VII
Con infantil ardor, alentado por las esperanzas que la mediación de Nazarín le infundía, el parásito la emprendió con los troncos; pero al cuarto de hora de estrenarse en el oficio de leñador, tuvo que moderar sus bríos, porque se sofocaba y un sudor copioso brotaba de su frente. Luego volvió a la carga, conteniéndose en la medida de sus naturales fuerzas, y mientras más troncos partía, más vivo era el contento que inundaba su alma. ¡Ah, pues si le fuera permitido meterse de lleno en aquella vida! Aprendería mil cosas gratas, como arar, sembrar, escardar, cuidar aves y brutos, hacerse amigo de la tierra, súbdito del reino vegetal y campestre. Y no se le haría cuesta arriba en tal ambiente la vida religiosa, ascética, privándose de todo regalo y hasta de hablar con gente. No tendría más amigos que los animales, y esclavo del terruño, conservaría libre y gozoso el pensamiento para elevarlo a Dios a todas horas del día. En estas cavilaciones le cogió la vuelta de Nazarín, a eso de la una y media. Cuando le vio venir, con su reposado paso de siempre, sin anticipar con su mirada albricias ni desengaños, el corazón se le saltaba del pecho.
«La señora —manifestó el cura mendigo, cuando estuvo a tiro de palabra—, dice que baje usted a comer».
—Pero...
—Nada, que bajo usted a comer. No me ha dicho nada más.
—¿Sigue usted aquí cortando leña?
—No, hoy es jueves, y toca explicar la Doctrina a los niños. Aquilina les ha dado la lección. Cuando la señora tenga organizada la escuela, todos alternaremos en la enseñanza.
—Hasta eso haría yo, si ella me lo mandara: domar chicos, y meterles en la cabeza el a b c. ¡Quién me lo había de decir...! En fin, voy. ¿Sabe usted que estoy temblando? ¿Y qué tal? ¿Se enfadó al saber...?
—Se mostró más compasiva que enojada.
—Eso ya es buen síntoma. Voy... ¿Y he de ir ahora mismo?
—Ahora mismo, pues, le tienen prepara la comida.
—No tengo apetito... ¿Y de veras no dijo que soy una mala cabeza?... ¡Oh, qué bondad, qué santidad, Dios mío! ¡Ni siquiera recriminarme! ¿Cómo no adorarla lo mismo que al Dios que está en los altares? Nada, verá usted cómo me perdona, y me admite, y... El corazón me dice que sí. Procede como la Divinidad, la cual, según ustedes, concede todo lo que se le pide con fe y compunción. Yo tengo fe en ella, querido Nazarín, y derramado lágrimas del alma sólo por sentirme bajo su divino amparo. Vamos allá, que seguramente usted, que es también santo, habrá intercedido gallardamente por este infeliz. Lo dicho, dicho: el que se atreva a sostener que Nazarín está loco, se verá con José Antonio de Urrea. No lo tolero... mi palabra que no.
—Sea usted juicioso, amigo mío.
—¡Locura la piedad suprema, locura la pasión del bien ajeno, locura el amor a los desvalidos! No, no... Yo sostengo que no, y lo sostendré delante del cura y del juez y del Obispo y del Papa, y del mundo entero.
—No alborotarse, y vaya comprendiendo que en Pedralba no se disputa, ni se sostienen opiniones más que por quien puede y debe hacerlo. Los demás, a obedecer y callar. ¿Usted qué sabe si yo soy loco o soy cuerdo?
—¿Pues no he de saberlo?
—Ea, basta... Vamos pronto, que la señora nos aguarda.
Bajaron, y cuando Urrea entró en la casa y en el comedor, más muerto que vivo, lo primero que le dijo su prima, poniéndole la comida en la mesa, fue: «Pero, hijo, estarás desfallecido. ¿Por qué no bajaste a comer con Nazarín y don Ladislao?».
Echose Urrea de rodillas a sus pies, diciendo con trémula voz que él no probaría bocado mientras no recibiera el perdón que humildemente solicitaba.
«Eres un niño —le dijo Halma—. Come, y después hablaremos... Pero como eres un niño grande, y con resabios mañosos, hay que sentarte un poquito la mano. Come con calma, pobrecito... ¿Tú quieres hierro? Pues hierro. Yo no contaba contigo para esta vida, porque nunca creí que la resistieras. Se hará la prueba con todo el rigor que exige tu pasado y las malas costumbres que todavía conservas».
Comiendo y suspirando, por momentos risueño, por momentos conmovido hasta derramar lágrimas, José Antonio le dijo que por grande que fuera el rigor de la prueba, no lo sería tanto como su energía y tesón para resistirla, y que a todo se hallaba dispuesto con tal de vivir bajo la santa autoridad de Halma. No le arredraban las cuestas por agrias que fuesen. ¿Cuesta religiosa?, pues a ella. ¿Cuesta de trabajos rudos, como de presidiario?, pues a ella.
Como llegara D. Pascual Amador, se habló de otros asuntos. Iba el paleto hidalgo a llevar a la señora unos documentos de la Alcaldía de Colmenar para que los firmara, y se despidió después de tomar un vasito de vino. «D. Pascual —le dijo Halma, entregándole la cartera que poco antes le había dado su primo—. Hágame el favor de guardarme eso. Son...».
—Nueve mil seiscientas cincuenta —apuntó Urrea.
