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Los Anticuarios: VII. La tela de araña

Los Anticuarios
VII. La tela de araña
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. Adelina
  4. II. Los comienzos
  5. III. Trapero distinguidos
  6. IV. La ciudad antigua
  7. V. En el convento
  8. VI. ¡Que encantador es el duque!
  9. VII. La tela de araña
  10. VIII. La calle de París
  11. IX. Chifladuras
  12. X. La tienda
  13. XI. Los parroquianos
  14. XII. Ambición
  15. XIII. Los que venden
  16. XIV. La gran comida
  17. XV. Sevilla
  18. XVI. Buscando la maravilla
  19. XVII. La Diana
  20. XVIII. Restauradores
  21. XIX. La subasta
  22. XX. Veraneo
  23. XXI. La anunciación
  24. XXII. Inquietudes
  25. XXIII. Lo invencible
  26. Autor
  27. Otros textos
  28. CoverPage

VII. La tela de araña

Aquel viaje tuvo consecuencias desagradables, además del disgusto que le dio Adelina a Fabián se encontraban ahora metidos en un proceso peligroso.

A los pocos días de haber visitado Illescas con la recomendación del Canónigo, como duques de Olivenza los cuadres del Greco, que había ido a ver fueron robados.

Una desdichada casualidad quiso que dos penados del Presidio de Cartagena se declararan, por esos días culpables del robo de un collar y unas joyas antiguas, en combinación con un rico comerciante del Rastro y con Adelina.

La cosa se complicaba; venía a agravarla la venta del cuadro de Ostende y la queja de una mujer, que aprovechando el que le habían roto un cuadro que dejó casa del anticuario, por torpeza del criado, decía que era una maravilla y pedía ante los tribunales una fuerte indemnización.

Sentían en torno suyo Fabián y Adelina, aquella tela de araña, aquella red sutil que tiende la ley, cuando no se une a la justicia, y en la cual aprieta a los que aparecen culpables con más fuerza cuanto más inocentes son.

Predisponía en contra de ellos su buena suerte. Fabián había pedido la excedencia de su destino, trabajaban y ganaban, el éxito es lo que menos se suele tolerar.

Su tía, la viuda de Marchamalo, no le perdonaba la muerte de la primera esposa, como si él fuera culpable, lo hacia aparecer como un hombre de malos antecedentes, casado con una mujer ambiciosa, capaz de todo, como le probaba el desenfado con que sabía trabajar, y como tenía embaucado al marido.

Los otros anticuarios tampoco le eran propicios. Unos le tenían envidia y otros una enemistad personal engendrada por los chistes y las burlas de Fabián, que no dejaba a ninguno tranquilo.

Como había entre los anticuarios bastantes que eran conocidos por sus gustos femeninos, Fabián los había confirmado a todos con nombres que corrían por su mundo, provocando risas y burlas. Particularmente uno, al que llamaba La Rumbosa, era solo conocido ya con este nombre. Él los molestaba explicando aquella anomalía por la utilidad que les reportaba para conseguir los mejores objetos de los conventos de frailes.

A otro coleccionista de objetos de plata, que tenía un reuma en un brazo, le había puesto Muley Jarapa el Manco, con tanta fortuna, que hasta los clientes solían preguntar:

—¿Es esta la tienda de Muley Jarapa?

—¡De Muley Demonios! —contestaba el anticuario esgrimiendo un garrote, lo que daba lugar a escenas en las que no pocas veces tenían que intervenir los guardias.

Así es, que ahora todos se negaban, nadie respondía por él, y en sus declaraciones aparecía siempre como un hombre de conducta dudosa.

Luego, aquella mujer del cuadro tenía influencia, y aunque se te probaba la mentira de que lo hubiese tasado ninguna Academia de Bellas Artes, como ella sostenía, los magistrados estaban ostensiblemente de su parte.

En el asunto de los cuadros de Illescas, la cosa era complicada; habían usado títulos que no les correspondían, habían engañado con ellos a personas respetables; existía una falsificación de estado civil.

Todo hacía presumir que fuesen ellos los ladrones o que tuviesen parte en el asunto, porque nadie podía, creer en la vanidad tan simple, en medio de todo, que lo llevaba a querer pasar por aristócrata.

Aquellas tarjetas hechas de antemano, eran prueba de premeditación, de que no se trataba de una broma inocente. La sobrina del canónigo, enfadada por haberse dejado pellizcar de un simple anticuario, fue de las que declararon más encarnizadamente en contra suya. Las reticencias y los apartes con su mujer que había notado; la turbación de quien prepara un mal negocio que no escapó a su perspicacia.

Y en aquel momento era otra acusación contra Adelina, que tuvo que esconderse para escapar a la cárcel, mientras se arreglaba el depósito en dinero para la fianza provisional.

Los dos penados fueron conducidos de Cartagena a Madrid para prestar declaración.

Contaban con todo lujo de detalles el robo, el escalo, las cosas que había en la habitación, cómo escaparon. Todo.

—¿Qué móvil les induce a hacer ahora esta declaración? —les preguntó el juez.

—Un deber de conciencia —dijo, poniéndose todo lo serio posible uno de los dos bribones— que no quede impune ese delito y se paseen entre personas decentes los que deben estar en presidio como nosotros.

—Y que se nos tenga en cuenta la buena obra para mejorar nuestra situación, —agregó el otro, conjeturando que serian más creídos, hablando en nombre del interés propio que de la moral.

—¿Quiénes fueron sus cómplices?

