I
Durante tres, cinco, diez, no sé cuántos días, corrieron los sucesos mansamente y como por carriles en el castillo de Pedralba, y sus campos y montes circunstantes, notándose en todo, cosas y personas, el impulso que les diera con firme mano la organizadora de aquella singular familia. Pero aún faltaba mucho para que la idea total de la noble señora se viera íntegramente realizada, porque las deficiencias de local no podían remediarse pronto, y en diversos detalles de organización surgían a cada instante obstáculos que sólo la constancia y buena voluntad de todos vencerían al cabo. La roturación de la huerta dio mucho que hacer, por la dureza del terruño y por la dificultad de dotarla de aguas. Como no era fácil ni económico traerla de la fuente por un viaje de arcaduces, se abrió un pozo, en cuya excavación no fue preciso ahondar más que veintitantos pies para encontrar agua abundante. A las dos semanas de empezadas las obras, ya había varios bancales plantados de arvejas, alubias, coles y otras hortalizas de ordinario consumo. Provisionalmente se cercó la huerta con piedras y espinos. La pareja de bueyes no se hizo esperar, y a los tres días de aquellos trajines, ya sabía Urrea manejar a los pacientes animales, como si les hubiera tratado toda la vida. Pronto les tomó cariño, y no habría cambiado su compañía silenciosa por la de amigos de la especie humana, como tantos que había conocido en su primera vida.
Las faenas más rudas no abatían el ánimo del calavera arrepentido: el constante y metódico ejercicio corporal, si al principio le causaba fatiga, no tardó en fortalecerle. La idea de ser hombre nuevo se arraigaba tanto en su conciencia, que creyó haber criado nueva sangre, echado nuevos músculos, y hasta que le habían sacado todos los huesos viejos, para ponérselos flamantes. De su apetito no digamos: no recordaba haberlo tenido igual desde la infancia. Muchos días comía en el monte con el pastor, o con los sobrinos de Cecilio (de quienes se hablará después); y aquella pitanza frugal y sabrosa, que le llevaban en un pucherete Aquilina, Beatriz, o la misma Condesa, le sabía mejor que los más refinados manjares de las mesas cortesanas. Pues cuando improvisaban cena o almuerzo al aire libre, cocinando con escajos y palitroques, sobre un trébede, en la sartén del pastor, unas rústicas migas o cosa tal, el hombre gozaba lo indecible, y daba gracias a Dios por haberle llevado a la vida salvaje. ¡Y luego el sosiego del espíritu, la paz de la conciencia, la seguridad del mañana...! Nada podía compararse a semejantes bienes, nuevos para él. Todo cuanto del mundo conocía, de un orden distinto radicalmente, parecíale una pesada broma del destino. Porque la vida de ciudad, durante los años que a veces sin razón se llaman floridos, de los veinte a los treinta, ¿qué había sido más que suplicio sin término, humillación, ansiedad, y cuanto malo existe? ¡Bendito salvajismo, bendita barbarie, que le permitía lo más elemental, vivir!
Los Borregos, que así nombraban a los dos sobrinos de Cecilio, trabajadores a jornal en la finca, fueron los primeros compañeros vivienda del improvisado salvaje, y no tardaron en ser sus amigos, maestros también en todo aquel rústico manejo. Más bárbaros no los había criado Dios; pero tampoco más sencillotes ni de corazón más noble y sano. Al principio, la epidermis moral de Urrea se lastimaba un poco al rozarse con la corteza dura de aquellos infelices; pero no tardó en criar callo, y si él al contacto se endurecía, los otros indudablemente se suavizaban. Por las noches, al tumbarse sobre la paja rendidos, en el breve rato que al sueño precedía, charlaban los tres, explicándose cada cual según sus luces, y allí vierais confundida la barbarie y la cultura, el fácil discurso y la jerga torpe, la inteligencia y la superstición. El Borrego mayor, chicarrón de veintidós años, despuntaba por su guapeza descocada y algo insolente; no sólo se conceptuaba hombre capaz de medirse en buena lid con el más pintado, sino que en lo tocante al oficio de labrador no daba su brazo a torcer ni a los más peritos. Todo se lo sabía; jactábase de conocer los secretos de la tierra y de la atmósfera. Planta que él hincara en el suelo, de fijo arraigaba y crecía como ninguna. Había inventado sin fin de reglas de fisiología vegetal, de las cuales ni una sola fallaba, según él, en la práctica. Sobre la fecundación, sobre las épocas de siembra y trasplante, y la influencia misteriosa de las fases de la luna en la vida de las plantas, contradecía con el mayor descaro el criterio de los labradores viejos, defendiendo el suyo con arrogante terquedad. A Urrea le encantaba este carácter inflexible, tenaz, basado en un furibundo amor propio. Y más de una vez se preguntó: «En otra esfera, con otra educación, Bartolomé, ¿qué sería?». El segundo Borrego era lo contrario de su hermano, humilde, de voluntad perezosa, que fácilmente se amoldaba a la voluntad ajena, corto de palabras, algo melancólico, curioso y preguntón. Gustaba de que le contaran guerras, aventuras y sucesos extraordinarios, y se enloquecía con las estampas, toda suerte de muñecos pintados, aunque fueran los de las cajas de cerillas, que le parecían tan hermosos como a nosotros los cuadros de Rafael y Velázquez. Y Urrea se decía: «Isidrico en otra esfera y educado como los muchachos finos, ¿qué sería?».
