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Halma: V

Halma
V
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
  4. Segunda parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
  5. Tercera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
  6. Cuarta parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
  7. Quinta parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
  8. Autor
  9. Otros textos
  10. CoverPage

V

A las nueve de la mañana, Halma y Beatriz, en un cuarto de los altos, daban las últimas puntadas en las sábanas y colchas para las camas de las viejas que pronto entrarían en la comunidad de Pedralba. Con tiempo por delante, trabajo entre las manos, y sin testigo que las cohibiese, hablaron largamente. «Con que ya ves —decía la Condesa—: cuando yo pensaba que en esta soledad no vendrían a turbarnos las pasiones que hemos dejado allá, resulta que la sociedad por todas partes se filtra; cuando creíamos estar solas con Dios y nuestra conciencia, viene también el mundo, vienen también los intereses mundanos a decir: «Aquí estoy, aquí estamos. Si te vas al desierto, al desierto te seguiremos».

—¡Vaya, que es tecla la de esos señores! —replicó Beatriz—. ¿Qué daño les hace el pobrecito José Antonio?

—Este tumulto ha sido movido por mi hermano y otras personas de la familia, que no ven nunca más que el lado malicioso y grosero de las cosas humanas. Las almas tienen ojos: las hay ciegas, las hay miopes, las hay enfermas de la vista... En casa de mi hermano se reúne gente frívola y vana. Yo les perdono las mil ridiculeces que han dicho de mí; creí que nunca más tendría que pensar an tales malicias ni aun para perdonarlas. A mis hermanos les compadezco por ignorar que no siempre prevalece en las almas la maldad, y que una conciencia dañada puede purificarse. No creen; hablan mucho de Dios, admiran sus obras en la Naturaleza, pero no saben admirarlas ni entenderlas en la conciencia humana. No son malos, pero tampoco son buenos; viven en ese nivel medio moral a que se debe toda la vulgaridad y toda la insulsez de la sociedad presente. A tales personas, hazles comprender que nuestro pobre José Antonio se ha corregido, que no es aquel hombre, sino otro. Semejante prodigio no entra en aquellas cabezas atiborradas de política, de falsa piedad y de una moral compuesta y bonita para uso de las familias elegantes.

Antes de referir lo que dijo Beatriz, conviene manifestar que, habiéndole ordenado una y otra vez la Condesa que la tutease, hizo los imposibles por complacerla, sin poder conseguirlo más que a medias. La obediencia y el respeto en su lengua se tropezaban, dando lugar a fenómenos rarísimos. Cuando estaban las dos en la cocina o lavando ropa, y surgía conversación sobre cualquier asunto doméstico, la mujer de pueblo llamaba de tú sin gran esfuerzo a la señora. Pero cuando se hallaban en el piso alto de la casa, y recaía la conversación en cualquier punto que no fuera del trajín diario, se le resistía el empleo de la forma familiar, vamos, que con toda la voluntad del mundo, no podía, Señor, no podía.

«¡Y por esas cosas perversas que piensan los de Madrid —dijo Beatriz—, tendrá la señora que arrojar de aquí a su primo! ¡Lástima grande, porque el pobrecito cumple bien, y es tan gustoso de esta vida del campo!».

—¡Arrojarle! Nunca he pensado en ello. Sería una crueldad. Le defenderé mientras pueda, y creo que antes se cansarán ellos de atacarle que yo de defenderle. Pero presumo, mi querida Beatriz, que esto negocio de mi primo ha de ocasionarme algún trastorno en mi pobre ínsula, si esos señores insisten en señalarle como un peligro para mí y para Pedralba. Yo desprecio la opinión aviesa y calumniosa; pero tal podrá llegar a ser la que se ha formado en Madrid contra mí por haber admitido aquí al pobre Pepe, que no habrá más remedio que tenerla en cuenta. Podrían sobrevenir sucesos que dieran al traste con nuestro humilde reino, porque las autoridades eclesiásticas me retirarán su protección, dejándome sola, la autoridad civil me mirará también con malos ojos, y ¡adiós Pedralba, adiós nuestra dichosa soledad, adiós nuestros días serenos consagrados a Dios y a los pobres!

—Eso no puede ser —dijo Beatriz muy convencida—. El Señor no lo consentirá.

—El Señor lo consentirá por darme un sufrimiento más, y acabar de probarme. El Señor, que me afligió, cuando a bien lo tuvo, con tantas desdichas, ahora me envía la mayor y más dolorosa, mi honra puesta en duda, Beatriz, y...

—¡Tu honra! —exclamó Beatriz irguiéndose altanera, y por primera vez empleó el tú en un asunto grave—. No, yo digo que eso no puede ser, y si la honra de la mujer más santa que existe en el mundo no brilla como el sol, digo que el Infierno se ha desatado sobre la tierra.

—Calma, calma. El Infierno está donde estaba; las gentes mentirosas y frívolas hacen hoy lo que han hecho siempre, y mi conciencia, traspasada de parte a parte por la mirada de Dios, resplandece gozosa delante de todos los infiernos y de todas las maldades habidas y por haber. Esto digo yo.

