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Los Anticuarios: XVIII. Restauradores

Los Anticuarios
XVIII. Restauradores
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. Adelina
  4. II. Los comienzos
  5. III. Trapero distinguidos
  6. IV. La ciudad antigua
  7. V. En el convento
  8. VI. ¡Que encantador es el duque!
  9. VII. La tela de araña
  10. VIII. La calle de París
  11. IX. Chifladuras
  12. X. La tienda
  13. XI. Los parroquianos
  14. XII. Ambición
  15. XIII. Los que venden
  16. XIV. La gran comida
  17. XV. Sevilla
  18. XVI. Buscando la maravilla
  19. XVII. La Diana
  20. XVIII. Restauradores
  21. XIX. La subasta
  22. XX. Veraneo
  23. XXI. La anunciación
  24. XXII. Inquietudes
  25. XXIII. Lo invencible
  26. Autor
  27. Otros textos
  28. CoverPage

XVIII. Restauradores

Fabián había realizado su proyecto de llevar los obreros de Sevilla a París. Aunque había tratado de convencer a Adelina, ésta vio con cierto espanto llegar aquella tropa española, que tendría algo de húngara, por su contraste con el medio. Se componía del Maestro Juan con su esposa y otros seis obreros, cuatro de dios de 25 a 30 años, tipos del pueblo andaluz, morenos, altos, enjutos, de cabellos y ojos negros, rostros aguileños, y continente torero. En todo esto les aventajaba Joseiyo el más joven, de unos 20 años, que entraba en Francia como conquistador, exagerando su flamenquismo, con el sombrero ancho de medio lado y el pañuelo encarnado puesto de corbata. El otro, Frasco, era el más viejo, unos cincuenta y cinco años, semblante torvo, que procuraba hacer agradable con un gesto complaciente, y resultaba trágico a causa de la mella de su labio superior, al que le faltaba un pedazo en forma de triangulo equilátero, con el vértice debajo del agujero derecho de la nariz y la base sobre el labio inferior, de manera que el hueco dejaba ver la dentadura en una horrible mueca macabra.

Fabián había alquilado un hotelito aislado, a espaldas de su casa y en él había instalado el almacén de muebles viejos, el taller y los obreros. Entre éstos, la numerosa familia de Fabián y la servidumbre: otro criado y tres criadas jóvenes, se formaba un verdadero pueblo español.

El hotelito rodeado de una verja, en medio de un gran patio donde se alzaban viejos árboles seculares, cuyo ramaje rasaba las ventanas del segundo piso, envolviéndolo en sombra y frescura, resonaba todo el día de cantos, de risas, de voces, de rumor de conversaciones en voz alta, con esa expansión chillona de los españoles, que escandalizaba y molestaba a los vecinos de aquellas otras casas tan cerradas y silenciosas.

Era inútil el esfuerzo de Adelina y las prevenciones de Fabián. Los españoles reían y chillaban siempre. Cuando salían en grupo por la calle, las vecinas entreabrían las ventanas, asustadas del ruido, pensando en alguna manifestación y exclamaban con cierto despecho.

—¡Son los españoles!

Fabián mismo estaba aturdido, no eran aquellos los mismos obreros que él había conocido en Sevilla, aquella buena gente sencilla, obsequiosa, trabajadora; se los habían cambiado al pasar la frontera, al trasplantarlos.

Sólo Juan y Paquita continuaban siendo el ejemplo de matrimonio unido y enamorado de siempre. Ella conservaba dentro del matrimonio una castidad de doncella que le hacía ruborizarse de todo y él la mimaba y la trataba como a una niña, con una cortesía rara en la gente del pueblo andaluz. Ambos se dirigían siempre la palabra con respeto y ternura; y jamás disentía uno de la opinión del otro. Ni ella era capaz de mirar a ningún hombre ni él a ninguna mujer. Cualquier diversión o entretenimiento se les hacía odioso sino estaban juntos. Eran los únicos que habían conservado su equilibrio y su sensatez, entre la ola de voluptuosidad que pasaba sobre el barrio. Aquellos cinco mozos españoles que comían bien y trabajaban poco, excitados por el cambio de ambiente, por la idea de la mujer francesa, que las narraciones de unos y otros les habían hecho concebir, impresionados por aquellos tipos de mujer exótica que no les eran familiares y de las que decía Frasco:

—En estas madamas hay menos cantidad de mujer que en nuestra tierra, pero hay más cantidad de hembra.

