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Halma: I

Halma
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
  4. Segunda parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
  5. Tercera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
  6. Cuarta parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
  7. Quinta parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
  8. Autor
  9. Otros textos
  10. CoverPage

I

Si D. Manuel Flórez inició sus visitas al místico vagabundo, D. Nazario Zaharín, por complacer a su señora y soberana, la Condesa de Halma-Lautenberg, pronto hubo de repetirlas por cuenta y satisfacción de sí mismo, porque, la verdad sea dicha, el misterioso apóstol árabe manchego le encantaba, y cuanto más le veía, más quería verle y gozar de su sencillez hermosa, de la serenidad de su espíritu, expresada con palabra fácil y concisa. Y cada vez salía el buen presbítero social más confuso, porque la persona del asendereado clérigo se iba creciendo a sus ojos, y al fin en tales proporciones le veía, que no acertaba a formular un juicio terminante. «Yo no sé si es santo; pero lo que es a pureza de conciencia no le gana nadie. Desde luego le declararía yo digno de canonización, si su conducta al lanzarse a correr aventuras por los caminos no me ofreciera un punto negro, la rebeldía al superior... De todo lo cual voy coligiendo que en este hombre bendito existen confundidas y amalgamadas las dos naturalezas, el santo y el loco, sin que sea fácil separar una de otra, ni marcar entre las dos una línea divisoria. Es singular ese hombre, y en mis largos años no he visto un caso igual, ni siquiera que remotamente se le asemeje. He conocido sacerdotes ejemplarísimos, seglares de gran virtud; sin ir más lejos, yo mismo, que bien puedo, acá para mí, sin modestia, ofrecerme como ejemplo de clérigos intachables... Pero ni los que he conocido, ni yo mismo, salimos de ciertos límites... ¿Por qué será, Dios Poderoso? ¿Será porque este maniobra en libertad, y nosotros vivimos atados por mil lazos que comprimen nuestras ideas y nuestros actos, no dejándolas pasar de las dimensiones establecidas? No sé, no sé...». Y con este no sé, no sé, Flórez expresaba la turbación y las dudas de su espíritu.

Por aquellos días acreció el tumulto periodístico, por estar próximo a sentenciarse el proceso en que metidos andaban D. Nazario y Ándara, y menudeaban las interrogaciones, que llaman interviews; los reporters no dejaban en paz a ninguna de las celebridades de la ruidosa causa, y al paso que estimulaban con picantes relaciones la curiosidad del público, se desvivían por darle pasto abundante un día y otro, rebuscando incidentes en la vida privada de los héroes de aquel drama o comedia. Echábase Flórez al cuerpo la escalera que conduce a los pisos altos del Hospital, cuando sintió tras sí voces alegres, y dos jóvenes que con paso vivo subían de dos en dos peldaños le alcanzaron antes de llegar al tercero.

«Sr. D. Manuel, aunque usted no quiera... ¿Cómo va ese valor?».

—No tan bien como ustedes... —contestó el sacerdote parándose, más para tomar aliento que para contestar al saludo. Y después de mirarles fijamente y de reconocerles, añadió con severidad:— ¿Con que otra vez aquí los señores periodistas...? ¡Pero, hombre, no han mareado ya bastante a ese pobre señor! Francamente, me parece el delirio de la publicidad.

—Qué quiere usted, D. Manuel. La fiera nos pide más carne, más noticias, y no hay otro remedio que dárselas —dijo el primero de los dos, vivaracho y simpático.

—Agotado tenemos ya el filón —indicó el segundo—; pero como es forzoso servir al público diariamente, ayer le di yo reseña exacta de lo que come Nazarín, y una interesante noticia de los malos partos que tuvo su madre.

—Pero, hijos míos —dijo Flórez con más bondad que enojo—, vuestra información nos va a volver locos a todos. Habéis dicho mil cosas inconvenientes, otras que no le importan a nadie.

Yo no sé cómo estos pobrecitos presos aguantan vuestro fuego graneado de preguntas, y no os mandan a paseo cien veces al día.

