitar para evitar que hábiles especuladores les precediesen, sembrando su camino de objetos falsos, sin que a nadie se le ocurriera pensar que llevaban sus engaños hasta aquellos lugares.
A veces se valían de aquel deseo común en los anticuarios de engañarse unos a otros. Salían a los pueblos ya venida tenían todos noticias, iba a recorrer la comarca comprando joyas esmaltadas del siglo XVI y marfiles antiguos. A los pocos días después se ponían en circulación marfiles modernos y joyas fabricadas en Viena o Berlín, imitando las antiguas, y todos se apresuraban a comprarlas para ofrecérselas al anticuario, al cual esperaban en vano día tras día.
De no ser por Fabián hubiera caído Huquet más de una vez en el engaño de comprar objetos empeñados en las casas de préstamos, de cuya existencia le avisaban misteriosamente los corredores. Era muy común que los tratantes empeñasen en el Monte de Piedad alhajas falsas, imitando antiguas, que luego iban a pujar, el día de la subasta, y nunca faltaba quien al observar que se las disputaban las pujasen también. El Monte, cómplice sin saberlo de este fraude, daba la diferencia de lo que se sacaba del objeto y lo que dio al empeñarlo, a los hábiles embaucadores.
Todo aquello era interesante para los tres amigos, en especial para Huquet. Se sentían, además, felices en sus vacaciones de maridos.
—Conviene descansar unos días —decía Aznar—. Al fin y al cabo en el matrimonio la esposa es una señora que entra de visita y no se va nunca. Yo, recién casado, me sorprendía de encontrarme a todas horas con mi mujer, en todas partes, en la cama, en la mesa… y a veces llegaba a decirme: ¡Pero todavía está aquí!
—No diga usted eso —exclamó Fabián—. Yo no sé estar sin mi Adelina, estoy tonto, sin sombra… el mejor día me voy a buscarla.
Huquet callaba atento a vaciar una botella y pensando siempre en qué medios podría emplear para llevarse a doña María Coronel.
—Y usted ¿qué dice a esto? —le preguntaba Aznar.
—Gusto mucho de Mme. Huquet, —repuso en su castellano bárbaro— pero todo estar muy bueno. Aquí se toma manzanilla y aceitunas aliñás en lugar de café con leche.
—Sí, pero no me negará usted que es un gusto sentirse libre.
—Siempre lo soy.
—No tener que darle cuenta a nadie si se llega tarde a la hora de comer… poder dormir solo, volviéndose del lado que uno quiera… en una cama que no tiene el olorcillo de la cama de todos los días.
—Todo eso es verdad —contestó Fabián— pero yo quiero mucho a mí Adelina.
—Yo también —afirmó el francés.
—Y yo —dijo Aznar—. No parece sino que yo he dicho que no quiera a mi mujer. Sobre todas las cosas… Pero estos descansos hacen quererlas más. De catorce hijos que hemos tenido, la mayor parte vinieron al mundo después de cada viaje.
—Si ahora sucede lo mismo.
—Ya estamos viejos. Eso ustedes.
—Puede —dijo Fabián pensando en el empeño de la esposa de su amigo en que se quedara Mr. Marcel.
Y aquel recuerdo, con su manía de celoso impenitente, lo puso de mal humor.
Empezó a recordar a todas las personas que estaban cerca de Adelina. Era aquella propensión a los celos un tormento. Un día que un cliente le contó que se había divorciado porque su esposa, a la que él creía casta e inexperta, le había pedido una lámpara roja para su alcoba, coincidiendo con una petición común en las mujeres fáciles que había tratado, Fabián encontró que tenía razón, y se acordó de que Adelina le había hecho igual petición. Aunque quería no darle importancia pensaba:
—Diablo de mujeres, cómo se parecen todas. Se inquietó de tal modo, que tuvo una temporada de serios disgustos con su mujer.
Pero lo cierto era, que a pesar del amor a su esposa, todos tenían amigas sevillanas, a las que paseaban en coche descubierto, tocadas con mantilla, peina alta y rosas en el pelo.