No pensaban en otra cosa, ni tenían otra conversación a pesar del rostro serio del maestro Juan, al que todas le importaban poco, y no quería que aquellas palabrotas llegasen a oídos de Paquita, que cuidaba del bienestar de todos, como una buena madre de familia.

Pero los obreros hablaban de mujeres noche y día y todos los momentos que tenían libres eran para perseguir a cuantas tenían cercanas. La cocinera, Genoveva, era novia de Manuel el criado, y suspiraba por ella Antonio, uno de los obreros.

De las dos muchachas, María era la novia de Joseiyo al que le ocultaba que el señorito Enrique le daba pellizcos cada vez que la encontraba al paso y no le podía entrar el desayuno por las mañanas, teniendo que ser Rosa la que lo llevaba porque era mas decidida y se defendía a puñetazos. Ésta estaba indecisa entre Luis y Pedro, otros dos obreros que se habían enemistado por ella. El otro obrero, Faustino, se entendía con la mujer del carnicero, y hasta el viejo Frasco andaba detrás de las cocineras y de las criadas de la vecindad, poniéndose el pañuelo en la boca para tapar su mella, pero tenía poca fortuna en sus pretensiones.

El que más partido tenía era Joseiyo, con su pantalón ceñido, la chaquetilla corta con alhamares y el chaleco bordado; el pañuelo rojo, sujeto por una sortija sirviéndole de corbata y el típico sombrero ancho. Tal vez su éxito no era personal, como él se creía. Era genéricamente español. Esa pasión por las tradiciones y leyendas españolas que apasionaba a las francesas y les hacía cometer locuras por ellos. Al ver los españoles que tenían allí éxitos y se casaban con mujeres ricas y bonitas, Frasco sentía aumentarse su despecho y solía decir:

—Sería un negocio lucrativo traerse un cargo de españolitos para casarlos con estas madamas, cobrándoles una buena comisión.

Una pintora inglesa había pedido permiso para hacer el retrato de Joseiyo, una buena Miss alta, sin formas, una con enorme cabeza de rostro rosado y cabello rojo, que parecía una de esas cabezas de muñecas que sirven de muestra a las peinadoras baratas. La pobre señora manifestaba una admiración por su modelo que hacía suponer a los maliciosos que había en ella algo más que admiración.

El muchacho se ponía furioso con aquellas bromas, pero en el fondo, experimentaba una satisfacción al sentirse deseado, una especie de satisfacción femenina, que le hacía ponerse hueco y tener cierta coquetería con la artista, aunque afirmaba:

—Como este esperpento me diga algo, le doy un puñetazo en la boca del estógamo.

Ninguno pensaba en trabajar, era como si soplase sobre ellos una ola de lujuria, avivada por la mezcla de razas.

Se habían hecho soberbios levantiscos y hasta descorteses; estaban siempre murmurando, disgustados, y el trabajo apenas adelantaba.

El que atizaba la discordia continuamente era Frasco el Mellado. Indudablemente un defecto físico determina una psiquis, y lo convulsionaba para el mal. El secreto de la vida de aquel hombre estaba en su labio partido, en aquella mella que convertía su semblante en una mueca espantosa.

Su falta de belleza, siendo un hombre extraordinariamente aficionado al bello sexo, había amargado su vida. No había sido amado jamás, lo habían soportado esas pobres mujeres de destecho que lo aceptan todo, con dolorosa indiferencia, pero jamás correspondió a su pasión ninguna de las que él había deseado.

Muy joven, una tía suya que quiso seguirle carrera, lo quiso en el Seminario, pero su defecto físico fue un impedimento. Tal vez fue esta la primera humillación que sintió de niño y engendró en él la revuelta y el odio clerical, que lo llevó más tarde hacia la más extrema izquierda.

