XII. Ambición
La pasión que Fabián y Adelina sentían por las antigüedades repercutía en su propia pasión. Los llenaba de un sensualismo poderoso, incitante, a fuerza de convivir el uno con el otro, de compartir sus esperanzas, sus ilusiones, de estar unidos por sus mismos intereses, habían acabado por compenetrarse íntimamente.
Las mejores horas de su vida las pasaban en el ambiente polvoriento de sus almacenes, entre sus muebles antiguos, con aquel aroma de las maderas y de las telas viejas, sutil aroma de siglos, que ellos percibían y que los demás no sabían apreciar.
No estaba para ellos desierto aquel almacén, sentían como palpitar en torno suyo un mundo de sombras, los antiguos poseedores que habían ido a habitar allí también.
A veces se iba Adelina sola a encerrarse en el almacén, a recrearse en medio de sus antigüedades, sentía el orgullo de la posesión de todo aquello. Se ponía las joyas, los brazaletes, los collares, se envolvía en aquellas vistosas telas antiguas de colores tan brillantes; sentía una voluptuosidad rara en la posesión de todo aquello, en las evocaciones que le sugería.
Una de las cosas que más amaba era el encaje. Había ido apartando de la venta para formar su magnífica colección, tan valiosa que la solía guardar en su caja de caudales del Crédito Lyonés.
Cuando la hacía llevar a su casa para algún cliente y se recreaba contemplándola horas enteras, a solas, se sentía dichosa.
Tenía a veces mantos de corte de encajes magníficos, que habían pertenecido a damas aristocráticas. Había ido a parar a sus manos el célebre manto de encaje de Alearon de la reina María Pía, cuando lo vendieron en subasta sus descendientes. Aquel manto de Reina reinante, lleno de maravillosos calados y con los relieves hechos sobre cerda de caballo, tenía a la vez la ligereza de la espuma y esa gran pesantez de los encajes de Alençon. Le gustaba envolverse con él.
Pero su preferido era el encaje belga de Duquesas o el encaje de Venecia. Le daba lo mismo que estuviesen ejecutados al huso o a la aguja. La seducía su riqueza decorativa, su ampulosidad, su regia floración, tan suntuosa y alucinante.
Tenía en su colección viejos encajes ingleses, antiguos encajes de Argentan, bellos encajes de Flan des, Bruselas, Malinas y Brujas, en blondas tan finas y sutiles que parecía increíble poder hallar un hilo bastante delgado para tejerlas.
Delicados Valenciennes, los encajes íntimos para, ropa interior, con esa cosa amable que tiene el Valenciennes. Aristocráticos Chantilly, de delicado fondo formando tul, con sus dibujos de flores frescas, bellas y rientes. Lindos encajes de Lille y de Cluny, el fuerte encaje de Irlanda, con esa cosa de espíritu práctico y pesado que recuerda los baberos de los niños, por una asociación de ideas.
La colección de encajes italianos era rica: desde los, Buranos antiguos a los modernos, resucitados por la vieja Cencia Escarpariola a petición de la Reina Margarita hasta los de Venecia, con tejido de espuma de mar; los recargados de Milán y los pródigos rococós.
Tenía de España, las antiguas filigranas, los encajes de oro y de plata, encajes góticos inimitables; antiguas blondas de seda, blanca, negra o rubio de trigal; mantillas evocadoras de ojos negros y claveles de sangre; punto de España, encajes de Almagro y de mallas y deshilados hechos por las campesinas con un primor maravilloso.
Cuando desplegaba toda aquella red de tules, en la que había toda una flora y una fauna estilizada y maravillosa, sufría la sugestión de esa fuerza evocadora que hay en los encajes, para que en las lineas planas de su dibujo tomen cuerpo, color y vida los pájaros, las hojas y las flores, con espíritu y movimiento.
Lo vestían todo con esa cosa regia, esa cosa de nube sutil, inmaterial, que toman los encajes para convertirse en valiosas alhajas.
Aquel placer íntimo y voluptuoso era solo de ella, de la iniciada en el culto secreto que sabía descifrar las leyendas de los hilos entrecruzados.
En ocasiones se daba allí cita con su marido. Los dos tenían llaves del almacén y los dos entraban a hurtadillas, cuidando que no los viesen, que no supieran que estaban allí, para gozar de mayor libertad. Era un lugar en el que se engañaban mutuamente con ellos mismos; no eran allí el marido y la mujer, eran los amantes, que podían entregarse a los transportes con toda la fuerza de la segunda juventud, sin el miedo de desmoralizar a los hijos, sin aquella obligada contención que se exigía de la madre, precisamente en el momento que alcanzaba toda su madurez ardiente, voluptuosa, conocedora, llena de sensualidad y de refinamientos.
