V
También lloraba la sin par Catalina oyendo los gritos de la conciencia de su buen amigo, y las tres convinieron luego en que mientras más se humillara el bonísimo D. Manuel al prosternarse ante el Dios de Justicia, más le ensalzaría este, dándole el premio que por sus virtudes merecía. A las once de la noche, ya levantados los manteles de la frugal cena, hallándose la Condesa en el comedor, embebecida en la lectura de sus devociones ante una lampara con pantalla de figurines, entró José Antonio. No pudiendo pasarse un día entero sin verla y hablar con ella (tal era su adhesión ardiente, que más parecía de perro que de persona), agarrábase a la obligación de informarse del estado del enfermo para entrar en la casa y aproximarse a su bienhechora.
«Nuestro D. Manuel está mal —le dijo Halma, cerrando su libro y marcando la página con un dedo—. Tenemos que pedir a Dios con toda nuestra alma que nos conserve esa vida tan preciosa, tan necesaria. Hay que rezar, rezar sin tregua, Pepe, y tú también... Pero sin duda no sabes; lo has olvidado... Si yo quisiera enseñarte, ¿aprenderías tú?».
—Tú conseguirás de mí cuanto quieras, y nada tengo por imposible si tú me lo mandas —replicó el joven con alegría—. Soy hechura tuya; soy un hombre nuevo, que has formado entre tus dedos, y luego me has dado vida y alma nuevas...
—Entre paréntesis, dime una cosa: ¿nos critican mucho por ahí?
—Horriblemente. Pero tu grande alma me ha enseñado lo que me parecía, más que difícil, imposible, despreciar esas infamias, y no castigarlas inmediatamente.
—Dios es nuestro juez, y nos acusa o nos absuelve, por medio de nuestra conciencia. Vete fijando en lo que te digo, y asegúralo en tu pensamiento. Eres un niño, y como a tal te instruyo.
—Y yo lo aprendo todo. No tendrás queja de mí. Pero yo quisiera, mi buena Halma, que me mandaras cosas difíciles, muy difíciles, para que probaras mi obediencia ciega.
—Por ejemplo, que te arrojes a un horno encendido, o que te tires por la ventana.
—No es eso, aunque también eso haría si me lo mandaras. Cosas difíciles digo, de las que ponen a prueba la voluntad de un hombre. Mientras tú no me mandes eso, y yo te obedezca, no me creo digno de lo que estás haciendo por mí. Tú eres extraordinaria, increíble, inverosímil. Mi amor propio se pica, y también quiero salirme un poquitín de lo común.
—Descuida, que todo se andará. Como inverosímil, tú, que desde que empezamos a curar tu alma con una medicina de que todo el mundo se burlaba, te has desmentido a ti mismo. Hasta ahora parece que voy triunfando, y que mi extravagancia llevaba y lleva en sí algo de eficacia divina. Pero aún falta mucho, José Antonio, y si te cansas en lo peor del camino, me dejarás mal.
—No me cansaré. Voy contigo al fin del mundo, ya me lleves tirando de mí por un fino hilo de seda, ya por un dogal muy fuerte. Tira sin miedo, que no haré nada por soltarme.
—Te advierto que, aunque te sueltes, aunque al tirar de la cuerda me hieras y lastimes, no me arrepentiré de lo hecho.
—Porque tú eres... no diré una santa, ni un ángel, expresiones vagas que han desacreditado los poetas y los predicadores..., sino una mujer superior a cuantas andan por el mundo, la mejor, la única, el femenino en grado sublime.
—Eh... basta. Allí tienes otra maña que he de quitarte, la lisonja.
