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Halma: VI

Halma
VI
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
  4. Segunda parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
  5. Tercera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
  6. Cuarta parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
  7. Quinta parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
  8. Autor
  9. Otros textos
  10. CoverPage

VI

Mientras Amador fue en compañía de los dos viajeros, menos mal. D. Remigio charlaba con él de montura a montura, dejando al otro en la libre soledad de sus pensamientos. Pero el bravo paleto se despidió en los Molinos (encrucijada de donde partía el sendero que a sus casas de la Alberca conducía), y ya solos el cura y el primo de la Condesa, desencadenó aquel sobre este todo el torrente de su locuacidad. Difícilmente, apurando sus donaires, logró sacarle del cuerpo alguna que otra palabra, y conociendo al fin que el motivo de su tristeza no era otro que el pronto regreso a San Agustín, quiso consolarle con estas compasivas razones: «Créame, Sr. de Urrea, en Pedralba, a estas horas, estaría usted soberanamente aburrido. ¿Sabe usted lo que hacen allá desde anochecido hasta que cenan? Pues rezar, rezar, y rezar que se las pelan y usted, hombre de piedad muy problemática, cortesano al fin, chapado a la modernísima, huirá del santo rezo como los gatos del agua fría. ¡Si entiendo yo a mi gente... ah!... Verdad que también en San Agustín, en cuanto lleguemos, rezaré yo el rosario con Valeriana y algunas vecinas. Pero usted se puede ir con Láinez al casino, y cenar con él, y volver a mi modesta casa, a la suya, digo, a la hora que le acomode. En Pedralba, con el último bocado de la cena en la boca; se acuestan todos a dormir como unos santos. ¡Bonita noche iba usted a pasar allá! No, señor madrileño, con sus puntas de calavera, y sus ribetes de escéptico materialista, no está usted forjado en estas costumbres entre rústicas y monásticas. ¡El campo! ¡Pues poco que le cansará el campo! Para usted, ponerle de noche en medio de estas soledades, será lo mismo que si a mí me meten de patitas en un salón de baile. ¿Qué haría yo? Salir bufando. Suum cuique, señor de Urrea. Con que, no le pese venir conmigo. En el casino, entiendo que hay billar, tresillo, y se habla de política... lo mismo que en Madrid».

No consiguió el buen curita consolarle, y el alma del calavera arrepentido se ennegrecía más conforme se acercaban a San Agustín. Llegados al pueblo, resistiose a ir al casino. Desde la sala oía el rezo del rosario en el comedor; durante la cena hizo desesperados esfuerzos por aparentar alegría, y se retiró a la alcoba, impregnada del olor de paja. Le dolía la cabeza.

Interminable y tormentosa fue para él la noche; levantose muy temprano, acompañó a la iglesia a su digno amigo y anfitrión, y mientras este se despojaba en la sacristía de las vestiduras sacerdotales, José Antonio puso en práctica la idea concebida entre dolorosas vacilaciones al amanecer, resolución que, una vez compenetrada en su voluntad, adquirió la fuerza de un acto instintivo. Como escolar castigado, que se escapa del colegio, tomó el caminito de Pedralba, a pie, y al perder de vista las casas de San Agustín, sintiose más aliviado de su mortal ansiedad, y con valor para arrostrar lo que por tan atrevido paso le sucediese. Las nueve serían cuando avistó el castillo, y antes de acercarse, exploró las tierras circunstantes, dudando si hacer su entrada por el camino derecho, o por algún atajo. Esto era pueril, y sus vacilaciones, al término del viaje, denunciaban al colegial prófugo. No viendo a nadie por aquellos contornos, anduvo un poco más, y su vista prodigiosa le permitió distinguir desde muy lejos, en una ladera del monte, dos bultos, dos personas. Con un poco más de aproximación pudo reconocer a Nazarín y D. Ladislao, que estaban cortando leña, y allá se fue, rodeando un buen trecho, para que no le viera la gente del castillo. Hablar con Nazarín antes de presentarse a la Condesa, le pareció un trámite muy oportuno, tras del cual ya vio, con fácil optimismo, solución satisfactoria. Al llegar junto a los dos leñadores, Nazarín, que desde lejos le había visto venir, no manifestó sorpresa. Vestía el cura ropas de Cecilio, calzaba gruesos zapatones, y su cabeza descubierta recordaba más al procesado del hospital de Madrid que al sacerdote de la rectoral de San Agustín.

