Skip to main content

Halma: VI

Halma
VI
    • Notifications
    • Privacy
  • Project HomeBenito Pérez Galdós - Textos casi completos
  • Projects
  • Learn more about Manifold

Notes

Show the following:

  • Annotations
  • Resources
Search within:

Adjust appearance:

  • font
    Font style
  • color scheme
  • Margins
table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
  4. Segunda parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
  5. Tercera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
  6. Cuarta parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
  7. Quinta parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
  8. Autor
  9. Otros textos
  10. CoverPage

VI

Rezaron, cenaron. Al dar la señora la orden para los trabajos del día siguiente, dijo al buen D. Nazario: «Padre, mañana no va usted al monte, ni al prado, ni a la huerta, ni quiero que ande moviendo piedras, ni cortando troncos».

—¿Pues qué haré, señora?

—Mañana descansa el cuerpo, y trabajará usted con la inteligencia.

—¿Tengo que ir a San Agustín?

—No señor. ¡Buena le espera allá con las Summas...!

—Entonces...

—De nueve a diez, a la hora en que concluyo mis tareas de la mañana, le espero a usted arriba, en el cuarto de la costura, que es por ahora nuestra sala capitular.

—Está bien.

Amaneció Dios, y Nazarín, despachada la obligación de sus oraciones matutinas, se limpió y acicaló muy bien, vistiéndose con las ropas de cura que le había dado D. Remigio. Decía él, distinguiendo cuerdamente entre cosas y cosas, que si en medio del pueblo, y haciendo vida errante, no se cuidaba para nada de la prestancia personal, al presentarse en el aposento de una tan principal y santa señora, llamado expresamente por ella, debía revestirse de la forma más decorosa, sin salir de su habitual sencillez. A las nueve y media en punto, ya se hallaba en el lugar de la cita. Díjole su discípula que se esperase, pues la señora no tardaría en subir, y a los pocos minutos entró doña Catalina. Esta, con gran sorpresa de Beatriz, ordenó a esta que se quedara. Sentáronse los tres. Pansa, y alguna tosecilla. Rompió Halma el silencio diciendo:

«Padre Nazarín, le llamo para que me dé su opinión sobre cosas muy graves que ocurren... no, que amenazan a nuestra pobre Pedralba. Apenas hemos nacido, y ya parece que estamos amenazados de muerte. No encuentro la solución de este conflicto en que me veo; mi inteligencia es muy corta; necesita ayuda, luces de otras inteligencias más claras que la mía. Me hace falta el consejo de usted».

—Honor inmenso es para mí, señora Condesa —replicó el peregrino con voz grave, permaneciendo en una inmovilidad de estatua—. Yo estimo su confianza, y corresponderé a ella, diciéndole lo que tenga por acertado, justo y bueno, conforme a la santa ley de Dios. En este caso, como en todos, de mis labios no sale más que la verdad, la verdad, tal como en mí la siento.

—¿Adivina usted sobre qué quiero consultarle?

—Sí señora. No es adivinación. He oído algo.

—Un conflicto tremendo.

—Para mí no lo es.

Tanta seguridad desconcertó a la señora, y francamente, también hubo de inquietarla un poco el que Nazarín, al verse consultado por ella, no rompiese con un exordio de modestia, llamándose indigno, y protestando, como es de rigor en casos tales, de su incapacidad, etc...

«¿Que no es un conflicto tremendo?».

—Digo que no lo tengo yo por tal.

—Y hace dos días que pido en vano al Señor y a la Virgen Santísima que me iluminen para resolverlo.

—Y la han iluminado a usted —dijo D. Nazario, con un aplomo que desconcertó más a la Condesa—. Y le han dicho: «En tu conciencia, en tu corazón, tienes la clave de esto que llamas conflicto y no lo es». ¡Si está resuelto! ¡Si es claro como la luz! Perdóneme usted, señora, si le hablo con una firmeza que podrá creer arrogante y hasta irrespetuosa. Es que cuando creo poseer la verdad en asunto grande o chico, no puedo menos de decirla, para que la oiga y se entere bien aquel que de ella necesita. Si usted no ha visto aún esa verdad, conviene que yo se la ponga delante de los ojos. Ahí va: ¡Expulsar a José Antonio! Nunca. ¡Suplicarle que se retire! Tampoco. Es una crueldad, una flaqueza, un pecado de barbarie casi homicida, que Dios castigará, descargando sobre Pedralba su mano justiciera.

—Si yo no quiero que salga, no, no —dijo Catalina, desconcertada ante la energía que no esperaba sin duda en hombre tan manso.

—Que no salga, no —repitió en voz queda la nazarista, que sentada en una silla baja al otro extremo de la estancia, oía y callaba.

