VI
Retirose D. Manuel bien embozadito en su luenga pañosa, porque apretaba el frío, y meditabundo y un poco descontento de sí, por el camino se decía: «Esta doña Catalina es el demonio... ¡qué barbaridad! Quiero decir que es un ángel, un ser extraordinario. Ya no me queda duda. Tiene mucho más talento que yo, sabe más que yo, y descubre cosas que nadie ve, que si al principio parecen disparates, bien examinadas resultan con toda la hermosura y toda la grandeza de Dios. Cada día sale con una novedad. ¿Y qué ideas, Dios mío? ¿Qué me reservará para mañana?».
Esto decía, sintiendo un poquitín la humillación del maestro que se ve convertido en educando. Pero como era tan buena persona, y no dejaba entrar nunca en su alma la ruin envidia, y además estimaba cordialmente a la Condesa, en vez de enojarse neciamente por el gradual desgaste de su autoridad, se apropiaba las ideas de la discípula, y haciéndolas suyas las presentaba de nuevo en forma metódica y sistemática, con lo cual creía resultar a los ojos de ella, y aun a los suyos propios, como el verdadero inspirador, siendo en verdad el inspirado. Hombre flexible, creado para las adaptaciones sociales, y para aplicar y defender la santa doctrina según el medio y las ocasiones en que le correspondía actuar; bastante sagaz para conocer lo bueno donde quiera que saliese, y bastante práctico para saber aprovecharlo, obraba como obran siempre los caracteres de su complexión y hechura, no poniéndose frente a ninguna fuerza que creen útil, sino dejándose llevar por dicha fuerza, con tanto estudio y picardía en la postura, que parezca que la dirigen y conducen.
Metiose el buen clérigo en su casa pensando en la corrección de Urrea, y pues la señora confiaba en su ayuda para lograrla, hacía propósito de adelantarse a ella en el desarrollo de aquel pensamiento, de hacerlo suyo, agregándole pormenores que lo harían de seguro más eficaz. Pero lo que le desconcertaba era no saber qué nuevas invenciones sacaría de su inspirado caletre la Condesa, pues a lo mejor salía por donde menos se esperaba. Las iniciativas de él casi nunca cuajaban; las de ella venían con tal fuerza, que al punto conquistaban al maestro, y no había más remedio que seguirlas, componiéndolas y retocándolas después para conservar las preeminencias exteriores del poder gobernante. En suma, que si al principio Halma parecía una reina constitucional a la moderna, que reinaba y no gobernaba, poco a poco iba sacando los pies de las alforjas, y picando en absoluta soberana. Mas era tan buena, tan discreta y piadosa, que se arreglaba habilidosamente para dejar a su ministro las satisfacciones y aun la creencia de la iniciativa gubernamental.
«Bueno, Señor, bueno —decía D. Manuel, poniéndose ante su cena, tan frugal como bien condimentada—. Y esto de querer avistarse con el desdichado Nazarín, ¿para qué será? ¿Qué objeto lleva, qué ideas le mueven, qué planes acaricia? No lo entiendo. Pero allá veremos por dónde sale, y quiera Dios que sea por un registro fácil de entender, y más fácil de manejar».
A la misma hora que el respetabilísimo Flórez cenaba, pero no aquel día, sino pasados dos o tres, José Antonio de Urrea comía con su primo Feramor en casa de los Duques de Monterones. Fácil es comprender de qué hablarían, al encontrarse solos en el salón, poco antes de la comida.
«No lo creo, aunque me lo jures —le decía el Marqués, sin poder contener la risa—. Tú estás soñando, Pepe, o quieres burlarte de mí. ¿Y dices que te lanzaste a fijar tu petición en la fabulosa cantidad de...?».
—Cinco mil duros. Y aún creo que me quedé corto. Entré en la mística celda decidido a plantear el negocio sobre la base de los cuatro mil... Claro, las bromas o pesadas o no darlas... Y en el curso de la conferencia, viendo las buenas disposiciones de Halma, me arranqué a los cinco mil. Éxito completo. ¡Ah!, bien puedo decir ahora que tu hermana es una santa; pero así como suena, ¡una santa!... todo lo contrario de ti, que eres el Sumo Pontífice del egoísmo. ¡Qué bondad, qué dulzura, qué penetración, qué talento sutil para comprender las circunstancias en que yo vivo! Sostengo que ella tiene más talento que tú, y que es mucho más práctica, sublimemente práctica. La indulgencia noble con que iba puntualizando mis miserias, mis acciones indecorosas, me llegó al alma, Paco, porque al propio tiempo que me reñía dulcemente por mi conducta, la disculpaba, atribuyéndola, más que a perversión moral, al inexorable despotismo de la necesidad, del hábito... ¡Oh, qué mujer, qué alma grande y hermosa! Cree que me hizo llorar... mi palabra que sí. Llegué a figurarme que era un chiquillo, que me regañaban por la travesura de romper un juguete de precio, prometiéndome comprarme otro. En fin, que el cielo se ha abierto al fin para mí, después de haber llamado a su puerta inútilmente tanto tiempo. Estoy salvado, Paco; tu hermana me salva... Creo en la Providencia, en Dios... Soy feliz, seré otro hombre, gracias a ella, a ese ángel más talento que todos los Artales y Feramor de este siglo y de todos los pasados siglos, amén.
—Pues te doy mi enhorabuena —le dijo el Marqués con sorna—. ¿Ves como acerté, al indicarte...? Me daba el corazón que mi hermana se gastaría su dinero en la regeneración de los perdidos de la familia. Obra laudable, a la fe.
—Si te burlas, peor para ti.
—No me burlo. Ahora, lo que importa es que tu honradez esté a la altura de la virtud de Catalina, so pena de que resulte una santidad no sólo inútil, sino merecedora del manicomio antes que de los altares.