Se amaban allí mejor, se centuplicaba su pasión, los excitaba el olor tónico, mohoso, de centurias; y se abrazaban como chicuelos encima de la chaisse-longue imperio, de las butacas Luis XV y de los deliciosos sofás del Directorio.
Habían tenido allí encerrados los dos solos verdaderas fiestas, días y noches enteras en las que se habían llevado la merienda para permanecer escondidos como colegiales que se escapan de la casa.
Una vez fue cuando compraron aquel salón suntuoso, dorado, con sus cuadros de estampas de la Biblia que narraban gráficamente toda la Historia de Jacob: Rebeca dando de beber al mensajero de Israel, con su hermosa figura morena, de judía, gallarda, esbelta y fuerte, con los brazos levantados en un bello escorzo y la pierna y el muslo desnudos escapando por lo abertura de la túnica. Aquella caravana, por el paisaje desierto, con los camellos que conducían a Raquel y a Lía, las dos hermanas esposas de Jacob, precio de catorce años de trabajo, y los hijos de ambas que volvían a la patria.
Mirando aquellos grabados, gozando de pasearse entre los espejos altos, de grandes marcos, que los retrataban en su descuido y su desnudez, pasaron todo el día como si ellos fuesen también seres de otra época.
Otra vez fue cuando compraron aquella cama imperio que había pertenecido a Josefina. Trabajaron los dos solos acarreando muebles de acá para allá, para formar una especie de salón, donde se mezclaban los más variados estilos, sillones abaciales de España, con asientos de cuero y clavos dorados; butaquitas confidentes y muebles de María Antonieta.
Tendieron la alfombra de Smirna, agruparon los almohadones, y en medio de todo la cama imperio, con su dosel real, con sus colchones bajos, de mayor voluptuosidad. Y la cubrieron con la colcha de damasco, y entendieron las bujías de aquel lustre de los reyes godos de Toledo, que era como una corona de hierro.
Fue una fiesta intima en la que los dos comieron solos las conservas y los dulces que habían llevado, donde los dos bebieron champagne, hasta sentirla lánguida pereza de la embriaguez. Allí se excedía su pasión. Tal vez ella pensaba en Napoleón y él recordaba los ojos, magníficos de la hermosa criolla.
Pero nunca dejaban de ser los anticuarios. Despiertos, en su lecho, se ocupaban en discurrir el precio de todo lo que los rodeaba.
—Esta cama no se vende menos de treinta mil francos —decía ella.
Él sacaba los musculosos brazos del embozo y acariciando la seda polícroma de la colcha, cuya suavidad competía con la carne blanca y rolliza de su mujer, decía:
—Sabes que esta colcha es magnífica; lo menos cinco mil francos.
Parecía aumentar su placer el pensamiento del valor de la cama donde reposaban y de la ropa con que se cubrían. Como un resumen de voluptuosidades acumuladas en sus antigüedades que llegaba hasta ellos.
Se deleitaban allí con el aumento de sus ganancias; el enorme tanto por ciento que lo empleado les había de producir: la cantidad que representaban todas las existencias que tenían. Todo su capital era obra suya, de su trabajo, de su esfuerzo, de su ingenio, en el que se recreaban con ese amor de los creadores a su obra.
Solían pasearse entre todos aquellos muebles estibados, a lo largo de los almacenes, pasando con dificultad entre las sillas, subidas unas sobre otras, las mesas con las patas al aire, los sofás y las butacas colgadas ce la pared como si fuesen cuadros.
Se amontonaban las cornucopias; los cuadros formaban triples hileras apoyados y sostenidos entre sí, con las pinturas hacia la pared; las porcelanas y las estatuas, empolvadas, los velones de cobre cubiertos de cardenillo, se veían diseminadas por tedas partes. En un rincón puñales adamasquinados, espadas, lanzas y machetes, hasta las viejas escopetas de chispa; más allá instrumentos de música. En un lado una citara, más allá un clavecín, un arpa dorada cerca de les rollos de tapices de todas clases.
Había allí una revolución de cosas que no existía en la tiendecita, ya preparada para ser viste. Pendían veladores y muebles del techo, colgados como ristras de chorizos, se mezclaban tocadores, cajas de taracea, pupitres de laca, estatuas de mármol y de bronce. Había capiteles de mármol y de yeso, columnas antiguas de viejos edificios, jarrones y ánforas; hierros de verja, montones de cerraduras y de llaves; y gran número de cómodas y de armarios con los cajones atestados de telas.