—¡Y yo —exclamó Beatriz, presa de una súbita exaltación, levantándose—, digo que tú eres una santa, y que yo te adoro!

Cayó a sus pies, como cuerpo muerto, y se los besó una y otra vez.

«Levántate... déjame... no me gustan esos extremos —dijo Halma—. Óyeme con tranquilidad».

—No puedo, no puedo... ¡La idea de que ultrajan a mi reina y señora me enloquece!

—Ten calma y paciencia. ¿Qué te importa a ti ni a mí que me ultrajen? ¿No nos desagravia Dios al instante, dándonos la alegría del padecer, esa felicidad que ellos no conocen?... Déjame seguir, y que acabe de explicarte la causa de lo turbada que estoy.

—Ya escucho —dijo Beatriz sentándose, pero sin atender a la costura.

—Pues reducido el caso de José Antonio a cuestión pura de conciencia, nada temo. Soy inocente, él también, y Dios lo sabe. Desprecio los juicios de la frivolidad humana, y sigo impávida mi camino. Pero como no somos libres, como dependemos de una autoridad, de varias autoridades, si retengo a mi primo en Pedralba, corre peligro nuestra pobre ínsula religiosa, esta ciudad, o más bien aldea de Dios que tanto trabajo me ha costado fundar. Aquí tienes el horroroso conflicto en que me veo. Si Dios no se digna iluminarme, no sé cómo he de resolverlo... Es triste, tristísimo, que para no aparecer como rebelde a la autoridad eclesiástica, tenga que dar el golpe de gracia a un inocente, y apartarlo de esta bendita vida... Nunca será justo ni caritativo que le expulse; pero ¡ay!, habré de exponerle la situación y suplicarle que nos deje.

Callaron ambas, volvieron a funcionar las agujas, y los picotazos de estas y los suspiros de las dos costureras parecían continuar el triste diálogo. Metida en sí misma, la Condesa prosiguió razonando así: «Es triste cosa que no se encuentre la paz ni aun en el desierto. Yo ambicionaba crearme una pequeña sociedad mía, consagrada conmigo al servicio de Dios; yo deseaba decirle a la sociedad grande: «No te quiero, abomino de ti, y me voy a formar, con cuatro piedras y una docena de personas, mi pueblo ideal, con mis leyes y mis usos, todo con independencia de ti...». Pero no puede ser. El organismo total es tan poderoso, que no hay manera de sustraerse a él. La Iglesia, contra la cual no tendré nunca acción ni pensamiento, no me deja mover sin su permiso en este humilde rincón, donde me encierro con mi piedad y el amor de mis semejantes. Para conservarme en la compañía de mis hermanos, de mis hijos, tengo que transigir con las rutinas de fuera, venidas de allá, del enemigo, del mundo. Huyo de él y me acosa, me sigue a mi Tebaida, diciéndome: «Ni en lo más hondo de la tierra te librarás de mí». ¡Dios me dé luces para librarme de ti, sociedad grande! ¡Deme paciencia para sufrirte, si no consiente mi emancipación!».

Una hora más tarde, hallándose la señora en la cocina, proseguía su monólogo, y recobraba lentamente el admirable reposo de su espíritu. «Vaya, que es para tomarlo a risa. Yo creí que mi ínsula, oculta entre estas breñas, viviría pobre y obscura, ni envidiosa ni envidiada. Y ahora resulta que la cercan y la acosan las ambiciones humanas. ¡Pobre ínsula, tan sola, tan retirada, y ya te salen por todas partes Sanchos que quieren ser tus gobernadores! La Iglesia me pide la dirección de esta humilde comunidad; la Ciencia, no queriendo ser menos, también pretende colarse, y por último, solicita dirigirnos y gobernarnos... la Administración. ¿Y qué haré yo ante tan apremiantes intrusos? El Señor me dirá lo que tengo que hacer, el Señor no ha de dejarme indefensa y vacilante en medio de este conflicto. ¡Obediencia, independencia!... ¡Oh, entre vosotras dos, dígame el Señor cómo he de componerme!».

Antes de comer, Beatriz, que en toda la temporada de Madrid, y en los días de Pedralba, no había tenido ni ataques leves de su constitutivo mal espasmódico, creyéndose por tan largo reposo completamente curada, sintió amagos aquel día, sin duda por las emociones violentas de su diálogo con la señora. Procuró esta tranquilizarla, asegurándole que con la ayuda de Dios todo se arreglaría: para que se distrajera, y amansara con un saludable ejercicio los desatados nervios, la mandó a llevar la comida de Urrea y Nazarín al monte, donde ambos trabajaban. Aquilina, que era la designada para esta comisión, se quedó en Pedralba, y Beatriz, con su cesta a la cabeza, se puso en camino, gustosa de tomar el aire y divagar por el campo.

