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Halma: II

Halma
II
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
  4. Segunda parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
  5. Tercera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
  6. Cuarta parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
  7. Quinta parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
  8. Autor
  9. Otros textos
  10. CoverPage

II

En mal hora se metió D. Manuel Flórez en conferencias de exploración espiritual con el apóstol andante, porque siempre salia de la celda medio trastornado, ya creyendo ver en Nazarín la mayor perfección a que puede llegar alma de cristiano, ya viéndole y juzgándole como un ser dislocado, completamente fuera del ambiente social en que vivía. «No puede ser, Señor, no puede ser —se decía el buen viejo, dándose palmadas en el cráneo, ya retirado en su vivienda, y descansando de los trajines del día—. Cada tiempo trae su forma y estilos de santidad. No nos disloquemos, Señor, no nos desviemos de nuestra agrupación planetaria, si no queremos ser bólido errante, perdido por los espacios. Lo que yo digo: la locura no es más que eso, o mejor dicho, es precisamente eso, el escape por la tangente... y este hombre, con toda su virtud, que hay que reconocer, ha tomado mucha fuerza, y se escapa, se dispara fuera de la órbita... ¡Qué lástima, Señor, qué lástima! Porque... lo digo con verdad... difícilmente se encontraría un espíritu de mayor rectitud, de mayor pureza... Pero ha tomado la doctrina en su sentido más riguroso, por lo más estrecho, por donde duele, y... no sé, no sé... Él cree que el equivocado soy yo, y yo que el equivocado es él. Él dice que procede conforme a razón, y con plena conciencia de ajustarse a la ley de Cristo, y yo digo... No, Señor, yo no digo nada, no sé, he perdido los papeles; este hombre me ha trastornado, ha llenado mi cabeza de confusión. No, no vuelvo a verle más. La sinrazón es contagiosa... Un loco hace mil. No más, no más».

Y a pesar de esto, volvía, pues siempre le quedaba algún puntillo que dilucidar, o seno escondido que reconocer en el pensamiento del peregrino. Volvía, y a nueva conferencia, nueva turbación y desconcierto del buen clérigo social. Se creerá que es exageración lo que se cuenta, pero es la verdad pura. D. Manuel llegó a perder el apetito, cosa de extraordinaria novedad en él, dormía mal, y se desmejoró su rostro. Creyeron sus amigos que había dado el bajón repentino de la aproximación a los setenta, y no faltó quien atribuyese a una causa moral la pérdida de aquel excelso aplomo que era su característica. Quizás su bondad se resintió de haber encontrado una bondad superior, o que tal le pareciera, y como vivía en la rutina de no tratar más que inferiores, en el terreno de conciencia, el repentino encuentro de un ser, ante el cual alguna de las energías de su alma tenía que hacer reverencia, le puso quizás de mal talante, aunque sin llegar, ni por asomo, a las tristezas de la envidia, pues era incapaz de este odioso sentimiento. ¿Consistiría tal vez en que el trato social, las consideraciones y aun lisonjas de que era objeto, habían llegado a formar en su alma la concreción de amor propio (de la cual los caracteres más dueños de sí no pueden librarse), y el conocimiento y trato de Nazarín rebajaron un poquito el concepto de su propio valor moral? Con independencia de la humillación y desprecio de sí mismo que impone la idea cristiana, todo ser conserva un poder de apreciación o evaluación psíquica, por el cual, sin darse cuenta de ello, a sí propio se estima y tasa. Sin duda Flórez empezó a conocer que se había tasado en algo más de lo que realmente valía. Como era recto y noble, acababa por conformarse diciéndose: «Bueno, Señor, bueno. Yo creí ser de lo mejorcito, y ahora resulta que hay quien me da quince y raya. Pues reconozca yo mi insignificancia, o mi inferioridad manifiesta, y alabada sea la perfección donde quiera que se encuentre».

El buen señor no podía pensar en obra cosa, y la fijeza de tal idea iba socavando su salud. A veces se pasaba las noches en habilidosos distingos y paralelos; anhelando engrandecer el concepto propio, sin rebajar excesivamente el ajeno: «Él es bueno, yo también. No digamos santos, porque la santidad en nuestros tiempos ¿dónde está? Yo soy social, él individual; mi esfera es el mundo de los ricos, la suya el de los pobres. En ambas esferas se sirve a Dios, ¡vaya! Él fortifica su alma en la soledad, yo en el bullicio; yunque por yunque, no sé decir cuál es el mejor. Cierto es que si miramos a la doctrina pura y a su aplicación a nuestras acciones, él aparece con ventaja, yo con desventaja; pero miremos a los resultados prácticos de una y otra forma de ejercer el ministerio, y entonces, ¿cómo dudar que la supremacía está de la parte acá? Y por último, Señor, él se va del seguro, él se corre de lo posible a lo imposible, en él la virtud se permite hacer sus escapatorias al campo de la extravagancia, y...».

Elevando los brazos, y mirando al techo de su alcoba, en la cual se paseaba para entretener el insomnio, añadía: «Señor, Señor, llevar a la práctica la doctrina en todo su rigor y pureza, no puede ser, no puede ser. Para ello sería precisa la destrucción de todo lo existente. Pues qué, Jesús mío, ¿tu Santa Iglesia no vive en la civilización? ¿Adónde vamos a parar si...? No, no, no hay que pensarlo... Digo que no puede ser... Señor, ¿verdad que no puede ser?».