Y más allá, más al fondo, en el último almacén, muebles deshechos, los muebles que era preciso restaurar, formar de nuevo, arcones de tabla gruesa donde se podía tallar angelotes burdos y hojas acanaladas del Renacimiento para convertirlos en objetos de valor, tablas carcomidas para labrar mesitas ratoneras, o pintar sobre ellas al temple o al huevo después de preparadas con encáustico; había cornucopias hechas mil pedazos que podían reconstruirse hábilmente… bargueños toscos que se habían de incrustar con concha, lacas para pintarlas de nuevo, sillas desvencijadas, fraileros sin cuero, mesas sin travesaño: todo lo mugriento, lo polvoriento, lo viejo; aquellos sillones de damasco roto a los que se les salía el pelote y enseñaban los muelles de su vientre, mesas cojas, telas rotas, alfombras sucias, maderas llenas de grasa. Todo aquello que parecía un almacén de leña para el fogón, que recordaba esos muebles que se queman en la noche de San Antón, para alimentar las hogueras en los cortijos andaluces, pero que eran, allí, restaurados y adobados por la hábil mano de los anticuarios, una fuente de grandes ingresos. Ellos sabían convertir las maderas viejas, las telas deshechas, los muebles inservibles, en refinados objetos de lujo.
Se paseaban entre ellos con el deleite del que se pasea en un jardín, percibían la música de la polilla, entre el polvo y las telas de araña. Sus almacenes eran grandes, varios, ocupaban tres pisos, un bosque de madera seca, un vergel frondoso, de muebles en el que soñaban entre las antigüedades, con la riqueza y con el bienestar.
Pero después de algún tiempo a esta parte la ambición despertada por Saturio los aguijoneaba; era lento el enriquecimiento en el comercio con las cosas vulgares.
—Si pudiéramos tener una joya, un cuadro, algo de las cosas únicas, que hacen la fortuna con rapidez…
Se decían uno a otro confidencialmente, como empezaban a sentir el cansancio. Estaban siempre presos, amarrados al negocio, preocupados continuamente, teniendo que luchar con los engaños de todos, sin poder descuidarse jamás.
—Si tuviéramos una fortunita traspasábamos la tienda y comprábamos en España una casa de campo.
La idea del retiro, la idea del fin, idea siempre unida a la idea de España, como si fuese la llamada del suelo que los vio nacer y les ofrecía la última morada.
—¡Qué felices seríamos no teniendo que tratar con vendedores ni con clientes!
—Y sin volver a ver un anticuario.
—Libres de estas preocupaciones de letras —decía ella.
—Y sin tener que lidiar con los restauradores y con los agentes de aduana —respondía él.
—No haríamos más que lo que nos diera la gana.
—Yo tendría gallinas, conejos y flores.
—Y yo perros y caballos.
—¿No te cansarías de estar en el campo?
—Haríamos viajes cuando nos pareciera, pero sin operaciones de ventas y compras.
Llegaban a discutir seriamente donde estaría su quinta y cómo había de ser.
—¡Pero eso cuesta mucho dinero! —concluía él.
—Aún está lejos ese día, —suspiraba ella—. No somos solos. Tenemos mucho que trabajar para nuestros hijos.
Las hijas empezaban a preocuparla. Eran demasiado bonitas para pasar inadvertidas y ya había quien entraba en la tienda atraído por aquella reunión de reproducciones de la anticuaría, en moreno y en rubio, que formaban tan pintoresco conjunto. Y eso que Adelina tenía buen cuidado de alejarlas de allí.
—¡Qué contenta estaría si todas hubieran sido hombres!
Ésos van siempre bien por todas partes. Adelina hubiera deseado que todos sus hijas, aun siendo hermosas —ella se enorgullecía de su belleza— no le gustaran a nadie. Para ella sus hijas seguían siendo las niñas que tenía años antes en su regazo, y le molestaba ver que las miraban ya como mujeres. Se complacía en decirle a su marido:
—Es preciso asegurar el porvenir de las niñas. Carlitos será anticuario, Josefina y Adela tienen disposiciones, Luisa puede ser maestra, pero hay que verlo que se hace con las otras cuatro, yo quiero que con lo poco que les dejemos y la manera de buscarse la vida que les enseñe, puedan vivir independientes.
—Pero tú cuentas con que no se casarán —respondía Fabián.
—¿Para qué han de casarse?
—Para lo que te casaste tú, para tener marido e hijos…
—No me lo digas… Pensar en que mis hijas sean madres, me aterra.
—Es el mundo.
Sí, era el mundo. Ella se doblegaba ante esa frase no representaba la fatalidad, pero procuraría retrasar todo lo posible la hora de los noviazgos y de los casamientos. No comprendía a aquellas madres que iban mostrando a sus hijas para deshacerse de ellas. Para asegurar su suerte se las enseña a trabajar y no se las obliga a casarse.
A veces Fabián bromeaba:
—Le tienes miedo a ser abuela.
No, no era coquetería de mujer que desea que las hijas permanezcan niñas. Era más bien pudor de mujer in enamorada de sus hijas, que las siente carne de su carne, pedazos de sí misma, y se cree profanada por los deseos que manchan su pureza, aquella segunda virginidad consciente e irreductible de la madre.
