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Halma: IV

Halma
IV
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
  4. Segunda parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
  5. Tercera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
  6. Cuarta parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
  7. Quinta parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
  8. Autor
  9. Otros textos
  10. CoverPage

IV

Ya cerca de las casas, vieron a las dos mujeres, que avanzaban por entre un campo de cebada. Ambas miraban risueñas, y casi casi burlonas, a los tres caballeros. Cuando Urrea, apeándose ante su prima, le pidió perdón poco menos que de hinojos por su desobediencia, doña Catalina no se mostró muy severa con él, sin duda por no avergonzarle delante de los dos sacerdotes, y de otras personas que allí se reunieron.

«Si ha habido falta, señora Condesa —dijo don Remigio galanamente—, yo intercedo por el culpable y solicito su perdón».

—Ya sabe el pícaro que padrinos le valen —replicó Halma sonriendo, y todos reunidos, después que los jinetes entregaron a Cecilio las caballerías, se encaminaron al castillo, que así en la comarca era llamada la casona, aunque de tal castillo sólo tenía la robustez de sus paredes, y una torre desmochada, en cuyo cuerpo alto, mal cubierto de tejas, había un palomar. Del escudo de los Artales, apenas quedaban vestigios sobre el balcón principal del llamado castillo. La piedra era tan heladiza que sólo se podía ver una garra de dragón, y un pedazo de la leyenda, que decía Semper. Mejor se conservaba la berroqueña de los ángulos y del dobelaje, y el ladrillo revocado de los paramentos no tenía mal aspecto; pero los hierros todos, balcones y rejas, no podían con más orín, por lo que había dispuesto su propietaria reponerlos, mientras un buen maestro de Colmenar preparaba la reparación de toda la fábrica, interior y exteriormente. Veíase ya, frente a la casa, dentro del recinto murado que a la entrada precedía, el montón de cal batida, y maderas para andamios y obra de carpintería. Junto a la torre, se alzaban los descarnados murallones que la tradición designaba como ruinas de un monasterio cisterciense, y que más que edificio destruido, parecían una segunda casa a medio hacer. Respetando los basamentos, y aprovechando el material de lo restante, la Condesa pensaba construir allí su capilla y panteón; con la mayor economía posible. A un tiro de piedra de la casa-castillo, estaban las cuadras, y más abajo, un tercer edificio, habitado por los que llevaron en renta la finca hasta el año anterior. Últimamente, Pedralba estuvo a cargo del administrador de las propiedades de Feramor en Buitrago, don Pascual Díez Amador, el cual dio posesión del castillo y casas y tierras a la señora doña Catalina, el día de su llegada en el carromato, que fue el 22 del mes de Marzo del año de mil ochocientos noventa y tantos.

Era la heredad de Pedralba extensísima; pero no se labraban más que los terrenos próximos a la casa, labor descuidada, somera y primitiva, que daba escaso rendimiento. Lo demás era monte, bien poblado de encinas, enebros, y algunos castaños en la parte alta. Lo más próximo al llano sufrió varias talas, y uno de los renteros propuso al Marqués, años atrás, la roturación. Pero asustaron al propietario los dispendios de la empresa, y quedó en tal estado, ni monte ni labrantío, a trechos pradera desigual, cruzada de viciosos retamares. Dos riquísimas fuentes surtían de cristalinas y puras aguas potables a Pedralba, la una entre la casa-castillo y las cuadras, la segunda, manantial de primer orden, en una encañada a la vera del monte. Árboles de sombra había pocos. Los que puso el último arrendatario se perdieron por incuria. Frutales no existían más que tres en finca tan vasta, un moral inmenso detrás de la torre, el cual cargaba anualmente de dulcísimas moras negras, y dos albérchigos en el sendero que unía las dos casas. Los madroños diseminados en distintos parajes no se contaban, por su silvestre lozanía y lo desabrido del fruto, en el reino propiamente frutal. Tal era Pedralba, finca de primer orden según opinión de D. Pascual Díez Amador, siempre y cuando se tiraran en ella veinte o treinta mil duros.

