III. Trapero distinguidos
Comenzó Adelina sus viajes a París. Un gran talento natural la guió en el intrincado laberinto del negocio, y en vez de valerse de corredores trató con los anticuarios de fama, con las casas serias y fuertes, que comprendieron el poderoso auxiliar que podían tener en ella. Con su gran intuición, parecía olfatear a los aficionados, para ir directamente a ellos y sacar el mejor partido de sus lotes.
Además se había hecho de amigos en la frontera, pasaba una gran parte del género sin tenerlo que declarar, y en cuanto llegaba a París lo tenía todo vendido a fabulosos precios.
—Tú debías enviarme género y dejarme en París —le decía Adelina a su marido.
Pero Fabián se sentía celoso.
—No quiero que te separes de mí; —le decía— este será tu último viaje.
—¿Crees tú que yo no deseo la tranquilidad y el ambiente acogedor de nuestro Madrid?, —no hay otro Madrid en el mundo—. ¿Te crees que no sufro de estar lejos de ti? Pero en pocos años podemos hacer un capitalito decente… y ya ves cómo lo necesitamos, con tantos hijos y los gastos mayores cada vez… Es preciso cuidar de la vejez, sobre todo para un hombre de tu alcurnia, que no puede hacer ciertas cosas.
Este último argumento era supremo para Fabián. Él hablaba siempre de sus ilustres antepasados, de sus nobles amigos, de los honores de su familia. Su tío, el senador, su antiguo protector, era un Dios en su recuerdo; a veces solía presentarse como hijo suyo, cambiando en las tarjetas el apellido para resultar «Marchamalo de las Navas» o «N de Marchamalo».
Dejaba a su mujer emprender un nuevo viaje, pero con la condición del pronto regreso. Iba a esperarla a la estación y la miraba con ojos celosos, como si tratase de adivinar por alguna turbación que Adelina no era ya la misma.
Pero no podía nunca hallar motivos que confirmasen sus celos. Adelina venía tan serena, tan risueña, tan despreocupada de historias y misterios como de costumbre. Siempre se echaba en sus brazos en la misma estación, y le daba dos besos grandes, tan llenos de besos contenidos dentro de ellos, que le quitaban toda sospecha. Después, en su casa, veía cómo Adelina respiraba a gusto aquel olor mohoso del tiempo, cómo se sentía contenta y feliz de hallarse otra vez allí. Le preguntaba por los niños, por su madre, por sus hermanos, se enteraba de todo, y luego a su vez, le rendía cuentas con una admirable claridad, que lo convencía. Bien es verdad que Adelina, en medio de la claridad de sus cuentas hallaba medios de sisarle muchos miles de pesetas «para las cosillas de mujeres, y para no tenerle que pedir si alguno de los míos necesita algo» —decía.
Aquel amor a los suyos era el flaco de Adelina y demostraba su buen corazón.
Fabián perdía la cabeza ante aquellas fabulosas ganancias de su mujer. ¡Pero era posible que vendiese a cincuenta francos aquellos filets que pagaban a dos pesetas!…, ¡y damascos isabelinos comprados por casi nada a cien pesetas metro!… ¡y aquel viejo reloj de pared, dos mil francos, cuando había pagado cinco duros!
¡Aquel negocio era maravilloso, más lucrativo que todo comercio, que toda industria, y hasta más que la usura! Se podían ganar miles por ciento.
Los días que estaba Adelina en Madrid eran días de lana de miel. Fabián se desquitaba con ella de la timoratería de su primera esposa. Recorrían Madrid como dos amantes, muy juntos en su cochecito. Si era invierno iban a los bailes de máscaras, y entraban al amanecer en las churrerías; si era verano no faltaban a las verbenas. Fabián obsequiaba a su mujer como un novio enamorado, con claveles y tiestos de albahaca. Se iban a comer casa de Botín, al café de San Millán, buscando los rincones típicos, o bien hacían alarde de su lujo, invitando a algún anticuario a Lhardy o Tournié.