A los motivos de gratitud que subyugaban al parásito corregido haciéndole esclavo de la Condesa de Halma, habíase añadido últimamente uno, que era sin duda el más fuerte eslabón de su cadena. A la penetración de la reformadora no podían ocultarse las recónditas miserias y envilecimientos de la vida de Urrea, úlceras morales que por su calidad indecorosa no podían ser mostradas. Pero la sagaz doctora las conocía por inducción, y creyendo, en conciencia, que para la completa cura había que atacar aquel secreto desorden, antes que corrompiera la parte del ser que iba paulatinamente sanando, incitó al enfermo, en buena ley de moral médica, a la confesión o sinceridad más radicales. Él se resistía, creyendo que cuanto a tal asunto se refiriese no podía ni siquiera mentarse en presencia de la santa y pura señora, como no es lícito decir en la iglesia palabras indecentes, ni fumar, ni cubrirse. Pero ella, valerosa y serena, como santa Isabel de Turingia poniendo sus manos en la cabeza de los tiñosos, le abrió camino para la explicación que deseaba, rompiendo el secreto en esta forma:
«No es menester ser zahorí, querido Pepe, para saber que en tu vida de pobreza vergonzante, angustiada y vil, ha de haber, además de los sapos que ya hemos sacado del fango, culebras que necesitamos extraer para sanarte por entero. Es inútil que me lo niegues. ¡Ah, tonto, como se ven los gusanos que se alimentan de la putrefacción, veo en derredor tuyo enjambre de mujeres, a quienes sólo llamaré desgraciadas, porque no hay mayor desdicha que perder el pudor!».
—Es cierto. ¿Cómo negarte nada, si tú lo sabes todo?
—Tienes que limpiarte de esa podredumbre, Pepe, pues de lo contrario, estás expuesto a corromper de nuevo el mejor día.
—Sí, sí.
—Pero pronto, pronto. Adivino que esto no es fácil, y que para romper con todo ese pasado vergonzoso hay obstáculos materiales. Confiésamelo, dímelo todo, ten conmigo la franqueza que tendrías con un camarada de tu sexo. La vida humana ofrece tantas anomalías, que aun para librarse de la ruina se necesita tener dinero, y que del mismo vicio no puede huirse sin mostrarse con él caballeresco y dadivoso.
—Es verdad. Eres la ciencia humana y divina —replicó Urrea con viva emoción.
—Más claro: para cortar tus lazos viles con esa infeliz gente, necesitas dinero. Al hacer la cuenta de tus ahogos y de los compromisos que amargaban tu vida, has ocultado esta por delicadeza, por respeto hacia mí. ¿No es verdad?
—Sí.
—Quizás te encuentras obligado y sujeto por favores recibidos.
—Sí.
—Quizás has contraído deudas... en común. No te apures. Hablaremos de esto lo menos posible, para ahorrarte la vergüenza que el caso entraña. Prométeme cortar en absoluto y para siempre, con propósito de no reincidir, esas relaciones infames, y yo te doy el dinero que necesites para tu completa liberación. Así, así, las cosas se dicen clarito, y se hacen con valor.
—¡Oh, Halma! —exclamó anonadado el calavera, arrodillándose ante su prima, e intentando besarle las manos—. Si no te digo que te tengo por criatura sobrenatural, no expreso todo lo que siento.
—Levántate. Hoy mismo te ocuparás de eso. Dímelo todo: no ocultes nada. Mañana liquidas tus deudas de ignominia. Si sintieras duda, o escrúpulo, porque hubiese algún lazo dificilillo de cortar, aun con tijeras de oro, vienes y me lo cuentas, y yo te daré ánimos, razones... y veremos de arreglarlo.
Alentado por tan poderoso estímulo, Urrea cortó relaciones indecorosas, algunas que le estorbaban horrorosamente, llenando su alma de hastío, otras que, si afectaban algo a su corazón, no tenían raíces tan hondas que no pudieran arrancarse con mediano esfuerzo. ¡Y qué libre, qué ancho, qué desahogo se sintió después! ¡Con qué placer veía las caras bonitas y risueñas perderse en la bruma que precede a las tinieblas del olvido! Uno solo de los tirones que tuvo que dar le produjo dolor. Pero acordándose de su prima, lo sufrió valeroso, y aun lo hubiera resistido con heroísmo si fuera de los hondos y lacerantes. Pero ello se redujo a un poquitín de pena o desconsuelo, y dos días bastaron para que la mundana figura que motivaba aquel estado psíquico, se desvaneciera también con las otras en una neblina de indiferencia. Al terminar esto, la Condesa de Halma tomó ante su aplacado espíritu proporciones enteramente divinas. Lo que sintió Urrea no podía compararse sino al júbilo inenarrable del náufrago que pisa tierra después de angustiosa lucha con las olas. Le salvaba aquella luz, faro, o estrella del mar, y ante ella hacía la ofrenda de su vida futura.