—Bueno: pues no sale —prosiguió Halma—. Verdaderamente, sería injusto. El infeliz se porta bien, es otro hombre. Pero sigo viendo mi conflicto, Sr. D. Nazario, porque al retener a José Antonio, contrarío los deseos de personas respetabilísimas, cuyo enojo podría ser funesto a Pedralba. La benevolencia de esas personas, que casi casi son instituciones para mí, nos es necesaria. Veo difícil que podamos vivir teniéndolas en contra.

—La señora puede llevar adelante su empresa caritativa con respecto a nuestro buen Urrea, sin que las personas que considera como instituciones, tengan que intervenir para nada en los asuntos de Pedralba.

—¿Pero cómo puede ser eso?

—No hay nada más sencillo, y es muy extraño que usted no lo vea.

—Lo que extraño mucho —dijo Halma, inquieta y nerviosa—, es el desahogo con que me niega la existencia del conflicto, sin añadir razones para que yo vea fácil y hacedero lo que hoy tengo por difícil, si no imposible. Espero de usted luces más claras para convencerme de que el Consejo que me da no es una vana fórmula. ¿Cree usted que puedo indisponerme con don Remigio?

—No señora: D. Remigio es nuestro inmediato jefe espiritual, y le debemos acatamiento y sumisión. No diré yo palabra ofensiva contra él, le respeto mucho; estoy bajo su autoridad, que es paternal y dulce. Los demás me importan menos... pero, en fin, a todos les respeto, y cuando he dicho que el conflicto se resolvería fácilmente, no he querido decir que para ello tuviera la señora que malquistarse con tan dignas personas. Al contrario, puede seguir con ellas en relaciones cordialísimas.

—Don Nazario —dijo la Conde, no ya nerviosa, sino sofocada, levantándose—, yo no le entiendo a usted.

Parecía natural que al ver en la gobernadora de Pedralba aquel movimiento de impaciencia, Nazarín se aturrullara, y pidiera perdón dando por terminado el consejo. Levantose también respetuoso, y con muchísima flema, y tocando suavemente el hombro de la Condesa, le dijo: «Tenga usted calma. No hemos concluido».

Pausa. Sentados ambos de nuevo, sonaron otra vez las tosecillas, y Nazarín prosiguió en esta forma: «Estoy seguro, segurísimo de que ha de entenderme pronto. Usted dice para sí: '¿Pero este es el hombre que andaba por los caminos, errante, descalzo, viviendo de limosna, practicando la ley de pobreza dada por Jesucristo? ¿Y es el mismo que ahora se llega a mí, y con dureza me habla, y me dice siéntate, como se lo diría a un chiquillo de nuestra escuela?...'. Pues soy el mismo, señora. De limosna viví, de limosna vivo. Soy como los pájaros que libres cantan, y enjaulados también... El medio en que se vive... y se canta... algo ha de significar. Antes cantaba yo para los pobres, y era como ellos, pobre y humilde; ahora canto para los ricos, y he de hacerlo en tonos diferentes. Pero en este caso, como en el otro, teniendo que decir una verdad que creo útil a las almas, no están de más las formas austeras. Lo mismo hacía entonces: que lo diga esa. Cierto que usted es persona grande y de notoria virtud; pero como ahora se halla en el caso de tomar resoluciones graves, yo, su consejero en este momento, tengo que revestirme de autoridad, de la misma autoridad que hube de emplear ante la pobre mujer ignorante y pecadora».

—Me trata usted, pues —dijo la Condesa, en el colmo de la confusión—, como a pecadora...

—Ya sé que no; ya sé que es usted persona virtuosísima; pero podría dejar de serlo, si con tiempo no determinara variar de ideas sobre puntos muy fundamentales. Necesita usted modificar radicalmente su sistema de practicar la caridad, y su sistema de vida. Si así no lo hiciere, podría perder el reposo, y con el reposo... hasta la misma virtud.

—No le entiendo a usted, no sé lo que quiere decirme —replicó Halma, no ya inquieta, sino acongojada por los estupendos y no esperados conceptos que el mendigo errante se permitía expresar—. Quiere decir tal vez que no he sabido dar a mis proyectos de vida cristiana la forma más aceptable.

—No señora, no ha sabido usted.

—¿Lo dice de veras?

—Como digo que desde hace bastante tiempo la señora vive en una equivocación lastimosa... pero desde hace mucho tiempo. No vaya a creer que me duele pronunciar ante usted la verdad de lo que siento. Al contrario, señora, gozo en manifestarla, y la manifestaría aunque viera que usted no la oía con gusto.

—Le aseguro a usted que, en verdad... no me sabe muy bien lo que me dice... Según eso, el camino que emprendo no es el mejor...

—Es buen camino, y por él se puede llegar a la perfección. Pero usted no llegará, no señora.

—¿Por qué?

—Porque no... porque su camino es otro... y ahí está la equivocación. Y yo llego a tiempo para decirle: «Señora Condesa, su camino de usted no es ese, sino aquel».

Annotate

Next / Sigue leyendo
VII
PreviousNext
Powered by Manifold Scholarship. Learn more at
Opens in new tab or windowmanifoldapp.org