Eran unos días felices los que empleaban en ir a ver a los niños, a los que cuidaba militarmente la madre de Adelina. Les llevaban frutas, dulces, vestidos y juguetes; de manera que las criaturitas veían siempre a sus padres convertidos en reyes magos.
Adelina no descuidaba por todo esto el negocio. Traía siempre de Francia algún encaje de Chantilly legitimo, un Valenciennes, y hasta a veces encajes de Venecia o Bélgica. Traía también porcelanas de Rouan o de Sevres, algún tapiz de Gobelinos, algún paño de Arras, unas veces comprados por ella, otras en comisión, dados por algún gran anticuario, y lo vendía a los anticuarios madrileños o a algún rico aficionado con quien tenía relaciones.
Con el producto de todo aquello pensaba en nuevas compras, no resignándose a llevar solo los géneros que todos los anticuarios le daban en comisión; porque siempre les traía más de valor en que lo habían tasado, ganando así fama de probidad, sin perjuicio de quedarse con doble cantidad de la que entregaba.
—Yo, en sacando para no perder estoy contenta —decía con la gracia bonachona que engañaba hasta a aquellas gentes tan acostumbradas al engaño.
Cuando se reunía género suficiente y nadie entraba a comprar, empezaba Fabián a ponerse de mal humor. Con aquella vanidad suya, que le bacía querer ser el primero en todas partes, sufría de que se le escapasen los mejores objetos por falta de dinero y fuesen a parar a otro anticuario.
En aquellos momentos era cuando Adelina hablaba de emprender un nuevo viaje y él no se atrevía a oponerse, porque era preciso no cejar en el camino emprendido, empeñada ya su vanidad delante de los otros anticuarios.
Algunas veces la acompañaba, pero tenía que volver a Madrid para atender a la tienda y para hacer compras. Entonces sentía despertarse, para hacerle sufrir, todo su temperamento español, que se revelaba contra el que las mujeres tuviesen que trabajar. Excitado se revolvía colérico contra su esposa, escribiéndole cartas que empezaban llenas de insultos y acababan pidiéndole perdón, con rendidas frases de cariño.
Una vez, colérico por un largo silencio de ella, le expidió un telegrama que puso en conmoción al comisario de policía del distrito de París donde vivía Adelina. Decía: «Tres días sin carta, voy y corto pescuezo».
Pero Adelina no se alteraba por esto y siempre contestaba sus cartas con el mismo tono confiado, dulce y cariñoso, que devolvía la tranquilidad al atribulado y celoso Fabián.
Y no era ciertamente porque le faltaran pretendientes a Adelina. Más de un francés suspiraba por los encantos plenos, matroniles y frescos de la anticuaría; pero ella tenía ese hermoso temperamento casto por naturaleza de las españolas, anverso de la fama de apasionadas y fogosas, y se reía de todos sin darles importancia. Siempre con el recuerdo de los suyos y la preocupación del negocio, Adelina no se cuidaba de otra cosa. Se burlaba de todo pretendiente y solía decir:
—Yo no podría querer a un hombre que no fuese español; éstos extranjeros son solo buenos para sacarles el dinero con mis antigüedades e ir a comérmelo luego a España tranquilamente con mi Fabián.
Sin embargo, cada vez sentía menos gana de ir a España; se acostumbraba a la vida de París, le hubiera gustado establecerse allí para siempre, en la seguridad de ganar una fortuna; ya tenía todos los elementos que les hacían falta, la cuestión era decidirse, perder el miedo. El secreto estaba en saber comprar. ¡Si hubiera mucho que comprar! Se centuplicaba el dinero.
Acusaba a su marido de ser demasiado timorato. Generalmente eran los corredores los que compraban las cosas menudas, que sostienen el comercio ordinario, y los anticuarios salían solo cuando les daban aviso de algún lote importante; pero Fabián quería ir siempre él mismo a todas partes, y a veces gastaba más en el viaje que éste le producía.