No eran estos los planes de Catalina, que sólo se propuso sostener la propiedad tal como la encontró, con los mejoramientos que su residencia imponía, y procurarse en ella la vida retirada y humilde que adoptar anhelaba, sin caer en la tentación del negocio agrícola, ni pensar en aumentos de riqueza que habrían desmentido sus ideas y propósitos de modestísima existencia. Lo que le restaba de su legítima, pensaba conservarlo en valores de renta, reservando los dos tercios para sostenimiento de su persona y casa, y de la familia de infelices que en torno de sí había reunido: el otro tercio lo dedicaba a las reparaciones indispensables, a la construcción de la capilla y enterramientos, a plantar una huerta, y, si aún había margen, a mejorar la finca.

Entremos ahora en el castillo, y veamos la mejor pieza de él, que era la cocina, en el piso bajo y al fondo del edificio, a la parte del Norte. Todo era grandioso en aquella pieza, hogar, alacenas, horno, el piso de hormigón muy sólido, el techo alto y la campana bien dispuesta para dar salida a los humos rápidamente. Las otras piezas bajas valían poco; eran estrechas, y sus ventanas, que más parecían troneras, les daban muy tasada la luz. En cambio, las del piso alto teníanla de sobra. Seis o siete estancias existían en él, que bien arregladas habrían podido alojar mucha gente. En dicho piso, al Levante, vivían la Condesa y Beatriz, en aposentos separados y próximos; a la parte de Occidente, el matrimonio Ladislao-Aquilina con sus hijos, y aún quedaban entre estas y las otras viviendas algunas estancias vacías. En la torre, debajo del palomar, tenía su cuarto Nazarín, comunicado con la casa-castillo por estrecho pasadizo. El mueblaje era casi todo del siglo pasado, o del tiempo de Fernando VII, confundido con sillerías modernas de paja, de lo más ordinario, llevadas de Colmenar Viejo. Las cómodas y consolas, las sillas de caoba con respaldo de lira, las camas de pabellones a la griega, las laminotas con marco de ébano y asuntos pastoriles, ofrecían un aspecto sepulcral, lastimoso, como de objetos desenterrados, a los cuales se había limpiado el humus de la fosa, a fuerza de jabón y estropajo.

Doña Catalina y Beatriz vestían exactamente lo mismo, con las ropas de la primera, que habían venido a ser comunes: falda de merino negro, calzado grueso, blusa de percal rayada de negro y blanco, y un mandil de retor. Al adoptar la vida pobre, la señora Condesa no estimó que debía renunciar a sus hábitos de pulcritud; decía que el aseo exterior, por causa de la educación y la costumbre, afectaba al alma, y que la suciedad del cuerpo era pecado tan feo como la de la conciencia. No vacilaba, pues, en aplicar estas ideas a la realidad, manteniendo en su cuarto y persona la misma esmerada limpieza de sus mejores tiempos de vida cortesana. «El aseo —decía—, es a la pureza del alma, lo que el rubor a la vergüenza». No comprendía el ascetismo de otro modo.