—No lo necesitaré —añadió la Condesa—, hasta que emprenda la roturación del prado grande. Porque me decido, Sr. D. Pascual, me decido. Hay que sacar del suelo de Dios todo lo que se pueda. La huerta la empezaremos el lunes, rompiendo la tierra con los brazos que aquí tengo. Mire usted, mire usted qué obrerito se me ha entrado por las puestas...
Celebró mucho Amador los nuevos propósitos de la señora, que concordaban con sus ideas del fomento de Pedralba, y partió a vigilar a los jornaleros que tenía en la Alberca.
«Para hacer boca —dijo Catalina al neófito—, me vais a desescombrar, entre tú y los sobrinos de Cecilio, las ruinas estas, hasta descubrirme el suelo».
—Ahora mismo.
—Ten calma. Esta tarde vas al cuarto bajo de la torre, donde provisionalmente tenemos la escuela, y oirás la explicación de la Doctrina cristiana... Como has estado cortando leña, esta noche tendrás unas agujetas horribles. Descansas, y mañana, a lo que te he dicho, como preparativo para faenas más penosas.
—Para mí no hay nada difícil estando aquí.
—Vivirás en la otra casa, con Cecilio. Esta noche arreglarás tu cama en el pajar, como Dios te dé a entender. ¿No has dormido tú nunca sobre un montón de paja? Yo sí, allá, muy lejos de España..., y en aquellos días de abandono y miseria, me pareció el colmo de la incomodidad y de la humillación. Hoy me sería indiferente.
—Me instalaré muy gustoso en el pajar.
—Esta noche, en la nota de los encargos que ha de traer de Colmenar el tío Valentín, pondremos: un chaquetón de paño pardo para ti, unos zapatos gruesos, de lo más grueso que haya, una faja, una montera... Verás qué elegante estás. Como en tu domicilio no hay espejo, podrás mirarte en el charco de la fuente. Y cuando venga la pareja de bueyes, aprenderás a uncirlos, a manejarlos. ¿Sabes tú lo que es un arado, y el peso que tiene? Pues ya te irás enterando. Comerás con nosotros, pues aquí no debe haber más que una mesa para todos los habitantes de la ínsula. Día llegará en que Cecilio y su gente, y el tío Valentín, comamos reunidos. Mañana, si las agujetas no te estorban mucho, después que hayas tomado el tiento a las piedras de las ruinas, vuelves a partir un poquito de leña... No quiero que estés ocioso ni un momento. La prueba tiene que ser seria, para que yo pueda formar de ti un juicio seguro, y te considere capaz o incapaz de compartir nuestra vida. Pues aguárdate, que luego vendrán los ejercicios religiosos, el madrugar con el alba, las mortificaciones, la asistencia de enfermos... ¡Ah!, todavía no te has hecho cargo de la gravedad de lo que deseas y pides. Tú, hombre de salones, hombre sin principios, inteligencia demasiado sensible a la actualidad, a lo nuevo y reciente, te has dejado influir por esas rachas de ideas que vienen del extranjero, lo mismo que las modas, del vestir, del comer y del andar en coche. Te cogió la ventolera religiosa, que suele soplar de vez en cuando, lanzada por las tempestades que recorren furiosas el mundo, y ya tenemos a Urreíta delirando por lo espiritual, como deliraría por un autor nuevo o por la última forma de sombreros o trajes. Y te vienes acá con una piedad de aficionado, que no es lo que yo quiero, ni nos hace falta ninguna.
—No es eso, no es eso —replicó José Antonio con acento persuasivo—. Yo quiero creer, yo anhelo parecerme a ti, conservando la distancia entre mi monstruosa imperfección y tu...
—Mi aspiración es volver a empezar, más claro, volver a nacer. Me he muerto; resucito hijo tuyo, y esclavo tuyo. Encárgame de los oficios más bajos y humillantes, y en cosas de religión lo más difícil. ¿Asistir enfermos has dicho? Nazarín me enseñará.
—En eso y en otras muchas cosas, buen maestro tuyo y mío puede ser.
En esto pasó Nazarín por delante de la ventana del comedor, cambiadas ya las ropas de leñador por las de cura. Iba al ejercicio de Doctrina, y ya los rumores de algazara infantil anunciaban que la familia menuda se reunía en la sala provisionalmente destinada a escuela.
«Allá voy yo también —dijo Urrea viéndole pasar—. Quiero ser como los pequeñitos. Verdaderamente, ese hombre me parece divino, y por él, por la influencia que sin duda tiene en ti, he conseguido tu perdón. ¿Qué te dijo, qué razones alegó en mi favor?».
—No hizo más que contarme lo que habías hecho.
—¿Y tú...?
—Le pedí su parecer sobre la resolución que debía tomar contigo.
—¿Y él...?
—Me dijo que debía admitirte.
—¡Prima mía —exclamó Urrea con exaltación, braceando por alto—, al que me diga que ese hombre está loco, le mato!... ¡ah, no!
Llevose la mano a la boca como para contener la palabra, y volver a meterla para adentro.
«No, no le mato, dispensa. Pero le... Tampoco... Lo que haré será decir y proclamar, contra la opinión de todo el mundo, que no es demente, que no puede serlo, que el mayor de los contrasentidos sería que lo fuese... Y tú crees lo mismo, Halma, no me lo niegues: tú crees lo mismo».
—¿Tú qué sabes?... Silencio, y a la Doctrina.
—Voy.