Cuando le tocó la quinta tuvo que ir a servir al rey, llegó a sargento, y unió a su carácter díscolo, huraño, sombrío y receloso, toda la grosería de los cuarteles. Una riña con otro compañero provocó su salida del ejército. Dejó de vestir el uniforme, pero no dejó de ser sargento. Tenía las palabrotas groseras, los gustos ordinarios. Todo lo más selecto de sus fiestas eran las comilonas de carne en calderada, rociada con peleón.

Vago como soldado y seminarista, maldecía la necesidad de trabajar en su oficio, y había adquirido un aire de hombre encerrado en sí mismo, independiente en su pobreza, desdeñoso de todo, cuando estaba en el fondo lleno de infinitas ansias que sólo su gran soberbia le hacía ocultar.

Aquel martirio de llevar siempre el pañuelo a la boca para empapar la baba, lo agriaba cada vez más, como si su mella destilase veneno.

Era él quien atizaba la discordia en los otros. Pintaba a todos los anticuarios como enriquecidos por ellos. A cambio de aquellas quince pesetas de jornal ellos les daban una fortuna. Los explotaban de un modo inicuo, aquello no era justo. El lujo y las diversiones de los otros eran para él como un insulto.

A pesar de que tenían comodidades, se quejaban siempre.

—En la casa de los amos se está mejor —decía— allí hay buenas butacas y buenas camas.

—Tampoco están mal las nuestras, señor Frasco —contestaba Faustino, que era el más equilibrado, aunque un poco aficionado al aguardiente.

—Para el que no ha visto otra cosa todo está bien —replicaba el viejo—. Tú estás contento con esta casa y esta bazofia.

Sí, Faustino estaba contento, comía carne en todas las comidas, buen vino. El sueldo le daba para buen tabaco, vestirse y ahorrar alguna cosilla, que era lo principal, y no ahorraba más porque su novia actual era muy bonita y tenía una boca para consumir bombones que lo arruinaba.

—Qué son aquí quince francos —decía—. En Sevilla que ganábamos tres pesetas, esto nos parecía mucho, pero hay que ver lo que allí se hacía con tres pesetas. Aquí no hay para nada… Y luego la gloria del sol que nos hemos dejado, que no se paga con ningún dinero. Esto es una mazmorra.

Por la mente de todos pasaba como un resplandor el recuerdo de su ciudad clara, de su cielo azul y su sol de llamas; involuntariamente se volvían contra Fabián que les había estafado, llevándolos bajo aquel cielo gris plomo de París, Eran como ricos venidos a menos, despojados de su fortuna, que ven gozar al ladrón. Debían pagarles su sol, sus estancias en un patio enflorado, con su surtidor de agua corriente, y los ratos en que escapaban a las Ventas con una mujer a beber unas cañas, comerse un arroz y oír a un castizo tocarse y cantarse unas soleás.

En aquel estado de ánimo todo les parecía mal.

—Estas carnes no son sustanciosas —decía uno.

—Estas verduras están deslabazadas —añadía otro.

—Parece que todo el pan es farfolla que no alimenta.

—Y luego estos guisos. Me comería un gazpacho de pepino con medio kilo de longaniza de mi tierra.

—Daría un dedo de la mano por un plato de aceitunas aliñás con boqueroncillo frito.

—Me comería una moraga de sardinas acabaitas de pescar.

Los días de fiesta las quejas aumentaban. ¿Dónde ir en aquel París que no conocían? Hasta las mujeres, que tanto los habían deslumbrado al llegar, eran objeto de su censura.

—Estas madamas son como los palmitos, en quitándoles los trapos no queda nada.

—No saben más que ensenar las piernas.

Frasco llegaba a censurar su limpieza.

—No huelen a mujeres, huelen a perfumería.

Solo Joseiyo, en su condición de trovador afortunado las defendía. En España no se quería más que mujeres que supieran poner el cocido y llevar la falda caída, aunque fueran zafias e insoportables.

—No saben ustedes lo que es canela —decía—. Vaya si son maestras… Solas en el mundo.

Aquello exacerbaba los celos de María y las peleas entre los dos amantes eran cada día más frecuentes, con gran escándalo de Paquita, que pasaba la vida encerrada en su cuarto.