Y como nada tiene la fuerza del buen ejemplo, Beatriz, que había llegado a reinar en la intimidad y en el afecto de la Condesa, por feliz concordancia de sentimientos, se asimiló en breve plazo los hábitos de pulcritud de su amiga y señora, y la imitaba sin darse cuenta de ello. Sobre la admirable simpatía, o compatibilidad, que había llegado a borrar entre aquellos dos caracteres la diferencia de clase y educación, hay mucho que hablar: el fenómeno se inició por un irresistible afecto la primera vez que se vieron, cuando doña Catalina, por mediación de su criada Prudencia, fue a socorrer en su pobre domicilio al afinador de pianos. Mientras duró el proceso de Nazarín y consortes, Beatriz vivía con su prima Aquilina Rubio, esposa del mísero D. Ladislao, compartiendo la escasez, ya que no el bienestar, que ninguno tenía. Halma llevó el pan, la vida, la salud, a la triste vivienda de la calle de San Blas, y atraída de aquel espectáculo de pobreza y resignación, añadió al socorro material el consuelo de sus visitas. Habló largamente con Beatriz, admirándose de lo mucho y bueno que esta mujer humilde sabía, tocante a cosas espirituales y de nuestras relaciones con lo invisible y eterno; admiró también su piedad no afectada, la firmeza de sus ideas, y la elocuencia sencilla con que las expresaba. Sentíase la Condesa inferior, por todos aquellos respectos, a la que ya miraba como amiga del alma; aprendió de ella muchas y buenas cosas, enseñándole a su vez otras de un orden social más que religioso, y con este cambio llegaron a encontrarse la una para la otra, y las dos en una, fenómeno raro en estos tiempos, que dan pocos ejemplos de una tan radical aproximación de dos personas de opuesta categoría. Pero de esto hemos de ver mucho en los tiempos que ahora comienzan, porque las llamadas clases rápidamente se descomponen, y la humanidad existe siempre, sacando de la descomposición nuevas y vigorosas vidas.

Ya se comprende que de la intimidad entre Beatriz y Halma nació el vivo interés por Nazarín, y su propósito de llevársele consigo, para intentar su curación, y devolverle sano y útil al poder eclesiástico. Una discrepancia en cierto modo accidental existía entre la dama y la mujer del pueblo, y era que, mientras la Condesa, sin asegurar que Nazarín fuese loco, abrigaba sus dudas sobre punto tan difícil de aclarar, la otra sostenía con sincera conciencia y fe la completa regularidad de las funciones cerebrales de su maestro.

Instaladas en Pedralba, la concordia entre una y otra llegó a ser perfecta. Beatriz observaba delicadamente la distancia social, que la otra con la misma o más sutil delicadeza trataba de acortar. Ambas trabajaban juntas desde el primer día en el arreglo y limpieza del destartalado castillo, o en la resurrección del mueblaje, y a Beatriz no le valió reservar para sí las faenas más duras, porque la otra invadía su terreno, y la igualdad triunfaba gradualmente, por ley de ambos corazones, que sin darse cuenta de ello propendían a lo mismo. Aquilina no había sido aún elevada al grado de comunidad de su prima Beatriz. Era una mujer excelente; pero sin intuición bastante para comprender las ideas de su bienhechora. Manteníase con tenacidad en su puesto inferior, contenta de que su marido y sus hijos tuvieran qué comer. Los primeros días encargáronla de la cocina, ofició muy apropiado a sus aptitudes, y las otras dos pudieron consagrarse descuidadas al fregoteo de muebles viejos, al remendar de colchones y a otros engorrosos menesteres. Luego alternaron en los diferentes oficios, y mientras cocinaba la nazarista, Halma y Aquilina lavaban la ropa en la fuente cercana. El día que precedió a la llegada de Urrea con D. Remigio y Nazarín, Aquilina actuó de cocinera, y la Condesa y Beatriz lavaban en la fuente del monte, repartiéndose las dos por igual la carga de la ropa al ir y volver. Como Beatriz se obstinase en llevarla sola, pretextando ser más fuerte que su compañera, Catalina le dijo: «Te equivocas si crees tener más poder de musculatura que yo. Parezco débil, pero no lo soy, Beatriz, y esta vida ha de robustecerme más. Y sobre todo, no me prives de este gusto de la igualdad. Es el sueño de mi vida desde que perdí a mi esposo, y me sentí igual a todos los desgraciados del mundo. Haz el favor de no llamarme Condesa, ni volver a usar esa palabra estúpidamente vana delante de mí. Arrojé la corona en los empedrados de Madrid cuando salí en el carromato... Las escobas de los barrenderos no la encontrarán, porque fue arrojada con el pensamiento, pues no la tenía en otra forma; pero allá quedó. Llámame Catalina, como me llaman mis hermanos, o Halma, como mi primo. Y no te digo que me tutees, porque parecería afectación, y ya sabes que el maestro te la prohíbe. Pero todo se andará».

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