Se gastaban el dinero en las Ventas, aquellos merenderos célebres de las afueras, donde iban todos los forasteros y toda la gente alegre de Sevilla, y donde resonaban los ecos de una perpetua juerga, los acordes de la guitarra y las castañuelas y los jipíos del cante jondo.
Las amigas les habían hecho transigir con los amigos. Aquellos hombres morenos, atezados, tallados en nervios, de rostros aguileños, grandes ojos negros y talle desgarbado, con ese aspecto de languidez y desgaire de la raza andaluza, esa dejadez que en vano tratan de imitar los elegantes y que le da una elegancia tan natural a todos sus movimientos. Movimientos armónicos, movimientos curvos, en vez de las duras articulaciones de goznes, que hacían parecer a su lado a los extranjeros como muñecos de palo.
Fabián andaba metido entre una turba de obreros restauradores, a los que les ofrecía llevarlos a París para montar allí un taller de restauraciones y fábrica de antigüedades.
—¡Qué obreros, son artistas admirables!, —decía.
—Si no fueran gandules —contestaba el francés.
—Es que en dos horas que trabajen, hacen más que los que tenemos en París —respondía.
En efecto, aquellos obreros entendían de todo. Ellos habían hecho una colección de mesitas ratoneras, esas mesitas pequeñas, que la moda convierte ahora en asientos. Las hacían de tablas antiguas con herrajes de época, incrustadas en concha, metal y marfil, que eran una maravilla.
Tenían a todos trabajándoles de prisa para justificar delante de sus mujeres las compras y los gastos, que no eran pocos.
Pasaban el tiempo emperezados, entre sus noches de juerga y sus días lánguidos, yendo de café en café y paseando por la calle de la Sierpe, que es la Puerta del Sol o el Boulevard de los italianos de Sevilla, donde pasaban el tiempo piropeando a las mozas y tomando copas con los amigos.
Hasta Huquet se había comprado un sombrero de picador.
Solo Fabián seguía preocupado con los obreros. El maestro hacía unas tallas que podían pasar por esculturas de Montañés, a fuerza de imitar a sus Cristos, había acabado por hacerlos ya sin esfuerzo, de tal modo que costaría trabajo distinguir las copias de los originales poniendo unas al lado de otros. Tenía unas manos admirables para hacer aquellos muebles mudéjares, que ilusionaban a los norteamericanos y a los ingleses. Un obrero así era un tesoro en su negocio, más aún siendo inteligente en épocas y tan diestro en las falsificaciones y en las restauraciones.
Pero era difícil convencer al maestro para que dejase su taller. Era un tipo extraño en Sevilla, el de aquel obrero agradable, calmoso, serio, que pensaba lo que había de decir y hablaba despacio con dignidad y mesura. Era un hombre que no pensaba más que en trabajar, y que no salta jamás del lado de su mujer, sin hacer caso de las burlas que eso pudiera provocar allí, en aquella tierra donde ser formal era un defecto y el amar a su mujer una ridiculez. Se reían de los hombres enfaldados. Una de las características era ocultar el amor a la esposa, tratarla con dureza, para hacerle comprender tanto a ella como a los otros, quién llevaba los pantalones en la casa. Los hombres tenían que hacer alarde de que la mujer no los dominaba.
Pero aquello no rezaba con el maestro Juan, él estaba siempre al lado de su Paquita, una mujer redondita y pequeña, oliendo a salud y a ropa limpia, que era como una sombra, un eco o un reflejo del marido, con el que siempre estaba conforme en todo.
Era difícil que aquel matrimonio se decidiese a dejar su hogar, y Fabián extremaba cada vez más sus ofrecimientos, que ya empezaban a tentarlos.
—Así podrá tenerte mejor —decía él a su mujer.
—Y dentro de un par de años no trabajar tú tanto —respondía ella.
—Pero hay que ver lo que se hace, que estos señores suelen prometer mucho y luego… —decía él con su desconfianza andaluza.
—Claro —respondía ella— que habría que agarrarse bien con un anticipo y un contrato.