Todo aquel malestar, aquella intransigencia, aquella falta de interés en el trabajo no era maldad ni propósito deliberado en ellos, era la falta de su sol, los inutilizaba aquel ambiente de París. Para ser lo que siempre habían sido necesitaban su Sevilla.

Era solo a Juan al que la nostalgia le inclinaba al trabajo. Su único vicio era tomar dos veces al día aquellas tacitas de café reconcentrado que le servía su Paquita, moviéndole la azúcar con la cucharilla, tan tiernamente como la enfermera que asiste a un niño chico.

Recordando su ciudad amada imitaba en una soberbia talla el Cristo de Montañez, trabajando sin descanso; lo evocaba de memoria con una exactitud asombrosa, tallaba con trazos de gran escultor en aquel leño viejo que Fabián le había dado para hacer la imagen.

Por él tenía que aguantarlos a todos, pues según su contrato de trabajo, todos se harían solidarios en el caso de que despidiesen a uno.

En verdad que por poco que trabajaran ganaban el jornal. Los muebles viejos salían convertidos en antiguos de sus manos, con una habilidad insuperable. Fabián tenía la seguridad de que eran irreemplazables.

Pero cada día hacían surgir un nuevo conflicto que Fabián tenía que solucionar; ya por una pelea de Joseiyo y María no había quien guisara; ya habían reñido Pedro y Luis y era preciso ponerlos a buenas; ya se había puesto malo Pedro y se necesitaba otro que hiciese la parte que le estaba encomendada. Eran continuas las peticiones de dinero. No faltaban pretextos: una boda, una enfermedad. Necesidad de hacerse ropa de abrigo. Había que enviar a las familias.

Era aquello lo que desesperaba a Fabián y le hacía sentir deseos de prescindir del taller de restauraciones, pero Adelina, que había intimado con Paquita, lo defendía ahora como una cosa necesaria, unida a su comercio. De los disgustos que los obreros le proporcionaban no quería saber nada, y cuando él se empeñaba en hacerle oír sus lamentaciones, solía responderle cruelmente:

—¡Te lo tienes bien merecido!

Desesperado para librarse de todos aquellos disgustos y de las recriminaciones de Adelina, el carácter infantil de Fabián halló el recurso de fingir ataques apopléticos.

Cerraba los puños, apretaba, contenía el aliento y, sus ojos se inyectaban de sangre, sus venas se hinchaban, se ponía rojo y se dejaba caer dando quejidos, rechinando los dientes, o fingiéndose muerto.

Adelina no se engañaba, veía la ficción que había en todo aquello, pero se conmovía profundamente ante la imagen de la enfermedad, tal vez temía que la atrajese con la ficción. El caso es que su bondad se sobreponía a todo y se dedicaba a cuidarlo. Le daba fricciones, le ponía sinapismos, le propinaba drogas, que él tomaba paciente, soportándolo todo con la voluptuosidad de sentirse cuidado.

A veces fingía delirios.

—¡Una araña! ¡Veo una araña a los pies de la cama! —gritaba incorporado con los ojos muy abiertos y cara de espanto.

Otras veces aullaba:

—¡Vienen perros, llegan, me van a morder, Adelina mía, cierra esa ventana, defiéndeme tú que me quieres!…

Gozaba en la oscuridad reposando su cabeza ardorosa de la brega en la carne marmórea y fresca de su mujer, de aquella indina que no envejecía, como exclamaba en sus momentos de celos.

Un día su delirio fue tan grotesco, que hizo a todos estallar en una risa, cuyo contagio sufrió.

—¡Me voy a tirar por el balcón!, —exclamaba— ¡quita ese espejo que veo una calavera!…, —y de pronto— ¡que me como la cómoda!

Contagiado con la explosión de risa afirmaba muy serio:

—Mi enfermedad debe ser nerviosa, porque al sentir reír me he curado por completo. Arréglate, Adelina, que nos vamos a pasar una juerguecita a Saint Cloud como dos enamorados.


«Por eso en Calasparra los
difuntos no tocan la guitarra».

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