—No temas nada. En primer lugar, no me dan el dinero a mí, lo que en verdad no me importa. Mejor, mejor es así. No me lo dan; lo dedican a la grande y hermosa obra de remediar las penas del primer desdichado del mundo, y de socorrer la miseria más angustiosa y lacerante que alumbran el sol y la luna.
Después de la comida, excitado el hombre por la nutrición abundante y la copiosa bebida, volvió a charlar con su primo mientras fumaban, y se enterneció al referir las bondades de Halma. Colmaba también de elogios a D. Manuel Flórez, llamándole padre de los pobres, apóstol de gentiles, lumbrera de la caridad, y al fin, charla que te charla, por entre los entusiasmos del hombre extraviado, deseoso de redención, asomó el cinismo del aventurero arbitrista.
«Tengo además otro proyectillo. A ver qué te parece. Tu hermana adoraba a su marido, aquel pobre besugo alemán, que vino aquí a que le matáramos el hambre. La memoria de Carlos Federico es su única pasión mundana, y su espíritu se alimenta de la idea del muerto, como planta que vive de lo que extraen las raíces. Hablando conmigo, se dejó decir que su mayor gusto sería transportar a España el cuerpo, que debe de estar incorrupto, de su esposo querido, para sepultarse ella con él, naturalmente, cuando se la llevó Dios... Pues bien; se me ha ocurrido proponerle la traída del difunto... Vamos, que le contrato la conducción de las cenizas preciosas por cinco mil duros, siendo de mi cuenta todos los gastos, embarque, transportes por ferrocarril, aduanas..., porque las momias también pagan derechos. ¿Qué te parece?».
—Que es una contrata como otra cualquiera. Redacta tu pliego de condiciones, estudia el asunto...
—Se pueden ganar un par de mil duros... palabra que sí. Me planto en Corfú, hago la inhumación, y me comprometo a traerlo decorosamente, con una cuadrilla de frailes franciscanos, que vengan cantando responsos por toda la travesía. Y me encargo de asegurar el féretro, de envasarlo convenientemente, y de hacer la entrega en el punto de España que ella designe. He de percibir a toca teja dos mil duros, antes de partir para Corfú, y tres mil en el acto de entregar la santa reliquia.
—¡Pobre hermana mía! —exclamó el Marqués, viendo súbitamente las extravagancias de su primo bajo el aspecto serio y peligroso—. Esto le pasa por querer gobernarse sola, desconociendo su incapacidad. Ya vera, ya verá... José Antonio, te prevengo que si continúas inspirando a mi desgraciada hermana esas que no sé si son tonterías o locuras, tendré que intervenir como jefe de la familia.
Dejole con la palabra en la boca, mascullando el cigarro. «Te desprecio —murmuró Urrea viéndole partir—, egoistón, eterno inglés de la humanidad desvalida, usurero... Shylock disfrazado de aristócrata...».
No tardó en circular en la tertulia de Monterones la noticia de la redención del perdido con los dineros y la piedad de Catalina de Halma, y los despiadados comentarios que sobre ello se hicieron, no sólo herían a la noble señora, sino a su respetable maestro espiritual.
«Porque yo me explico todo —decía la Duquesa—; me explico las debilidades de mi pobre hermana, cuya cabeza se destornilló lastimosamente desde antes de casarse; me explico las audacias de Pepe Antonio; lo que no entiendo es que D. Manuel autorice tales despropósitos».
Consuelo Feramor, que no hacía buenas migas con su hermana política, y censuraba sin piedad su retraimiento, tachándolo de mojigatería y orgullo, llegó a decir a su marido: «La culpa la tienes tú... y algo le toca al angelical D. Manuel. ¡Pues si fuera cierto lo que me dijeron hoy en casa de Cerdañola! No, no puede ser... Lo cuento como chiste. Pues que Catalina ha suplicado a Flórez que le traiga a Nazarín... Esto sería demasiado, ¿verdad? Pero qué sé yo... lo creo, me inclino a creerlo. Un entendimiento soliviantado que se dispara, ¿a qué tonterías, a qué extravagancias no llegará?».
—Dejémosla disponer de su dinero como guste —dijo la de San Salomó, menos intransigente que sus amigas, sin duda por no ser de la familia—, y alabemos a Catalina de Halma, si nos da lo que a pedirle vamos. Y no hay que diferir nuestro sablazo, señoras mías. Podría suceder que llegáramos tarde, y encontráramos agotado el filón. Reunámonos mañana, plantémonos allá las tres, levantados en alto los terribles alfanjes de oro... y ¡zas!
Consuelo Feramor, María Ignacia Monterones y la Marquesa de San Salomó eran al modo de presidentas, vicepresidentas o secretarias en estas o las otras Juntas benéficas señoriles que reúnen fondos, ya por medio de limosnas, ya con el señuelo de funciones teatrales, rifas y kermessas, para socorrer a los pobres de tal o cual distrito, edificar capillas, o atender al inconmensurable montón de víctimas que los desatados elementos o nuestras desdichas públicas acumulan de continuo sobre la infeliz España. No hay que decir que las tres cayeron sobre la solitaria y triste viuda con el furor de piedad que desplegar solían en semejantes casos. Recibiolas Catalina con atento agasajo y finísimas demostraciones de amistad; pero con la misma urbanidad serena que empleó en las cortesanías, negoles el socorro que solicitaban. El redondo, en seco: que cada cual debía entenderse a solas para practicar la caridad.
Salieron desconcertadas, confusas, rabiosas, y en el paroxismo de su ira, Consuelo dijo a su marido: «Si no fuera ella quien es, y nosotros quien somos, creería yo que la residencia natural de tu hermana era un santo manicomio».