Las otros obreros en cambio, estaban entusiasmados de pensar en ir a París, con triple jornal del que tenían allí, asediaban a Fabián, que, con su carácter impresionable a la lisonja, se dejaba vencer, y trataba de legitimar su capricho convenciéndose y convenciendo a los demás, de que sería el colmo de la fortuna hacer restaurar tanto mueble de valor como tenían rotos y deshechos en los almacenes.
Las tallas del maestro Juan eran un tesoro que podían explotar sin que él se diese cuenta.
Aquella tarde, en vez de ir a la venta Eritaña, la habían destinado a ir a Itálica. Tenían la ilusión de hallar algún objeto sacado de las excavaciones y oculto por los trabajadores.
No iban solos, habían llevado a aquellas tres mujeres con las que vivían en perpetua fiesta, sin quererse confesar que comenzaban a aburrirlos.
Tres mujeres bellas, pero sencillas como niños mal educados, sin interés ninguno. Decían siempre las mismas cosas, repetían los mismos gestos, atentas a sacar la mayor ventaja, con un amor empalagoso que querían hacer ardiente, como prometían sus ojos de tinta, sus cabellos de azabache y sus bocas de labios gordezuelos y rojos, pero en cuyo fondo había el desaliento de la falta de pasión, y el abandono lánguido y frío propio de las andaluzas que no están enamoradas.
Parecían buenas muchachas disfrazadas de cocotas. La que acompañaba a Huquet, no era ya joven. Una mocetona madura, de una feminidad casi bestia, respirada y transpirada en toda su carne, que reía siempre con unos dientes de loba muy blancos.
La de Aznar, era una niñita de unos catorce años, delgaducha y vivaracha; y la de Fabián, una flamenca, desgarrá, de lo más conocido en los merenderos de Triana, con la voz ronca del alcohol y los ojos lucientes y extraordinariamente grandes.
Se habían metido los seis en un solo coche. Aznar iba en el pescante llevando casi en brazos a Lolita, que palmoteaba sin cesar agitándose en el asiento. Dentro, Fabián y Huquet iban medio adormilados, al lado de las dos mujeres, que habían tomado la postura típica de las giras en coche, cruzando las piernas, medio tendidas en los asientos, con los brazos pasados alrededor del cuello de sus amigos, y canturreando coplas maliciosas al compás de las palmas de su compañera.
El cochero, acostumbrado a aquello, parecía indiferente a todo; menos cuando se aproximaban a algún ventorro, a cuya puerta no dejaba de parar para entrar a refrescar con un trago de vino.
Era una parada de un cuarto de hora en cada una de aquellas estaciones que se sucedían con demasiada frecuencia. Las mujeres saltaban al suelo y bebían también, como si hubieran tenido interés en emborracharse todos, los obligaban a ellos a que bebiesen.
Ya el cochero no se tenía bien y le costaba trabajo subir al pescante.
Las mujeres habían empezado a disputar entre sí, empezando con sacar a relucir intimidades curiosas.
Los tres amigos en cambio se sentían como adormecidos entre las palmas, los cantos y el alegre cascabeleo de las colleras, que resonaba más violento entre el silencio solemne, pesado, que rodeaba a Sevilla, silencio como de una naturaleza muda y muerta en la que hasta los ruidos más fuertes se amortiguan y dan idea de rasgar algo denso, que es aquel silencio envolvente. Era la misma clara transparencia de la campiña romana, la misma diafanidad del aire: el campo sin accidentes, el suelo matizado y uniforme.
La tarde andaluza como la tarde romana predisponía el ánimo para hallar la ciudad vieja, que sale de nuevo a la luz del sol, con ese destino de las ciudades enterradas que vuelven a aparecer.
De pronto paró el coche en una especie de barranco, al lado de un montecillo de piedras.
—Itálica —dijo el cochero.
—¡Itálica! —exclamaron los tres a un tiempo.
Saltaron a tierra, ayudaron a descender a las muchachas que se les echaban en brazos y tendieron la vista en derredor. No veían nada.
—Es por ahí —dijo el auriga, señalando un túnel natural entre las piedras.
