VIII
«Halma, de hoy no pasa que yo tenga contigo una explicación. Mi conciencia me lo pide, me lo exige. Gracias a ti, no sólo tengo casa y cama en que dormir, y platos en que comer, sino conciencia. Esta me abruma: siempre que vengo, me digo: 'De esta vez, se lo confieso'. Y siempre me falta valor. Pero lo que es hoy, querida prima, hoy, o canto o reviento».
—¿Pero qué es eso, José Antonio, has hecho alguna cosa inconveniente?
—No, no: no temas que yo falte a lo tratado. Mi corrección es tan cierta como que ahora vivimos tú y yo. Trátase de pecadillos antiguos, que no tienen en sí mucha gravedad, quiero decir, sí la tienen por ser contra ti. Cualquier falta cometida contra ti es gravísima. Yo quiero confesarlos hoy... Verás...
—Pero, hijo, vale más que se lo cuentes a un confesor. Por mí, tus pecadillos están perdonados. Falta que Dios te los perdone.
—Yo no tengo que buscar más perdón que el tuyo.
—Eso... casi casi es una irreverencia.
—Tú eres mi confesor, mi altar; tú eres mi santa, mi Virgen Santísima, mi...
—Calla, y no digas más desatinos. Pareces un chiquillo.
—Lo soy. Tú me has vuelto a la infancia, a la inocencia, a la edad aquella venturosa en que correteábamos los dos por los andurriales de Zaportela. Soy y quiero ser un niño, y como niño, a ti, que eres como mi madre, te confieso mis horribles pecados. Atiende. Lo primero... cuando tu hermano me sugirió la idea de pedirte socorro, yo no tenía más objeto que darte lo que llamamos un sablazo, ni más intención que emplear tu dinero en pagar algunas deudas apremiantes, quizás en probar fortuna al juego para sacar cantidad mayor. Pues cuando tu hermano me lo indicó, yo dije que tú estabas loca. ¡Ya ves qué insolencia!
—¿Y no es más que eso? —dijo Catalina riendo, y rasgando a tirón un gran pedazo de lienzo, de modo que su risa y el estridor de la tela se confundían—. Pues con muchas abominaciones como esa, tu rinconcito en el Infierno no hay quien te lo quite.
—Es más, es mucho más —añadió Urrea suspirando fuerte—. Dije también que tú eras tonta.
—¡Bah, bah!
—¡Llamarte tonta a ti, que eres la misma inteligencia...! El tonto es él, tu hermano, con la tiesura planchada de su alma inglesa, él, incapaz de nada grande, ni de un rasgo de sensibilidad...
—Eh... caballero; está usted pecando en el mismo confesonario. Por un lado se sincera, y por otro se carga con nuevas culpas, haciendo juicios temerarios.
—Pues no digo nada de tu hermano. Sabrás que también hablé pestes del bonísimo don Manuel, y le llamé congrio, y...
—Ja, ja... de seguro que te lo perdonará si lo sabe.
—Y después, una noche que comí en casa de Monterones, hablamos tu hermano y yo. Siempre que estoy a su lado, me siento con malos instintos, no puedo resistir las ganas de chafar su pulcra educación inglesa, como la felpa planchada y lisa de los sombreros de copa. Me gusta cepillarla a contrapelo, expresar conceptos que le contraríen y le hieran. Pues con esa intención, y sin ánimo de ofenderte, dije que yo pensaba contratar contigo, en cinco mil duros, la conducción a España de las cenizas de tu querido esposo, y añadí mil tonterías... Te advierto, en descargo mío, que había bebido más de la cuenta... Lo peor fue que no hablé del pobre Carlos Federico con el respeto que merece su memoria. Mi palabra que no.
—Eso es un poquito más grave —dijo Halma con severidad, fijos los ojos en su costura—; pero te lo perdono también, puesto que declaras que no sabías lo que hablabas, y que no tenías intención de agraviarme. ¿Qué más?
—Por ahora nada más. ¿Te parece poco? Me quedo muy tranquilo, después de habértelo confesado. Y ahora vamos a otra cosa. ¿Sabes que tu hermana y tu cuñadita, y todo el enjambre de amigas te critican acerbamente, por no haber correspondido a sus cuestaciones como ellas esperaban, y que además te ponen en solfa a ti y a D. Manuel por lo que estáis haciendo por mí?