«¡Hola, D. Nazario...!, ¿trabajando, eh?... Aquí me tiene usted otra vez. Pues he venido... ¿Con que cortando leña?».

—Sí señor... Este ejercicio al aire libre me agrada mucho. La señora Condesa está buena, gracias a Dios. Parece que ha venido usted a pie.

—Un paseíto. No estoy cansado.

—Pues no pudimos arreglar el horno: tienen que venir los albañiles. La señora me mandó a paseo, quiero decir, a que me paseara, y aquí estoy ayudando al amigo D. Ladislao.

—Bien, hombre, bien. Pues yo quería... hablar con usted, querido Nazarín —balbució Urrea, abordando el asunto—. Usted es un santo, digan lo que quieran, y me ayudará a obtener el perdón de Halma, por haber vuelto acá sin su permiso.

—La señora es muy indulgente.

—Pero mi falta es más grave de lo que parece, porque he venido con propósito firme de quedarme aquí, y no salgo ya de Pedralba si no me sacan descuartizado. Óigame.

—¡Hombre, hombre!... Sr. de Urrea —dijo Nazarín dejando a un lado el hacha, para consagrarse a oír con calma las confidencias del parásito corregido.

—Pues verá usted... Mi prima quiere tenerme en Madrid. Ya está usted al corriente. Yo era un perdido; ella, con su infinita bondad, maestra de la virtud y destructora del pecado, me transformó; hizo de mí otro hombre, hizo de mí un niño; me infundió el miedo del mal, el amor del bien. Yo no me conozco. La tengo por una madre, y la obedezco en cuanto mandarme quiera; pero no puedo obedecerla en una cosa... repito que soy un niño... no puedo obedecerla en la disposición tiránica de vivir en Madrid, porque lejos de ella me asaltan tentaciones, o llámense recuerdos, de mi anterior vida mala, y la corrección que tanto ella como yo deseamos, no se afirma, no puede afirmarse.

—¡Hombre, hombre...!

—Ayer vine con propósito de hablarle de este asunto y pedirle que me dejase aquí; pero no tuve valor para decírselo. ¡Tanta gente delante...! Convénzase usted de que soy un niño, y de que el antiguo desparpajo del calavera se ha convertido en una timidez invencible... Palabra que sí... Pues me dijo que me volviera a San Agustín, y me volví; el caballo me llevó como una maleta, y hoy, sin darme cuenta de ello, movido de una irresistible fuerza, me he venido a Pedralba, me han traído las piernas, que antes se me romperán, en mil pedazos, que volver a llevarme a Madrid. Y yo le pregunto a usted: ¿Se enojará mi prima? ¿Se obstinará en que viva lejos de ella? Porque ha de saber usted que he cometido una falta gravísima, una falta en la cual parecen reverdecer mis mañas antiguas, mi mal corregida perversidad. Verá usted.

—¿A ver, a ver...?

—Pues Halma me arregló en Madrid una pequeña industria para que yo trabajase, y adquiriera, como ella dice, una honrada independencia. Mientras Halma permaneció en Madrid, muy bien: yo trabajaba, y empecé a ganar dinero... Pero se va ella, quiero decir, se viene acá, y adiós hombre, adiós propósitos de enmienda, adiós trabajo y formalidad. Me entró una murria espantosa; yo no vivía, yo no comía, yo no pegaba los ojos. Una mañana..., no se fue un demonio o un ángel quien me tentó. ¿Qué cree usted que hice? Pues en un santiamén vendí todos los trebejos, máquinas, utensilios, papel; realicé, liquidé, y me vine acá.

—Con propósito de no volver a la Villa y Corte. ¡Pobre Sr. de Urrea! Ignoro cómo tomará la señora este arranque. Yo, sin autoridad para juzgarlo, no lo veo con malos ojos.

—¡Porque usted es un santo! —exclamó Urrea con ardor, levantándose del suelo para abrazarle—. Porque usted es un santo, y el ser más hermoso y puro que hay sobre la tierra, después de mi prima; y el que diga que Nazarín está loco, ¡rayo!, el que se atreva a decir delante de mí tal barbaridad...!

—¡Eh... Sr. de Urrea, calma, pues creeremos que el loco es usted...!