—Servimos al público.

—¿Pero no sería mejor que le sirvierais dirigiéndole, que dejándoos arrastrar por su novelería caprichosa y malsana?

—¡Ah, D. Manuel! No somos nosotros, pobres reporters, los que encendemos la hoguera. Nos mandan llevar cuanto combustible se encuentra, troncos bien secos si los hay; si no, leña verde, para que estalle, y hasta paja, si no encontramos otra cosa.

—Bueno, señor, bueno.

—Pues ayer, mi querido D. Manuel —dijo el vivaracho, mostrando un periódico—, me sacó usted de un gran apuro. No sabiendo qué escribir, me metí con usted. Vea, vea lo que le digo: «Le visita diariamente el venerable sacerdote D. Manuel Flórez, que sostiene con el procesado empeñadas controversias sobre puntos sutilísimos de teología y de alta moral...».

—¡Jesús!... ¡Mayor mentira! ¡Pero si no hemos hablado nada de teología, ni...! Y además, ya os he dicho que no teníais que mentarme a mí para nada. Yo vengo aquí a cumplir mis deberes cristianos de consolar al triste, y dar un buen consejo al que lo ha menester.

—Es, usted un santo, D. Manuel. ¡Pues menudo bombito le doy aquí, más abajo! Vea...

—Ninguna falta me hacen a mí vuestros bombitos, y os agradecería mucho que no sacarais mi nombre en esta contradanza informativa.

—Déjeme que se lo lea. Digo: «Aquel venerable y ejemplar sacerdote, que es el primero en acudir, allí donde hay miserias que socorrer, y grandes amarguras que mitigar con el inefable consuelo de la piedad cristiana; aquel varón respetabilísimo, cuya modestia corre parejas con su virtud, cuya actividad en servicio de los grandes ideales religiosos...».

—Basta, basta... No quiero oír más.

Llegaron al corredor alto que da vuelta al inmenso patio, y el vivaracho se adelantó diciendo: «Me temo que hoy tenga el apóstol mucha gente, y que no podamos hablarle».

Pero si esto es un escándalo —dijo D. Manuel—. Aquí viene, en busca de satisfacciones de la curiosidad, un público no menos numeroso que el que va a los teatros y a las carreras de caballos. Al pobre Nazarín le volverían loco si ya no lo estuviera, y como es hombre que no sabe negarse a nadie ni ser descortés y altanero, que casos hay en que la descortesía y un poquitín de soberbia no están de más, resulta que los que venimos a consolarle y a poner algún concierto en sus ideas, no podemos realizar este fin.

Arrimáronse a una ventana el sacerdote y el segundo periodista, a echar un cigarrillo, mientras el primero entraba en la celda de Nazarín. Flórez sacó sus tenacillas de plata, pues no fumaba sin este adminículo, y el otro, al darle lumbre, le habló así:

«Dígame, Sr. de Flórez, ¿usted qué opina del resultado del proceso? ¿Cree usted que el tribunal verá en este hombre un criminal?».

—Hijo, no sé. Poco entiendo de Jurisprudencia criminal.

—Pues ayer en el Congreso —prosiguió el otro con gravedad—, me dijo a mí mismo don Antonio Cánovas del Castillo... Palabras textuales: «Condenar a Nazarín sería la mayor de las iniquidades».

—Lo mismo creo.

—Pero los pareceres están divididos, aunque la mayoría de la opinión es favorable a la inculpabilidad del apóstol. Yo le digo a usted la verdad. A mí me tiene medio conquistado. A poco más, voy a la redacción descalzo, abandono la casa de huéspedes, y me paso la noche en el hueco de una puerta... Nada, que me seduce ese hombre, que me atrae.

—Su humildad llevada al extremo, su conformidad absoluta con la desgracia —afirmó el sacerdote pensativo, mirando al suelo, y quitando la ceniza del cigarro con el dedo meñique—, son, hay que reconocerlo, una fuerza colosal para el proselitismo. Todos los que padecen sentirán la formidable atracción.