Cuando Adelina estaba en Madrid lo acompañaba; divirtiéndose en las escenas a que su comercio daba lugar. Pero sus compras eran inocentes, vulgares, por pueblos cercanos, compras públicas y sin interés. Cuando llegaban a cualquier pueblo iban a la mejor fonda o posada, y echaban la voz de su llegada. La noticia se esparcía por el lugar como la llama por un reguero de pólvora, y de todas partes empezaba a llegar gente con los objetos, antiguos o viejos, qué tenían en sus casas.
Estaban magníficos los dos esposos en el examen de las cosas que les presentaban. Tomaba Fabián los objetos en la mano, serio, grave, impenetrable, les daba vuelta, los miraba en todos sentidos y luego se los daba en silencio a su esposa que hacía la misma operación. Los dos se miraban con una sonrisita que parecía decir: «¡No vale la pena!».
Así a veces, alguno que había oído ponderar la imagen de porcelana o la tela que ofrecía, como una cosa extraordinaria, se veía defraudado por el fallo del anticuario.
—Esto no vale nada, amigo mío, no tiene época… ¿Si quiere usted un par de pesetas? ¡Y me caso en la mar salá, que me pierdo por servirlo!
Así compraban los más bellos objetos.
Pero la gente que acudía no se desanimaba. A lo mejor daban cuatro o cinco duros por un plato o una taza desportillados, que sus dueños hubieran ofrecido por la décima parte, pues aunque eran de reflejos metálicos o de antiguo Talavera, ellos ignoraban su valor.
Entonces corría por el pueblo:
—A la fulana o a la mengana le han dado cinco duros por un cacharro roto.
Y las casas se despoblaban de cacharros, y las mujeres y los chiquillos acudían llevando basares enteros.
Del mismo modo la compra de un antiguo encaje o de un trozo de damasco o terciopelo, en unas cuantas pesetas, hacia salir al sol todos los trapos de las casas y todas las colchas que se guardaban en los arcones.
Tenían que esperar que les ofreciesen, porque si ellos demandaban el precio de cualquier objeto, los dueños se negaban a venderlo, pensando que tenían un tesoro.
Fabián era popular en todos aquellos pueblos por sus cantos y sus continuas bromas, sobre todo entre las mozas de los cortijos de la sierra, que hacían aquellas grandes guarniciones de malla con dibujos complicados, y los deshilados de las anchas cenefas caladas, en sus largas veladas de invierno y en las interminables tardes del verano.
Éstas tenían ya generalmente contratado todo el trabajo que hicieran con algún anticuario, y hasta tomado dinero a cuenta, pero era sabroso acudir a todo nuevo marchante, en el que siempre encontraban alguna ventaja mayor.
Fabián solía comprar a veces seducido por los grandes ojos y las mejillas rojas de alguna serrana. Adelina ya conocía aquello y tenía la tolerancia de aparentar no fijarse. Solo cuando le veía extremar sus payasadas le solía decir, riendo:
—¡Bueno! ¡Un día te van a dar un porrazo!
Porque el anticuario era incorregible en aquel afán de popularidad.
Siempre a los postres de una comida había de contarles a todos, sus grandezas:
—Yo soy amigo del Sha de Persia y del rey de Inglaterra.
—¡Cuánto me quería Alfonso XII! He jugado al ajedrez con él en casa de Blanca Estremera. Me hablaba de tú.
—¡Paco Silvela! ¡Y Antonio Cánovas! ¡Y Pepe Canalejas! Íntimos amigos míos, siempre juntos.
La seriedad de las compras la amenizaba con sus chistes.
—Ven acá, reina gitana, Marquesa del Filet, que tengo yo para ti lo que quieras —le solía decir a una muchacha arisca de la sierra.
Y si veía un gesto de disgusto en los ojos de algún novio o de algún padre, añadía con su candidez de hombre gordo:
—No hay que enfadarse, amigo, por lo que le digo a esta niña, perro ladrador no es mordedor, y no hay intención ninguna; lo bueno siempre alegra… pero como si fuese su padre.