Con estas reflexiones estudiaba José Antonio la Humanidad, al paso que obtenía de la observación de la Naturaleza útiles enseñanzas. En su anterior vida, no se había fijado en multitud de fenómenos que le causaban maravilla. Hasta el cielo estrellado, en noches claras y sin nubes, atraía su atención como cosa nueva y desconocida. Lo había visto, sí, infinitas veces; pero nunca lo había visto tan bien, ni recreádose tanto en su hermosura. Con esto, nuevas ideas iban sustituyendo a las antiguas, que al modo de hoja seca se caían y eran arrebatadas por el viento. Y todo el nuevo retoño cerebral venía fuerte, anunciando una foliación y florescencia vigorosas. Él no cesaba de repetirlo: era como nacer dos veces, la segunda por milagro de Dios, en edad de hombre, conservando el recuerdo de la primera encarnación para poder comparar, y apreciar mejor las ventajas de la segunda.
Pocas veces tenían ocasión de hablarse Halma y su primo en aquellos comienzos de la vida rústica, porque él trabajaba lejos de la casa. Por la noche, después del rosario, o si cenaban en comunidad, la señora le exhortaba en pocas palabras a seguir en aquel ordenado comportamiento. Esto y los saludos de ritual, cuando por acaso se encontraban en el campo, eran su única relación de palabra. Pero en espíritu, Urrea no la separaba de sí: noche y día pensaba en ella, o se la imaginaba, transfigurándola a su antojo. Nada más grato para él que apreciar en los actos y expresiones de sus compañeros el gran respeto que la señora les inspiraba. Y de tal modo en él mismo se había fortalecido aquel respeto, que cuando la veía venir, se turbaba como un chiquillo vergonzoso. Y por mucho que se estimara en su nuevo estado de conciencia, cada día sentía crecer la distancia entre ambos, porque si él se elevaba, ella subía desaforadamente.
No eran pasados quince días de aprendizaje, cuando el novicio recibió por Nazarín órdenes de trasladar su residencia. El buen clérigo peregrino había estado tres días en San Agustín, acabando de extractar el divino libro de la Paciencia, con empleo casi sublime de la suya, y de vuelta a Pedralba, hizo limpieza, sin auxilio de nadie, de los dos aposentos de la torre. Allá se estuvo toda una mañana, blanqueando las paredes, lavando los pisos de baldosín, y extrayendo como podía cuanta mugre había en los rincones. «Aquí estarás mejor que allá —dijo a Urrea por la noche, dándole posesión de su nuevo domicilio, y mostrándole cama limpia y bien mullida, y los muebles de madera relucientes—. Esto, querido Urrea, lo hago por ti, que estás acostumbrado a la primera de las comodidades, que es el aseo. Aquí, la señora nos enseña a ser nuestros propios criados, y yo te doy el ejemplo...».
—¡Vaya un ejemplo! Me lo da usted contrario, haciéndose mi sirviente.
—No, bobito. Lo que yo hago esta semana, lo harás tú la próxima.
Nazarín le tuteaba desde los primeros días, porque era en él añeja costumbre. Poco fuerte en tratamientos, no abandonaba la forma familiar más que ante personas de muchísimo respeto, como la Condesa, D. Remigio y otros tales.
«Bueno —dijo el neófito—, yo no veo aquí más que una cama. ¿Acaso tiene usted la suya en ese mechinal de al lado, junto a la escalera de piedra?».
—Eso que llamas mechinal es un aposento precioso. Pasa y examínalo. Tiene el suficiente espacio para mi lecho, que es esta tarima forradita en una manta... ¿ves? ¡Qué lujo, qué gala!... y como yo, aquí, no he de dar bailes, no necesito cabida. ¿Ves?, echadito en mi tabla, con la cabeza toco en la pared de acá, y aún me falta una tercia para tocar con los pies en la de enfrente. ¡Y si vieras qué abrigado es esto! Lo que tiene es que en obscuridad compite con la boca de un lobo; pero como yo no estoy aquí durante el día, y de noche puedo encender luz, si quiero, me acomodo tan ricamente. En peores alcobas y camas he dormido yo mucho tiempo.