—Pues no hay tanta gente como yo creía —dijo el otro chico de la prensa volviendo presuroso—. Está un actor..., no me acuerdo de su nombre... que quiere estudiar el tipo del Cristo para las representaciones de la Pasión y Muerte, en no sé qué teatro. También tenemos ahí a los pintores Sorolla y Moreno Carbonero, que quieren hacer una cabeza de estudio, y José Antonio de Urrea, que pretende volver a fotografiarle.

—Pues ya le cayó que hacer al pobre D. Nazario —dijo Flórez mohíno—. Entraremos dentro de un ratito, y procuraremos despejar la celda. Y ustedes, caballeritos, ¿se largarán pronto?

—¡Oh, sí!, tenemos que ver a Ándara. ¿Viene usted, Sr. D. Manuel? Le llevamos en coche.

—Gracias.

—Pues Ándara es deliciosa: más fea que una noche de truenos; pero con un talento para las réplicas, y una viveza, y una energía de carácter, que le dejan a uno pasmado.

—Y una fe en Nazarín que vale cualquier cosa. Si la ponen en una parrilla para que reniegue de su maestro, morirá tostada, escupiendo sangre a sus verdugos y proclamando a Nazarín, como ella dice, el preferente de todos los santos de la tierra y del cielo, ¡caraifa!

Llegaron otros dos del oficio, y saludando cortésmente al buen eclesiástico, formaron todos corrillo junto a un ventanón de la galería.

«Parece esto la antesala de un ministro —dijo uno de los que acababan de llegar, llamado Zárate, hombre muy leído, según general opinión, quiere decirse, que leía mucho».

—O de un soberano del antiguo régimen. Aquí estamos aguardando que salga la tanda que está dentro.

—Pero falta un chambelán que ponga orden en estas audiencias.

—Pues hoy —dijo Zárate echándose hacia atrás el sombrero—, no me voy sin interrogarle sobre las concomitancias que veo entre el ideal nazarista...

—¿Y qué?, el misticismo ruso.

—¡Hombre, por Dios!

—Yo veo un parentesco estrecho, una filiación directa entre aquellas y estas florescencias espiritualistas, que no son más que una manifestación más de la soberbia humana.

Pues ayer —manifestó el vivaracho—, le interrogué yo sobre eso del rusismo. Se mostró sorprendido, y me dijo que sus actos son la expresión de sus ideas, y estas le vienen de Dios; que no conoce la literatura rusa más que de oídas, y que siendo una la humanidad, los sentimientos humanos no están demarcados dentro de secciones geográficas, por medio de líneas que se llaman fronteras. Aseguró después que para él las ideas de nacionalidad, de raza, son secundarias, como lo es esa ampliación del sentimiento del hogar que llamamos patriotismo. Todo eso lo tiene nuestro D. Nazario por caprichoso y convencional. Él no mira más que a lo fundamental, por donde viene a encontrar naturalísimo que en Oriente y Occidente haya almas que sientan lo mismo, y plumas que escriban cosas semejantes.

—Si es lo que yo digo —indicó el que había entrado con Zárate—. Ese es un tío muy largo, pero muy largo... No hay quien me apee de la opinión que formé de él el primer día. Estamos aquí haciéndole la corte al patriarca de los tumbones, y popularizando al Mesías de la gorronería... ¡Oh!, convengamos en que hace su papel con un histrionismo perfecto, y que ha sabido llevar hasta lo sublime el carácter del farsante aventurero y vagabundo. Yo sostengo que este tipo es la condensación más acabada del españolismo en todas sus fases... sin negar que lo muy español pueda ser también muy ruso... entendámonos.