Por la tarde llegó D. Remigio de paseo, el cual se mostró con la señora Condesa más amable que nunca, dándole palmaditas en el hombro, diciéndole que no se apurase por lo que los tres amigos y vecinos le habían manifestado el día anterior; que no procediera con precipitación en el asunto de José Antonio, ni se disgustase por tener que darle la licencia absoluta, pues él, D. Remigio, con toda cautela y habilidad, convidándole para una cacería en Torrelaguna, o pesca en el Jarama, le convencería de la necesidad de presentar su dimisión de asilado pedralbense... Y así se conciliaba todo, evitando a la señora la pena de despedirle... Y tomando resueltamente el tono festivo, dejose caer en el otro asunto. ¡Oh!, lo de la dirección médico-farmacéutica propuesta por Láinez era una graciosísima necedad... ¿Pues y lo de la dirección aratoria y oficinesca, producto del caletre de don Pascual Amador? Ya supuso él que la señora Condesa se desternillaría de risa, en su fuero interno, oyendo tales despropósitos. La dirección religiosa, sobre la base de una perfecta concordancia de ideas y sentimientos entre el Rector y la Fundadora, se caía de su peso, y con tal organismo, no era difícil llevar a Pedralba por caminos gloriosos.

Oyole Halma con benevolencia, sin soltar prenda en asunto tan delicado, y hablaron luego de los trabajos de instalación, de lo que aún no se había hecho, y de lo que se haría pronto para completar y redondear el pensamiento. Todo lo encontró D. Remigio acertadísimo, admirable, superior. Y como la conversación recayese en Nazarín, se acordó de que había recibido una carta para él. «Aquí está —dijo poniéndola en manos de la señora—. Aunque usted y yo estamos autorizados para leerla, se la entrego sin abrir. Trae el sello de Alcalá, y debe de ser de los infelices Ándara y Tinoco (el sacrílego), que ya están purgando sus delitos en aquel penal. Le llaman sin duda, ¡pobrecillos!, y si de mí dependiera, le permitiría que fuese y les consolara, dando vigor y salud a sus desdichadas almas. Pero temo que me venga una ronca del Superior, si ese viaje le consiento, aunque sólo sea por pocos días. Piénselo usted, no obstante, y la señora Condesa toma la iniciativa, y acepta la responsabilidad...».

Negose la dama a resolver sobre aquel punto, y ya que hablaban de Nazarín, ambos le colmaron de elogios. «Es tan humilde —dijo don Remigio—, su comportamiento tan ejemplar, su obediencia tan absoluta, que si de mí dependiera, no tendría inconveniente en darle de alta. ¿Ha notado usted, en el tiempo que aquí lleva, algo por donde se confirme y corrobore la opinión de demente?».

—Nada, Sr. D. Remigio. Sus actos todos, su lenguaje, son de una cordura perfecta.

—¿Ni siquiera un rasgo ligero de trastorno, algo que indique por lo menos la ideación...?

—Absolutamente nada.

—Es particular. Vive como un santo; no ocasiona el menor disgusto, discurre bien cuando se le incita a discurrir, calla cuando debe callar, obedece siempre, trabaja sin descanso, y no obstante... no sé, no sé... Láinez dice que su inteligencia se aplana poco a poco.

—No lo creo yo así.

—La Facultad sabrá lo que afirma. Si ese síntoma crece, llegará a un estado de imbecilidad... Lo dice Láinez... ¿Ha notado usted indicios de aplanamiento cerebral?

—¿Dificultad en coordinar las ideas, lentitud para expresarlas?...

—No señor...

—¿Habla usted con él a menudo?

—Muy poco.

—Pues conviene tantear esa inteligencia, presentándole temas difíciles por vía de ejercicio. Así se verá si hay vigor o flaqueza en sus facultades. Yo empleé este procedimiento no ha mucho con un primo mío, que dio en padecer disturbios de la mente, y el resultado fue desastroso.

—Pues en este caso, me figuro que será lisonjero. Haga usted la prueba.

—Que sí, que sí. Mándemele allá mañana.

—Irá; pero... Si usted me lo permite... —dijo la de Halma, súbitamente asaltada de una idea.

—¿Qué?

—Antes de mandarle alla, haré yo un pequeño examen.

—Corriente. Y luego me toca a mí, que he de ser duro, examinador implacable. Mire usted: le propondré, para que me los desarrolle, los puntos más difíciles de las Summas y de las...

—Como no es más que una prueba, pronto se conoce si su inteligencia declina.

—Y aunque declinase un poco, por causa de la edad, de los disgustos, su razón puede conversarse sin ningún extravío, y siendo así, debiera el Superior devolverle las licencias.

—Lo veremos. No digo que no... Señora mía, adiós.

—Don Remigio, muchas gracias por todo. ¿No quiere tomar nada?

—¡Oh, gracias! Fuera de mis horas, ya sabe que no...

—¿Ni chocolate?

—¡Oh!, ¡golosinas de viejos! Señora, somos de la hornada moderna, de la Facultad de Derecho... Adiós, que es tarde. Descansar.

—Hasta cuando usted quiera, señor cura.

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