—¿Y qué? No me afano por eso. Les perdono cuanto digan de mí, ya sea impertinencia sin malicia, ya malicia verdadera.
—No se detienen en la línea del chiste más o menos discreto, sino que la traspasan, llegando a ofenderte con apreciaciones calumniosas. La de San Salomó dice que eres una hipócrita, y que las visitas que me has hecho estas mañanas para arreglarme el cuarto, no pertenecen al orden de la beneficencia domiciliaria.
—Todo eso es para mí —dijo la viuda con augusta serenidad—, lo mismo que el ruido del viento entre las tejas de la casa... Dios conoce mi interior, y ante Él expongo mi conciencia como realmente es. Los juicios de los hombres para mí no existen.
—¡Oh, yo no tengo esa virtud! ¡Claro, cómo he de tener esa que es tan difícil, si otras muy fáciles no las puedo tener! Lo que yo siento es furor de venganza al oír tales infamias. Sería feliz si pudiera retorcerle el pescuezo a la bribona que tal piensa y dice.
—¡Oh, por Dios, Pepe, no sigas por ese camino, si no quieres lastimarme, y perder en absoluto mi estimación!
—Anoche tuve dos o tres agarradas en las casas de Monterones y de Cerdañola por defenderte, porque para mí no hay mayor gloria que poner tu nombre y tus actos por encima de cuanto hay en el mundo. Yo me pelearía con todo el que no te confesase como la virtud más grande y pura que conocen Madrid y España entera; y haría morder el polvo al que pusiese en duda tu santidad, tu honestidad, tu entendimiento soberano.
—¡Jesús, cállate por Dios, y no disparates más, primo! ¿Estás loco?
—Y si te conviene probarlo, dime quién te ha ofendido en tu dignidad, en tu honor, o siquiera en tu amor propio, para aplastarle contra el suelo como un reptil, Catalina, para hacerle polvo...
Decía esto en pie, accionando con calor énfasis de personaje heroico. Su prima, después de romper un hilo con los dientes, mirándole asustada, le calmó con una franca y placentera sonrisa.
«Dije que eras un niño, y ahora lo pareces más que nunca. Nadie me ha ofendido en mi dignidad ni en mi honor; pero aunque alguien me ofendiera, no consentiría yo que tú hicieses por mí el paladín en esa forma criminal y anticristiana. Estoy pasmada de tu falta de cristianismo. ¿Pero de dónde sales tú, desdichado? ¿En qué mundo de soberbia y de errores has vivido? Primo mío, si quieres que yo te proteja y mire por ti hasta hacerte persona regular, no me traigas acá bravatas caballerescas. ¡Matar! ¿Creas tú que puedo yo estimar a quien hiera a su semejante por un dicho, por una opinión, ni aun por un hecho ofensivo? No, José Antonio, eso conmigo no te vale. Ahoga esos sentimientos de crueldad, de venganza, y de despreció de las leyes divinas. Si no, no te quiero, no podré quererte, no serás nunca el niño bueno, con el cual quiero hacer un hombre... mejor».
Desbordábanse en el alma de Urrea la gratitud y el afecto filial, y reconociendo que Halma hablaba conforme a sus cristianos sentimientos, replicó manifestando su incondicional sumisión a cuanto la dama pensara y resolviera. Despidiose, porque tenía que ver y escoger aquel mismo día unos aparatos para su industria, y preguntando a su protectora si debía volver por la tarde, díjole ella que no sólo se lo permitía, sino que le rogaba que volviese después de comer.
A poco de salir Urrea, entró D. Manuel Flórez, el cual, después de informar a la soberana de los pasos dados para recoger cuentecillas y pagarés del primo pobre, le dijo que había visto a Nazarín; pero que aún no podía formar juicio definitivo de aquel hombre sin semejante. Por cierto que el Marqués, con quien hablado había del propio asunto (y esto se lo dijo Flórez a la Condesa en la forma más delicada), no encontraba pertinente que el infeliz sacerdote manchego fuese llevado a su casa, porque siendo el tal, en aquellos días, objeto de las indagaciones informativas de los noticieros de la prensa, si estos se enteraban de que había sido conducido a la casa de Feramor, armarían un alboroto que a él no le gustaba. Por respeto de su casa, por consideración al mismo apóstol vagabundo, a quien él sabía respetar también, no era procedente, no era correcto, no era oportuno..., pues...