No satisfecho con informarse por la noche del estado de D. Manuel Flórez, José Antonio iba también por las mañanas. Comúnmente, entre nueve y diez, Catalina había vuelto de misa, y estaba barriendo y limpiando la sala y gabinete, mientras el ama y sobrina atendían al enfermo. Cubría la Condesa su talle con un mandil de Constantina, y manejaba la escoba con rara habilidad. ¡Quién había de decirlo, viendo aquellas manos aristocráticas, finas, blancas como azucenas, de forma bonitísima, largos, gordezuelos y puntiagudos los dedos, verdaderas manos de Santa Isabel de Murillo, que ni en las cabezas plagadas de miseria perdían su virginal pureza y pulcritud! Urrea no se atrevió a pedirle permiso para besarle las manos, por no profanarlas con su labio pecador. No merecía tan grande honra. Verdaderamente, aquellos dedos que cogían la escoba eran dignos de tomar la hostia consagrada.
«¿Y D. Manuel, cómo sigue?».
—Mal. La noche ha sido intranquila. No ha podido dormir; sufría mucho de la cabeza. No ha desvariado, antes bien, habla como un santo que es. Hoy se le administra el Santo Sacramento. Prepárase a recibirlo con unción y alegría. ¿Sabes en qué conozco que nuestro buen D. Manuel se nos muere? En que su alma es toda candor. Piensa y habla como un niño. Tanta simplicidad demuestra que su alma se ha despojado de todo lo terreno. ¡Qué hermosura morir así! Aprende, primo mío, aprende, y para que mueras como un justo, vive en la justicia y la verdad.
—Yo vivo donde tú me mandes —dijo el parásito apartándose para no estorbarle en su barrido—. Donde me pongas allí me estaré. Y ahora, déjame que te pregunte una cosa. Dicen en tu casa que te vas a vivir a Pedralba.
—Eso había determinado; pero la falta de este incomparable amigo perturba mis planes, y aún no sé lo que haré.
—¡Y yo me quedo aquí! —observó Urrea con pena—. Yo aquí solo. Verdad que no estamos lejos, y puedo ir a verte con frecuencia. Pero no sé si tú lo consentirás. Debo seguir en Madrid, para evitarte disgustos, para que no se ceben en ti la envidia y la malignidad.
—Esa razón no es razón. Ya sabes que no me afectan los dichos de la gente frívola y vana. La calumnia misma, que a otros aterra, puede venir a mí, y acometerme y destrozarme. De sus ataques saldré más fuerte de lo que soy. Es la forma civilizada del martirio, ahora que no tenemos Dioclesianos que persigan al Cristianismo, ni sectarios furibundos que corten cabezas de creyentes... Pero si la calumnia no es motivo para que aquí te quedes —añadió, dejando la escoba, y poniendo los muebles en su sitio, después de restregarles la madera con un paño, tarea en que gustosamente la ayudó su protegido—, en Madrid continuarás solito, por razón de tus trabajos. No olvides la segunda parte de nuestro convenio. Has de hacerte un hombre útil, que viva honradamente, sin depender de nadie.
—Sí, sí. Yo realizaré tu hermosa idea. Eres como una madre para mí, y debo venerarte, porque me das el ser.
—Y debo creer que este hijo mío es ya crecidito, con fuerza suficiente para no necesitar andadores, y juicio para gobernarse por sí solo.
—Así será, si tú lo quieres. ¿Y ahora qué me mandas? ¿Me retiro?
—Sí, tenemos mucho que hacer. Luego hemos de preparar la cama y adornarla para recibir al Divino Visitante, que hoy tendremos aquí. Márchate, y vuelve esta tarde a la hora del Viático. No quiero que faltes.
—No faltaré —dijo Urrea, y besando la orla del delantal grosero que ceñía el cuerpo de la noble dama, se retiró triste... ¡Partir Halma, quedarse él! ¡Enorme consumo de voluntad exigiría esta separación del hijo y la madre, del discípulo aún muy tierno y la santa y fuerte maestra!