Penetraron en él, uno detrás de otro, hundiéndose en la humedad de la tierra y llegaron a las ruinas de un viejo anfiteatro, dispuesto como el clásico coliseo de Roma, pero sin desescombrar, sin haber hecho más que descubrir el centro, sin separarlo de la tierra, sin aislarlo, sin hacer nada para librarlo de que toda el agua caiga en él y lo convierta en un pantano y lo destruya rápidamente.
Las tres amigas admiraban la obra, que había resistido a los siglos.
—Debía ser una hermosa ciudad —dijo el francés.
—Aquí cabían 40 000 espectadores —añadió Aznar.
—Fue una colonia romana fundada en España por Scipión —endilgó Fabián, que no perdía ocasiones de demostrar su cultura y empezó a declamar subido en una grada, mientras un viejo guía explicaba:
—Por aquí subían las fieras… Aquí estaban los cristianos… Allí…
Las mujeres seguían la explicación con ese ansia de melodrama que hay en la mujer del pueblo español.
Luego Aznar empezó a lamentarse de que allí no se hiciesen excavaciones, no se trabajase y se dejara todo en aquel estado de abandono.
—Tenemos aquí una Pompeya y no le hacemos caso —decía.
Los tres tendían la vista por el campo creyendo ver como los Zahoris ven el sitio donde hay agua, el lugar donde están los templos paganos, con sus columnas, sus altares y sus dioses.
—Aquí estarán —decía Aznar: dando con el pie en la tierra— los teatros, el foro; habrá una vía de las tumbas, existirán las lujosas casas patricias… pero en toda la extensión no se ve más que la capa de tierra que hace a los hombres gandules porque produce sin que la trabajen.
Huquet preguntaba:
—¿Pero no hay vestigios de la ciudad? ¿No se buscan?
—Sí, se han encontrado cosas interesantes —repuso Aznar, en el cual dominaba siempre el orgullo de español— y sin embargo las obras están paralizadas.
—Yo daría un millón si supiera que había de encontrar aquí una Diana o una cabeza, como esa de tierra cocida, con alto tocado, que hay en el Museo… Es lo único comparable a Madama Coronel.
—¡Y qué mosaicos!, —agregó Aznar—. Pero el gobierno prefiere que todo se pudra ahí debajo a dejar que busquen libremente.
Los tres seguían mirando la tierra como si esperasen una revelación. En cuanto a las muchachas, bailaban y palmoteaban en el centro del anfiteatro, como santas decadentes que esperasen al león.
Un hombre alto, flaco, que andaba como ladeado para cortar el viento, por miedo de que el viento se lo llevara, se acercó a Aznar. Se quitó el sombrero y le dijo:
—Yo he venido hoy aquí solo por hablar con usted.
—¿Sí?, ¿eh?, —respondió el anticuario escamado.
El hombre sin desconcertarse, replicó:
—Sí.
—Bueno. Usted dirá…
—Quiero que me oiga usted dos palabras a solas.
Aznar estuvo por replicar:
—No llevo suelto.
Pero se aseguró de llevar bien cerrado el chaleco y se apartó a un lado.
—Yo tengo —dijo el hombre afilado, con aire misterioso— una estatua de Diana igual a la que hay en el Museo sacada de aquí.
—¿Qué dice usted? —exclamó Aznar dando un brinco.
—Digo que es igual que aquella, con las piernas largas, como si fuera a echar a correr…
—¡Pero cómo es posible que usted tenga esa Diana!
—Al decir que la tengo no quiere decir que sea raía.
—¿Quiere explicarse?
—La tiene el capataz de las obras, que la escondió en su casa y que la mostraría a gente de confianza.
—¿Y dónde la tiene?
—Aquí cerca… se va y se viene en un día…
En los oídos de Aznar resonaba la voz de Huquet diciendo: «Daría un millón por una Diana como aquellas».
Le tentó la avaricia y convino con el hombre que al día siguiente irían a buscar la estatua.
Sus dos amigos y la mujeres se habían ya subido al coche, y él seguía hablando con el desconocido. Empezaron a llamarlo a voces. Las palmas y los cantos rompía en un contraste de mal gusto, el silencio de camposanto y sobre todo se alzaba la voz de Fabián cantando su canción favorita:
«Al ladrón del Presidente
le falta un diente.
¡Jesús que horror!».