—Pero vengan acá, señores míos —dijo don Manuel atrayendo con su gesto y con sus palabras la atención benévola y cortés de toda aquella tropa—. Perdónenme si meto baza en sus discusiones. Piense cada cual de este desdichado Nazarín lo que quiera. Pero al demonio se le ocurre ir a buscar la filiación de las ideas de este hombre nada menos que a la Rusia. Han dicho ustedes que es un místico. Pues bien: ¿a qué traer de tan lejos lo que es nativo de casa, lo que aquí tenemos en el terruño y en el aire y en el habla? ¿Pues qué, señores, la abnegación, el amor de la pobreza, el desprecio de los bienes materiales, la paciencia, el sacrificio, el anhelo de no ser nada, frutos naturales de esta tierra, como lo demuestran la historia y la literatura, que debéis conocer, han de ser traídos de países extranjeros? ¡Importación mística, cuando tenemos para surtir a las cinco partes del mundo! No sean ustedes ligeros, y aprendan a conocer dónde viven, y a enterarse de su abolengo. Es como si fuéramos los castellanos a buscar garbanzos a las orillas del Don, y los andaluces a pedir aceitunas a los chinos. Recuerden que están en el país del misticismo, que lo respiramos, que lo comemos, que lo llevamos en el último glóbulo de la sangre, y que somos místicos a raja tabla, y como tales nos conducimos sin darnos cuenta de ello. No vayan tan lejos a indagar la filiación de nuestro Nazarín, que bien clara la tienen entre nosotros, en la patria de la santidad y la caballería, dos cosas que tanto se parecen y quizás vienen a ser una misma cosa, pues aquí es místico el hombre político, no se rían; que se lanza a lo desconocido, soñando con la perfección de las leyes; es místico el soldado, que no anhela más que batirse, y se bate sin comer; es místico el sacerdote, que todo lo sacrifica a su ministerio espiritual; místico el maestro de escuela que, muerto de hambre, enseña a leer a los niños; son místicos y caballerescos el labrador, el marinero, el menestral, y hasta vosotros, pues vagáis por el campo de las ideas, adorando una Dulcinea que no existe, o buscando un más allá, que no encontráis, porque habéis dado en la extraña aberración de ser místicos sin ser religiosos. He dicho.

Celebraron los buenos chicos el discurso del venerable D. Manuel, y cuando alguno, con el respeto debido, a contestarle se disponía, llegaron nuevos visitantes, dos damas y dos caballeros aristocráticos, que anhelaban conocer a Nazarín, y tres o cuatro personas más, gente literaria o política, que ya le habla visto, y deseaba sondearle de nuevo, porque entre sí traían grande y enmarañada discusión sobre si era un tunante muy largo, o un sencillote con la cabeza trastornada.

«¿Qué?, ¿no podemos verle?» dijo sobresaltada una de las damas.

—Habrá que esperar a que salgan los que están dentro... la pintura, señora, la fotografía y las artes del diseño.

—¿Y qué? —preguntó a los periodistas uno de los de oficio literario que acababa de entrar—. ¿Saben ustedes si ha leído el librito de su nombre que anda por ahí?

—Lo ha leído —replicó uno de los que llegaron con Flórez—, y dice que el autor, movido de su afán de novelar los hechos, le enaltece demasiado, encomiando con exceso acciones comunes, que no pertenecen al orden del heroísmo, ni aun al de la virtud extraordinaria.

—A mí me aseguró que no se reconoce en el héroe humanitario de Villamanta, que él se tiene por un hombre vulgarísimo, y no por un personaje poemático novelesco.

—Y dice también que en su reyerta con los bandidos en la cárcel de Móstoles, no le costó tanto trabajo vencer su ira como en el libro se dice; que la venció al instante y con mediano esfuerzo.

—Pues para mí —manifestó el caballero aristocrático—, el libro es un tejido de mentiras. Toda la escena de Nazarín con el señor de la Coreja, la tengo por invención del escritor, porque D. Pedro de Belmonte es primo mío, le conozco bien, y sé que en ningún caso pudo sentar a su mesa al mendigo haraposo. Esta no cuela. Que mi primo cogiera una estaca, y le moliera los huesos, y le plantara en medio del camino, después de soltarle los perros, muy natural, muy verosímil. Está en carácter; ese es su genio; no puede esperarse otra cosa de su desatinada locura. Pero agazajarle, ponerse a hablar con él del Papa y del Verbo divino, eso no lo creo, eso no es verdad, es falsear a mi primo Belmonte. ¡Figúrense ustedes que fui la semana pasada a la Coreja, y a poco de entrar en su casa tuve que salir escapado en busca de la pareja de la Guardia civil!