—Ya lo hemos dicho —el comerciante del Rastro, Ángel Pérez y una señora, que se entiende con él y que tiene tienda de antigüedades en la calle del Barquillo.

Contaban cómo los había buscado Ángel, sus entrevistas en la taberna, donde iba también la anticuaría, una real hembra, que traía loco al Pérez… Cuando hicieron el robo le entregaron a ella las joyas; los estaba esperando sentada en un banco del Prado.

Conocían perfectamente a Ángel y a Adelina, por haberles vendido antigüedades, así es, que en el careo los reconocieron cuantas veces se presentaron, afirmando con cinismo todas sus mentiras.

—¡Sois unos infames! —exclamaba Ángel rojo de cólera—. Me acusáis de un delito que os consta que no he cometido, esto es como si quisierais decir que soy el de la mujer del saco o el chato del Escorial.

Los bandidos reían solapadamente.

—Ya no te acuerdas la noche que tomamos churros y culos de aguardiente con esta moza, —exclamó uno.

—Entonces no iba vestida así —dijo el otro, no llevaba ese chapiruli que lleva ahora, sino una capa y un velillo.

—Así estaba cuando le dimos las joyas en el banco del Prado.

Adelina, avergonzada y confusa, no hacía más que llorar.

En el público, para empeorar su causa, la mujer de Ángel, convencida de las palabras de los bandidos en lo que tocaba a sus celos, berreaba:

—¡Conque era verdad!… ¡Se iba con esa bigarda por las tabernas!… ¡Ya le quitaré yo el chapiruli cuando salga! ¡Los debían de ahorcar!

Fue preciso llevársela de la sala y que Fabián la convenciera de que todo era una conjura para perderlos.

La mujer no quería convencerse y juraba:

—¡Si usted es un consentido, yo no lo soy! Por estas cruces —besaba sus manos cruzadas— que le he de arrancar el moño.

—¿Cómo no os quedásteis con las joyas —preguntó el juez—, una vez en vuestro poder, en lugar de ir a entregarlas?

—Habíamos tomado dinero y nosotros cumplimos como hombres honrados —contestó el aficionado a la moral.

—No teníamos medio de venderlas como ella y era comprometido el guárdalas —respondió el práctico.

—Nosotros no sabíamos nada de tales joyas —añadió el otro—. Todo el asunto lo dispusieron ellos, que como anticuarios entran en todas partes y saben dónde están las cosas para poderlas robar.

Los asuntos se iban poniendo de mal en peor. Adelina que en medio de todo estaba ya para echar al mundo el octavo vástago, se iba quedando ojerosa y desmejorada.

Por fortuna, la policía, menos crédula que el juez a quien había tocado el asunto, seguía buscando a los autores del robo del collar, y llegó a dar con ellos y con parte de las joyas robadas. La acusación se desvanecía.

Viéndose descubiertos los dos bribones, tuvieron la audacia de burlarse descaradamente del juez y de toda aquella gente, a la que odiaban. Cuando los llamaron de nuevo a declarar no disimularon su cinismo.

—¡Pobres compañeros! —dijo uno, refiriéndose a los verdaderos autores—, nosotros hemos hecho cuanto hemos podido para despistar y apartar de ellos las sospechas… ¡Pero esta policía!…

—¿Y por qué os acusáis de un delito que no habéis cometido, —agravando vuestra situación—, preguntó con inocencia el juez?

—¡Por compañerismo! —contestó el otro burlón.

—No seas guaja —intervino el compañero—. Nuestra situación no puede agravarse… porque tenemos todas las penas… no es mala, es peor…

—¿Pero qué conseguís con eso?

—¡Pues ya ve usted! Pasearnos. Venir de Cartagena aquí… hablar… ver gente… distraernos… No sabe el señor juez lo aburrido que es el presidio… si alguna vez se ve como nosotros se hará cargo…

—¿Pero cómo sabían los detalles del robo?

—Los habíamos leído en los periódicos… Es una lectura muy interesante e instructiva.

—¿Y qué mal os habíamos hecho nosotros para que así nos calumniarais, destrozando hasta la paz del hogar? —dijo Ángel, mirando a su fiera esposa, que hasta entonces no se había convencido.

—¡Yo no he dudado nunca de la señora de las Navas de Marchamalo! —dijo fieramente Fabián, ofendido con la prendera.

—¡Dichoso usted! —replicó ella irreductible siempre.

Los bandidos reían.

—No nos guarden rencor. Nos acordamos de ustedes como podíamos acordarnos de otros… Nosotros pensamos… esos tienen dinero y podrán chupar tos… ¿No es verdad, señor juez?

—Pa eso es el dinero redondo, para que corra —añadió el otro—. Además, ¿quién sabe? Puede que si no han hecho ustedes esto hayan hecho otra cosa. Mi padre cuando yo era pequeño, me pegaba todas las noches, por si había hecho algo malo que no se sabía… y si no, para cuando lo hiciera.

Los dos bribones fueron llevados de nuevo al presidio, no sin que intentasen fugarse del coche celular, objeto principal de su embrollo; y al fin el matrimonio se vio libre de este asunto, aunque envuelto aún en los otros dos; que les costó no poco dinero arreglar.

Adelina dio a luz otra niña y aprovechó los mimos de su esposo para insistir:

—Créeme, mejor estaríamos en París, hay otro ambiente, otra independencia… he quedado harta de toda esta gente… Vámonos, Fabiancito mío.

Él estaba convencido.

—En cuanto te levantes, se embala todo y nos marchamos con toda la familia.

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