—Ya lo sé. Por eso está usted como está, y le tienen por hombre sin seso. En fin, si ha de haber penitencias y privaciones, dénmelas a mí, y verán qué pronto las acepto.
—¡Penitencias, privaciones! Dios te las irá mandando cuando menos lo pienses. Por el pronto, ¿no dices que te gustaba la holgada libertad del pajar? Pues fastídiate. Ya no vuelves allá. ¡Aquí, en la torre, preso!, aguantando mis sermones, si se me ocurre endilgarte alguno, rezando conmigo, sí señor, todo lo que a mí me dé la gana.
—A eso estamos, padre Nazarín; pero en esta casa de la igualdad debemos alternar en las comodidades, digo, en las mortificaciones. Una noche duermo yo en la cama y usted en la tarima, y a la noche siguiente, cambiamos.
—Eso lo veremos. No hay tanta igualdad como crees, ni debe haberla. Por de pronto, yo estoy por encima de ti en edad, saber y gobierno, y si te mando dormir en cama blanda, tendrá que fastidiarte.
Al volver de cenar en el castillo, y antes de recogerse, charlaron otro poco. «Pepe —le dijo Nazarín, sentándose en su tarima—, ¿sabes una cosa? Después de cenar, mientras saliste a fumar tu cigarrito, la señora me encargó que te advirtiese...».
—¿Qué?
—Nada, no te asustes... ¡Si creerás que es algo de cuidado!... Y si lo es hijo, yo no lo sé... Pues que te advirtiera que si mañana, o pasado, vamos, D. Remigio y el Sr. de Amador te dicen alguna cosa desagradable, algo que te lastime, procures no incomodarte. Tú no has aprendido aún a sofocar la cólera, y en eso has de poner mucho cuidado, José Antonio, porque la cólera es pecado muy feo. Ya sabes que cuantos vivimos aquí hemos de ser sufridos, mansos, y afrontar con semblante sereno la ofensa, el ultraje mismo. Esto tienes que aprenderlo, Pepe, y probar tu paciencia en la práctica, en la realidad. Si no, estás de más en Pedralba.
—¿Pero qué es eso que me van a decir el cura y Amador?, ¡voto al hijo de la Chápira! —gritó Urrea, disparándose.
—Temprano empiezas —dijo Nazarín acercándose al lecho en que el otro acababa de tumbarse—. ¡Pero, hombre, te estoy amonestando...!
—¡A mí!... ¡decirme a mí!... ¿Pero qué?
—¿Lo sé yo acaso, hijo de mi alma?
—¡Oh!, usted lo sabe, padre Nazarín, y si no lo adivina, porque usted lee en el pensamiento de las personas, y penetra las más recónditas intenciones.
—Que lo sé te digo... Cumplo mi encargo, y me callo. La señora me manda advertirte que, oigas lo que oyeres, no te enfurezcas, ni siquiera muestres enfado. Ella lo manda, Pepe.
—Pues si ella lo manda, antes me vea muerto que desobediente... Pero no sé, querido Nazarín, no sé lo que me pasa. Con lo que usted me ha dicho..., siento que mi ser antiguo rebulle y patalea, como si quisiera... ¡Ay!, no se vuelve a nacer, ¿verdad? No muere uno para seguir viviendo en otra forma y ser. Un hombre no puede ser... otro hombre.
—Indudablemente... uno no puede ser otro —dijo el apóstol sonriendo benévolamente—. No canses tu cerebro con sutilezas. Déjalo descansar en el sueño.
—No podré dormir.
—Rezaremos. Te contaré cuentos. Te arrullaré como a los niños.
—Ni aun así dormiré... Mi tristeza, no sé qué punzante inquietud me desvela.
—Yo no quiero que estés triste, Pepe. Imítame a mí, que siempre vivo en una alegría templada.
—¡Oh, si pudiera...! Y no es sólo la tristeza. Paréceme que tengo fiebre. Yo voy a caer malo.
—Si caes malo —replicó el curita manchego, clavando en él una mirada penetrante—, yo te cuidaré... y te salvaré de la muerte.
—¡La muerte...! —exclamó Urrea con abatimiento, cerrando los ojos—. ¿Para qué defenderse de ella, cuando es la mejor, la única solución?
—No te cuides tú de tu muerte. Dios se cuidará de eso. Ahora, hijo mío, a dormir.
—A dormir, sí... ¿Usted lo manda?
—Lo deseo...
Callaron, y poco después Urrea dormía, teniendo por guardián vigilante a Nazarín, el cual, sentado junto al lecho, rezaba entre dientes.