En esto vieron salir a Urrea de la celda, seguido de los pintores y del cómico.

«Ea, ya tenemos aquí al chambelán, que viene a anunciarnos que Su Excelencia nos espera».

Pero el chambelán traía muy distintas órdenes.

«Señores —les dijo—, tengo el sentimiento de participarles que el amigo Nazarín les suplica por mi conducto que le dejen solo. Siente fatiga, y si no me engaño, tiene bastante fiebre. Le he tomado el pulso. Necesita descanso, quietud, silencio».

El efecto de estas palabras fue desastroso. Las dos damas no tenían consuelo. «¿Pero no podremos verle, siquiera un instante?».

—Me ha suplicado que, por hoy, le libre del vértigo de las visitas.

—Y hace bien en cerrar la puerta —declaró Flórez—. No sé cómo aguanta tanta impertinencia. Ea, señores, estamos de más aquí.

—Poco a poco —dijo Urrea—. La orden tiene una excepción. Supo que está aquí D. Manuel, y ha manifestado deseos de verle. Pase usted; pero solo.

—¡Ay!, nosotras... podríamos pasar también, hablarle un ratito... —indicó una de las damas.

—¡Oh!, no... sin duda quiere confesarse. Vámonos.

—¡Qué fastidio!... ¡Volveremos otro día! Yo quiero verle. Díganme ustedes, señores periodistas: ¿cómo es Nazarín? ¿Es cierto que su rostro tiene tal expresión, que desconcierta a cuantos lo miran? ¿Y cómo está vestido? ¿Qué dice? ¿Ríe o llora? ¿Habla con los que le visitan, les echa la bendición, o no hace más que mirarles?

Contestaban los buenos chicos a estas preguntas, excitando la curiosidad de las nobles señoras, en vez de calmarla. Inconsolables ellas por el chasco sufrido, y no pudiendo anegar sus ojos, sedientos de aquella gran novedad, en la fisonomía del apóstol errante, los clavaban en la puerta. ¡Ah!, detrás de aquella puerta estaba... Volverían a la mañana siguiente.

Entró D. Manuel, y desfilaron por las escaleras abajo todos los demás. Alguno propuso a las aristócratas llevarlas a ver a Ándara. Pero después de una espontánea conformidad con esta idea, una de las dos reflexionó y dijo: «¡Imposible! ¿Está usted loco? ¡Nosotras entrar en la Galera!». Luego fue apuntada la idea de visitar a Beatriz, y esto no pareció tan mal a las dos señoras. Sí, sí, podrían ver a la mística vagabunda y soñadora. Dividiose el grupo en la calle, y unos se dirigieron a la inmediata de San Blas, y los otros a la remota de Quiñones.

Salio Ándara al locutorio, y lo primero que le preguntaron los chicos fue si había leído el libro titulado Nazarín.

«Me lo leyeron —replico la presa—, porque a mí me estorba lo negro. ¡Ay, qué mentironas dice! Yo que ustedes, pondría en el papel que el escribiente de ese libro es un embustero, y lo avergonzaría, para que se fuera con sus papas a otra parte. ¿Pues no dice que yo pegué fuego ala casa?».

—Tú también lo dijiste al principio; pero ahora, ausente de tu señor Nazarín, que no te permite mentir, has arreglado con tu defensor, que es hombre listo, esa salidita del fuego casual. El hecho queda por lo menos dudoso, y la pena será relativamente corta.

—Que fue de casual, ¡ea!... ¡Caraifa con los niños de la prensa! Yo al principio no supe lo que decía. Se me derramó el condenado petróleo... Quedeme a obscuras... Encendí un misto, y vele ahí todo ardiendo... ¿Que no lo creen? Así costa... ¿Y quién me lo desmiente? ¿Quién me prueba que fue de voluntad? Si alguno de ustedes es el que ha escrito ese arrastrado libro, arrastrado le vea yo, ¡mal ajo!