«Mi hermano tiene razón —dijo Halma, anticipándose al consejo de su canciller—. No es conveniente, mientras no se calme el rebullicio del público. Desista usted pues, por ahora...».
—No, si ya he desistido —replicó D. Manuel, queriendo hacer constar su iniciativa.
Y sin hablar cosa de más provecho, se retiró. Después de anochecido, cuando la viuda acababa de comer, entró José Antonio, y movido de nerviosa impaciencia, no aguardó mucho tiempo para decirlo: «Vengo furioso, querida prima. ¿Sabes que abajo hacen mil catálogos, y se permiten indicaciones ridículamente maliciosas...? Aciértame por qué... Dicen que anoche saliste con tu criada a eso de las nueve, y que no volviste hasta muy tarde. Están locas. Es mucho cuento que no puedas tú salir y entrar cuando gustes. Y puesto que a esa hora no hay novenas, ni sermón, ni Cuarenta Horas, ni costumbre de pasear, ni tú frecuentas los teatros, aquí tienes a tres señoras de alta alcurnia devanándose los sesos por averiguar a qué sitio, que no sea iglesia, ni paseo, ni teatro, puede ir una dama virtuosa entre nueve y diez de la noche».
—Déjalas que digan lo que quieran. Con eso se entretienen las pobres. En medio de su frivolidad, y del tumulto que las rodea, ¡se aburren tanto!... Pues sí, anoche salimos. ¿Sabes a qué hora regresamos? Ya habían dado las once.
Y volviéndose a su criada, que recogía la costura, le dijo: «Prudencia, no recojas. Esta noche te quedas aquí cosiendo. Mi primo me acompañará».
—¿Sales también esta noche? —le dijo el de Urrea estupefacto.
—Sí, y te llevo de rodrigón, por si tuviera algún mal encuentro. ¿Por qué pones esa cara? Prudencia, mi abrigo, mi mantilla.
En un momento se dispuso para salir. Cogiendo un lío de ropa, bien envuelta dentro de un pañuelo prendido con alfileres, lo entregó a su primo, y sin tomarle el brazo, bajaron y salieron a la calle. A excepción del portero, nadie les vio salir.
«Aunque no es muy lejos —dijo Catalina guiando hacia Puerta Cerrada—, como los pisos están malísimos, tomaremos un coche, si te parece».
Así lo hicieron, y la Condesa dio las señas: San Blas, 3.
«¿Sabes a quién vi cuando pasábamos frente a San Justo? —le dijo Urrea, no bien empezó a rodar el pesetero—. Pues a Perico Morla. Sin duda iba a tu casa. Se paró para mirarnos. Ese llevará el cuento a Consuelo».
—Déjale que lleve todos los cuentos que quiera.
—Y de seguro ha venido en acecho hasta Puerta Cerrada, y nos ha visto entrar en el simón. Veras qué pronto da la noticia, que será la novedad de esta noche.
—Bien. ¿A ti te importa algo?
—¿A mí? Absolutamente nada. Palabra...
—Pues a mí tampoco...
—Lo que más me ha inquietado al ver a Morla, dejándome muy mal sabor de boca, es que... ¿Quieres que te lo diga?
—Sí, hombre, dímelo.
—Pues que le debo doce duros. Ya se me había olvidado...
—¡Ah!, pues recuérdamelo mañana para mandárselos, es decir, para que se los mandes tú.
No tardaron en llegar al término de su viaje, que era una casa de apariencia bastante mediana, con estrecho portal y una escalera sucia, desquiciada y bulliciosa. Desde los descansos veíase un patio de corredores, y en estos, arriba y abajo, multitud de puertas entornadas, por las cuales salía ruido de voces, claridad y tufo de petróleo, olores de cenas pobres. Subieron Catalina y su acompañante al tercero, y cuando se aproximaban a la puerta, Urrea lanzó una exclamación, diciendo: «¡Ah!, ya sé a dónde vamos, prima. Desde que entré por el portal, me pareció reconocer la casa. Pero no caía, ¡qué confusión!, no daba en lo cierto. Ya sé, ya sé. Como que aquí estuve yo la semana pasada con los periodistas. Aquí vive Beatriz, la discípula de Nazarín».
—Es verdad. Llama.