—Para concluir, Sr. Nazarín de mi alma, si usted intercede por mí, lo primero que debe decirle, después de darle cuenta de mi última calaverada, el traspaso de los trebejos, es que yo quiero que me admita aquí como a uno de tantos. Quiero ser un pobre recogido, un infeliz hospiciano. ¿Que se necesita hacer vida religiosa?... pues seré tan religioso como el primero. ¿Que se necesita trabajar en estos oficios rudos del campo?, pues José Antonio sera el más activo y el más obediente obrero que ella pueda suponer. Pónganme en el último lugar; aposéntenme en la cuadra que no se crea bastante cómoda para las caballerías; rebájenme todo lo que quieran. ¿Qué piden? ¿Humildad, paciencia, anulación? Pues aquí, bajo su gobierno, sintiendo su autoridad materna y su divina protección, yo seré humilde, sufrido y no tendré voluntad. ¿Que habrá que rezar largas horas? Yo rezaré cuanto ella y usted me enseñen. Las faenas rudas no sólo no me asustan, sino que las deseo, y pienso que han de serme tan útiles para el cuerpo como para el alma... Y diciéndole usted todo esto, Sr. Nazarín, como usted puede y sabe decirlo, yo creo que... ¡Ah!, se me olvidaba una cosa muy importante...

Diciendo esto, echó mano al bolsillo y sacó una carterita. «Aquí está lo que obtuvo de la venta de todo aquel material, y del traspaso de mi negocio. Déselo usted; no vaya a creer que me lo he gastado de mala manera en Madrid».

—No, mejor es que lo guarde para entregárselo usted mismo.

—Pues en broma, en broma, son la friolera de nueve mil y pico de pesetas, con las cuales podríamos hacer aquí algo de lo que ayer indicaba D. Pascual Amador.

Dijo el podríamos con acento de ingenua oficiosidad, que hizo sonreír a Nazarín.

«No sé —replicó este, incorporándose en el suelo—. Tenga usted presente, que al instalarse aquí la señora con nosotros, sus pobres amigos en Dios, sus hijos más bien, ha quebrantado toda relación con el mundo de allá, para emplear su vida en el servicio de Dios, y en actos de caridad sublime. Podría considerar la señora que usted no es enfermo, ni pobre, ni necesitado, y que...».

—Que me admitan en concepto de loco —dijo Urrea interrumpiéndole con viveza.

—¡Oh, no!, para locos, bastante tienen conmigo —replicó D. Nazario, con inflexión humorística, casi casi perceptible.

—Y como pobre, ¿quién lo es más que yo? Y como necesitado de corrección, de atmósfera moral... ¡Por Dios, queridísimo Nazarín, no me quite usted las esperanzas!

—Aquí no se entra sino con el corazón bien dispuesto para la piedad, amigo Urrea, y si la señora dejó en las calles de Madrid, como ella dice, su corona y todos los demás signos del orgullo social, nosotros debemos arrojar en la puerta de Pedralba las pasiones, los deseos desordenados, todo ese fárrago que entorpece la vida del espíritu. Son aquí precisas de todo punto la obediencia a nuestra madre doña Catalina, y un acatamiento incondicional a sus designios.

—Nadie me ganará —afirmó Urrea con emoción—, en venerar y adorar a mi prima, mirándola como lo que Dios nos permite ver de su presencia en esta tierra miserable. Que me admita, y ninguno, ni usted mismo, me aventajará en sumisión, ni en considerar a nuestra maestra y señora como una madre. Si quiere someterme a una prueba de acatamiento, que no me hable, que no me mire, que me dé sus órdenes por conducto de usted o de otro cualquiera, y yo viviré calmado y satisfecho sólo con sentirme cerca de ella, bajo su dulce despotismo. Admirándola, aprenderé el amor de Dios; y su perfección, relativa como humana, me dará el sentimiento de la absoluta perfección divina. Ella será mi iniciación de fe; por ella seré religioso, yo que he sido un descreído y un disipado, y ahora no soy nada, no soy nadie, hombre deshecho, como un edificio al cual se desmontan todas las piedras para volverlas a montar y hacerlo nuevo.

—Bien, señor, bien —indicó Nazarín, impresionado vivamente por esta declaración, y sintiendo una gran simpatía hacia Urrea—. Ya se acerca la hora de comer. Bajaré, y hablaré a la señora. Y otra cosa: ¿usted no come?

—¿Yo qué he de comer? Mientras usted no le hable, yo no bajo al castillo. Cuando vuelva, D. Nazario, tráigame un pedazo de pan.

—Espéreme aquí.

—Y acabaré de partirle aquellos troncos; así voy aprendiendo a aprovechar el tiempo —afirmó Urrea desembarazándose de la americana, y cogiendo el hacha.

—Como usted quiera. Adiós. Ladislao, ya es hora: vamos.

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