—¿Sabes que te estás volviendo otra vez muy mal hablada?

—Desde que no está con el apóstol, ha vuelto a sus mañas.

—Ándara, nosotros somos tus amigos, y te queremos mucho. Pero si dices expresiones feas, se lo contaremos a D. Nazario, y verás, verás.

—No, no se lo digan. Es la costumbre de antes, que sale... Pero una palabra mala, dicha sin pensar, no hace pecado. Es que me encalabrino cuando me hablan del maldito libraco. ¡Miren que decir ese desgalichao autor que yo parezco un palo vestido! Fea soy, digo, lo que es bonita, no soy ahora, como lo era antes, aunque sea mala comparación... pero no tan fea que me tenga miedo la gente. Él será un esperpento, y en sus escrituras quiere hacer conmigo una desageración. ¿Verdad que no tanto?

—Tienes razón, no tanto, Andarilla. Otra cosa: ¿Deseas mucho ver a tu maestro?

—¡Ay, no me lo diga! ¡Verle! ¡Qué diera yo por verle, por oír su voz!... Créanme, señores de la prensa, y pueden ponerlo en el papel, si les viene a mano. Por verle daría yo la salud que ahora tengo, y la que tendré en muchos años. Me conformaría con estar en esta cárcel o en un presidio toda mi vida, si supiera que lo había de ver todos los días, aunque no fuera más que un cuarto de hora.

—Eso es querer, Ándara.

—Esto es querer, y creer en él, pues no ha mandado Dios al mundo otro que se le parezca... lo digo y lo sostengo, aunque me claven en cruz para que cante otra cosa. Que me desuellen viva para que diga que no le quiero, y ayudando yo misma a que me arranquen el pellejo, diré que es mi padre, y mi señor, y mi todo.

—¡Bien, brava Ándara!

—Nos contó Beatriz que ella le ve en espíritu, y siempre que quiere le hace revivir en su imaginación...

—Esa es muy soñona. Yo, como más bruta que mi hermana Beatriz, ¡bendita sea!, no le veo cuando quiero, sino cuando él quiere dejarse ver.

—¡Hola, hola! Explícanos eso.

—No sean materiales, y compréndanlo sin más explicadera. Por las noches, cuando me tumbo en mi jergón, en medio de unas obscuridades como las del alma de Caín, si he sido buena por el día, si no he tenido pensamientos malos, abro los ojos, y en lo más negro de lo negro, veo una claridad, y en ella mi Nazarín que pasa... no hace más que pasar y mirarme sin decir nada... Pero por los ojos que me pone, entiendo lo que quiere hablarme. Unas veces me riñe unas miajas, otras me dice que esta contento de mí.

—Pues si le ves esta noche, no es mala peluca la que te echa.

—¿Por qué?

—Por esa mentira tan gorda de que el incendio de la casa fue de casual.

—¡Eh, que no es mentira!... Mentira lo que dice el libro, tocante a que quise zajumar el cuarto... ¡Vaya, que ya es por demás tanta conferencia! Lárguense al periódico, que allá tendrán que plumear.

—Antes hemos de preguntarte otra cosa ¡caraifa!

—No respondo más.

—¿A que sí? ¿La Beatriz viene a verte?

—Dos veces por semana. Ayer me trajo un vestido, que le dio para mí una señora de la grandeza.

—¡Hola, hola...! Noticia. ¿No te dijo el nombre, de esa señora?

Y todos ellos sacaron papel y lápiz.

«Sí; pero no me acuerdo. Era un nombre muy bonito... así como... Señor, ¿cómo era?».

—Haz memoria, Andarilla. ¿Sería la Condesa de Halma?

—Esa misma... Bien decía yo que era cosa buena... pues... del alma santísima.

—Bien, Ándara... te dejamos ya, caraifa.

—Adiós... adiós.

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