Como pasaban días y días sin que Catalina le interrogase sobre el examen o estudio psicológico del apóstol vagabundo, creyó del caso D. Manuel tomar la iniciativa en aquel asunto, que más valía dar su opinión antes que la dama por sí misma y por otros caminos llegase a formarla. Todo lo temía de su talento agudo, afinado por una voluntad persistente.

«¿Y qué?» le preguntó Halma, demostrando menos curiosidad de la que Flórez esperaba.

—Empiezo por declarar —dijo D. Manuel con solemnidad sincera, la mano puesta sobre su corazón—, que no conozco alma más bella que la del desventurado sacerdote, a quien la ley ha perseguido por vagancia, y por haber dado amparo y protección a una mujer criminal. Si del estado de su entendimiento tengo aún mis dudas, de su conciencia, de su intención pura y rectamente cristiana, no puedo dudar. Quiero decir, señora mía, que encuentro una disconformidad irreductible entre la conciencia y el intellectus de ese singular hombre, y que si yo hallara manera de conciliar una con otro, tendría que declarar a Nazarín el ser más perfecto que ha podido formarse dentro del molde humano.

—Según eso, usted sigue viendo en él las dos naturalezas, el santo y el loco, y ni sabe separarlas, ni fundirlas, porque locura y santidad no pueden ser lo mismo.

—Exactamente.

—Bien podría deducirse de todo ello que, en nuestra imperfectísima comprensión de las cosas del alma, no sabemos lo que es locura, no sabemos lo que es santidad.

—¡No sé, no sé! —exclamó el limosnero extraordinariamente turbado, llevándose las manos a la cabeza.

—Serénese, D. Manuel. ¿Será que usted, en su larga vida, nunca se ha visto delante de un problema semejante? Contésteme ahora: ¿el buen Nazarín practica la doctrina de Cristo tal como los Evangelios santísimos nos la enseñan?

—Sí señora.

—Y a pesar de esto, la conducta del buen hombre nos parece desconcertada... porque nuestras ideas así nos lo imponen. Si creyéramos otra cosa, debiéramos imitarle, renunciar a todo, abrazando el estado de absoluta pobreza.

—Sí señora.

—Y eso no puede ser. Hay algo dentro de nosotros mismos, y en la atmósfera que respiramos y en el mundo que nos rodea, que nos dice que no puede ser.

—Sí... puede ser... pero no puede ser... Ser no ser... He aquí, señora, la gran duda.

—Sigo preguntando. ¿Nazarín es humilde?

—Humildísimo. Asombra ver su tranquilidad ante los resultados probables del proceso. Si le condenan a presidio, lo acepta gozoso, lo mismo que si le hicieran subir al cadalso. Si le encierran en un manicomio, en el manicomio entrará y vivirá sin protesta. No se queja de la Ley, ni de los jueces, ni de sus acusadores, ni de la opinión, que con tan distintos criterios le juzga.

—Y en el caso de que saliera libre, ¿se sometería al superior eclesiástico, sacrificando su independencia al rigor de la disciplina?

—También. Pues esto es lo admirable. Dice que si le absuelven libremente, se someterá y que...

—¿Y qué más?... Sigo yo contando, pues usted, mi Sr. D. Manuel, no tiene hoy la palabra tan expedita como de costumbre. Dice también el buen Nazarín que cuando se encuentre libre, persistirá en el cumplimiento del voto de pobreza que ha hecho al Señor.

Cosa imposible, así tan en absoluto, pues la mendicidad, fuera de las Órdenes que la practican por su instituto, es contraria al decoro eclesiástico.

—Y dice más...

—¿Pero cómo sabe usted...?

—Dice también que el mayor anhelo de su alma es que le devuelvan las licencias, para poder celebrar... y que se irá a vivir al presidio a donde sea destinado el Sacrílego, o si se lo permiten las leyes penitenciarias, o si no, en la misma población, con objeto de verle diariamente. Está comprometido a conducir al cielo el alma de aquel criminal, y la conducirá. Los mismos propósitos tiene respecto a Ándara, y su mayor gozo sería que los encierros a que ambos delincuentes fuesen destinados, radicaran en la misma ciudad. Si no, compartiría su tiempo entre la vecindad de Ándara y la proximidad del Sacrílego, llevándose consigo a Beatriz, sin temor alguno de ser censurado y escarnecido por la compañía de una mujer.

—Tales son sus ideas, sí señora... Tan cierto es ello como que usted tiene algo de zahorí —dijo D. Manuel, sin disimular su asombro—. ¿Pero usted..., acaso, le ha visto, le ha oído...?

—No; pero veo a Beatriz, de quien soy amiga, y amiga del alma. No he querido decírselo hasta que no viniera una coyuntura propicia.

—¡Ah!... Me parece bien... Beatriz, la discípula...

—Pues bien, Sr. D. Manuel de mi alma, esas ideas y propósitos del D. Nazario bastardean un poco aquella pureza de alma de que me hablaba hace un rato. La extrema humildad, ¿no se da la mano con el orgullo?

—Tal vez, tal vez.

—Por lo cual yo, más decidida que usted, sin duda porque soy más ignorante, veo bien patente la locura de ese santo varón... ¿Es un loco santo, o un santo loco?...

—Locura... santidad... —murmuraba Flórez mirando al suelo, la cabeza sostenida por ambas manos, los codos apoyados en las rodillas, con todas las señales en rostro y acento de una hondísima turbación.

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