Se volvía hacia otra.
—Ven acá, gachí del Profeta, Princesa destrozá ¿qué me traes ahí?
—¡Ola, Agüelica!, —le decía a una vieja— todavía nos vamos a perder usted y yo por esos trigos…
Ya lo conocían todas, y todas creían engañarlo.
Era un asedio continuo en la calle, en la fonda, en todas partes.
—Si nos hiciéramos blandos nos convertiríamos en traperos —decía Adelina con su serena gracia madrileña.
Cuando volvían a su casa iban cansados de sostener aquella lucha en la que todos querían engañar.
Los que vendían aquellas cosas viejas creían que habían engañado a los anticuarios, aunque siempre les quedaba el resquemor de sí valdrían más de lo que pensaban.
Luego los anticuarios trataban de engañar a los compradores, como habían engañado a los que les vendieron.
Les sucedían anécdotas graciosas. Un día los habían llamado de un pueblecillo de la Mancha para venderles unos tapices que decían ser de la antigua fábrica de Gobelinos. El dueño de los tapices y el corredor que los ofrecía estaban entendidos, sabiendo que los tapices eran falsos, para engañar a los anticuarios.
Acudieron Fabián y Adelina y todos se dedicaron a obsequiarlos y a ponderar los tapices preciosos Allí Fabián pudo hablar a su sabor, con el asentimiento de todos, de sus pasadas grandezas, piropear a todas las mozas y examinar las telas de los corpiños que llevaban puestos.
Al fin compró los tapices en seis mil pesetas.
—Yo sé —le dijo a su esposa— que estos tapices son falsos, pero están tan bien imitados que podremos dar el pego con ellos.
Y aquel fue el mejor negocio de los que hasta entonces habían hecho, porque los tapices eran verdaderos, y aún dejándose engañar de un anticuario francés, sacaron cincuenta mil pesetas. ¡Una fortunita!
Esta buena suerte, que venía a reponerlos del percance que habían sufrido con tener que devolver a sus dueños unos cuadros, vendidos en Ostende, y que resultaron fruto de un robo, animó a Adelina para convencer a su marido.
—Es preciso ampliar nuestro negocio, y vivir en París —le dijo—. Si no viviéramos en España se harían bonitos negocios sin fijarse en minucias. Hay que ver cómo los anticuarios domiciliados allí se llevan de España todo cuanto les da la gana… He visto iglesias enteras en casa de Huquet y en casa de Robles, con retablos y todo… El año pasado tenían las paredes y las columnas de un patio de Toledo… Si es de ropas no hay que hablar… Asombra que hubiese tantas casullas y albas en España… Parece que todo el mundo debía de andar vestido de cura… ¡Y los cuadros! No queda uno auténtico… He visto uno de Leonardo que había en la Catedral de Burgos.
—No digas tonterías, mujer, y el que existe allí ¿de quién es?
—De cualquier pintamonas. Como está detrás del enrejado no se ve bien… y la verdad es que para tenerlos así lo mismo da una cosa que otra. Indigna ver cómo tienen en las iglesias las obras de arte. Yo creo que si no fuera porque pagan por verlas ya las habían echado fuera a todas.
—Yo creo que exageras.
—Pero no ves tú mismo cómo nos venden hasta las reliquias de los santos.
—Eso es una cosa antipatriótica, Adelina; siento vergüenza, ¿qué diría mi tío el Senador don Andrés de Marchamalo si levantara la cabeza y me viera así convertido en anticuario? ¿Qué diría Silvela? ¿Qué diría…?
—Pues te advierto, que —dijeran lo que les diera la gana— los que se dedican a las compras esas, de cosas importantes, grandes negocios un poquito peligrosos, llenos de misterio y de secreto, son los que ganan. Nosotros no somos más que traperos distinguidos.