Los hombres no pueden comprender jamás esa manera de querer tan ciega, tan irracional, tan de pedazos; su carne, que tienen las madres. ¡Es tan distinta la visión de sacrificio del padre y de la madre! Cada vez que Adelina tendía la vista sobre las siete niñas, tan bellas, tan alegres, tan sin preocupaciones, se entristecía se preguntaba involuntariamente —¿qué les tendrá guardado la suerte?
Así estaba siempre dispuesta a interceder por ellas ante su marido para darles el mayor número de gustos posible, basándose en el supremo argumento: ¡Que sean felices ahora! ¡Quién sabe lo que les tendrá guardado el destino!
Aquel vago presentimiento de desdichas futuras, para sus hijas era lo único que nublaba la alegría de Adelina. Se estremecía al pensar que aquella carne tan cuidada, tan mimada por ella, fuera instrumento de placer para un desconocido, que tal vez la torturase. Se desesperaría si viera a sus hijas maltratadas sin poder ella intervenir, sin ser la única árbitra de sus destinos.
Aquellos pensamientos habían llegado a ser su obsesión. De una parte el deseo de asegurar su porvenir, para que fueran independientes, como si sólo el mucho dinero pudiese hacerles escapar a su sino; por otra el deseo de darles todos los placeres, todos los gustos posibles, como compensación a los males futuros, redoblaban su ardor para el trabajo, su fe, su audacia para emprender empresas arriesgadas. No era ya una ambición para ella, Fabián y ella tenían ya para realizar el sueño de la casita de campo, llena de sus mejores antigüedades, para retirarse a vivir felices, siempre con aquella pasión que no se extinguía en ellos, como si su antigüedad la avalorase.
Pero antes tenía que establecer a sus hijas. ¡Era tan difícil lograr el capital que suponían sus proyectos! ¡Si pudieran encontrar aquella joya rara! Ya muchas veces habían creído tenerla en su poder y siempre se les había escapado. Todas las naciones se preocupaban cada vez más de evitar que las obras de arte fueran llevada al extranjero.
Ella creía que precisamente extendiendo su arte extendían su gloria. Era mejor ver las grandes creaciones artísticas aisladas, en país extranjero que no almacenados en los museos como en un bazar. Había exposiciones; que eran una tentación, una invitación al crimen. Era, inmoral la exhibición de todos aquellos cetros y coronas de oro del tesoro inglés en la Torre de Londres. Aquel diamante, Montaña de Luz que hacía pensar en el robo a todos los que lo contemplaban, a pesar de los guardia bife de la torre y de los barrotes de hierro de la especie de jaula que les servia de vitrina.
Lo mismo sucedía en Francia con aquellas joyas de la corona expuestas en los Salones del Louvre y que daban la idea de que ya les debían de haber cambiado todas las piedras y que aquellos brillantes eran falsos, cristales sin valor, que habían sustituido a los verdaderos brillantes. El robo del Museo era un robo que no debía perseguirse por la imprudencia temeraria con que incitaba el Museo a cometerlo.
Sin embargo no eran las joyas lo que a ellos les tentaban, porque no pensaban en ellas con el amor que sentían por las cosas de arte.
El diamante, por antiguo que fuese, resultaba siempre nuevo, no adquiría aristocracia; era una piedra vulgar ostentosa, sin distinción. Era como un cheque que no se podía fraccionar, un valor de conjunto, pero un cheque al fin.
La ansiedad que sentían era una cosa vaga, un deseo, de algo supremo, liberador, ese premio gordo de la lotería que se ha hecho ideal de todo un pueblo que lo espera siempre. Recordaban la media docena de corsas auténticas, de cosas únicas que hay en el mundo. Pensaban en algunos cuadros: La Maja desnuda, El entierro del Conde de Orgaz; en una alhaja extraordinaria.
¡Si hubiesen tenido un Santo Grial! Aquella copa de una sola esmeralda que les enseñaran en la catedral de Génova, aquella copa que tal vez sería un cristal verde cuando no se la llevó Napoleón a París. Sin duda el original, regalo de la reina de Saba a Salomón, se había roto ya en mil pedazos y la santa esmeralda adornaba muchos collares, sortijas y joyas pecadoras.
¡Encontrar una cosa así, verse mimados, solicitados por los compradores!
Era siempre el buen sentido de Adelina el que los llamaba a la realidad. ¿Cómo era posible conseguir una cosa de aquellas? Y aun teniéndola ¿quién la podría comprar? Tendría siempre que ser un objeto robado, por caro que les costase, y no lo podrían nunca lucir.
Pero a pesar de todo, había como una secreta esperanza a la que no se atrevían a renunciar y acababan siempre diciendo frente a lo absurdo:
—Veremos…
—¿Quién sabe?