IX
Lo que platicaron aquella noche, después de cenar, la gobernadora de la ínsula y el futuro señor de Pedralba, no consta en los papeles del archivo nazarista de donde todos los materiales para componer la presente historia han sido escrupulosamente sacados. Sin duda, después de dar cuenta de la grave resolución matrimonial de la santa Condesa, no creyeron los cronistas del nazarismo que debían extenderse a mayores desarrollos historiales de tan considerable suceso, o conceptuaron vacías de todo interés religioso y social las sentidas palabras con que aquellas dos personas hicieron confirmación solemne de su propósito matrimoñesco. Lo único que se encuentra pertinente al caso es la noticia de que José Antonio de Urrea se preparó aquella misma noche para partir a Madrid a la mañana siguiente. Y otro papel nazarista corrobora que, en efecto, partió a caballo al romper el día, y que Halma salió a despedirle, y a desearle un buen viaje, agregando algunas advertencias que se le habían olvidado en su coloquio de la noche anterior. Es un hecho incontrovertible, del cual darán fe, si preciso fuere, testigos presenciales, que ya montado en la jaca el presunto gobernador de la ínsula, y cuando estrechaba la mano de la Condesa, pronunció estas palabras: «No llevo más que un resquemor: que nuestro D. Remigio, que de seguro tocará el cielo con las manos al ver que no lo cae la breva de la Rectoría de Pedralba, ha de fastidiarnos con dilaciones, y quizás con entorpecimientos graves. No he cesado de cavilar sobre ello esta noche, y al fin, querida prima, lo que saco en limpio es que necesitamos comprar su voluntad».
—¡Comprarle...!, ¡cómo...! ¿Qué quieres decir?
—Ya verás. No me vengo de Madrid sin traerme su nombramiento para una de las parroquias de allá. Es su sueño, su ambición, y si yo logro satisfacerla, el hombre es nuestro ahora y siempre. He pensado que nadie puede ayudarme en esta pretensión como Severiano Rodríguez, el cual es, ya lo sabes, íntimo amigo del Obispo. Y como Severiano y tu hermano Feramor tuvieron una formidable agarrada en el Senado, y ahora están a matar, espero que me apoye con interés, con ardor de sectario. Basta para ello hacerle comprender que el parlamentario y economista inglés ha de ver con malos ojos lo que a nosotros nos agrada y favorece. Créelo, araré la tierra de allá, como he arado la de aquí, por ganarnos la benevolencia del curita de San Agustín, que es quien ha de echarnos las bendiciones. Déjame a mí, que ya sabré arreglarlo..., mi palabra. Ya me río al pensar en el tumulto que ha de armarse cuando yo suelte la noticia. Será como echar una bomba; de aquí oirás el estallido, y te reirás, mientras allá me río yo, hasta que venga el día feliz en que nos riamos juntos... Adiós, adiós, que es tarde».
El primer día de la ausencia de Urrea, la Condesa, en largo y afectuoso conciliábulo que celebró con Nazarín, según consta en documentos de indubitable autenticidad, indicó al apóstol cuán justo y humano sería darle de alta, declarándole en el pleno goce de sus facultades intelectuales. Si ella hubiera de decidirlo, no había duda, ¿pues qué prueba más clara del perfecto estado cerebral de D. Nazario, que su incomparable consejo y dictamen en el asunto que Halma sometió días antes a su criterio?
A lo que respondió serenamente el peregrino que, hallándose sujeto a observación por el Superior jerárquico, sólo este podía resolver si debía o no ser reintegrado en sus funciones sacerdotales. Cierto que un buen informe de la señora Condesa, a quien la Iglesia confiara la custodia del supuesto demente, sería de gran peso y autoridad; pero a juicio del interesado, este informe no sería eficaz si no iba precedido de una explícita manifestación de su Superior inmediato, el cura de San Agustín. Añadió el apóstol que su mayor gozo sería que le devolviesen las licencias para poder celebrar el Santo Sacrificio, y si se le concedía la libertad, se trasladaría sin pérdida de tiempo a Alcalá de Henares, donde sus caros feligreses, el Sacrílego y Ándara, sufrían el rigor de la ley. Por lo demás, su paciencia no se agotaba nunca, y esperaría tranquilo, decidido a no disfrutar la anhelada libertad, mientras quien debía dársela no se la diera.
Con D. Remigio habló también la Condesa de este asunto, no obteniendo de él más que vagas promesas de estudiarlo, sometiéndolo además al criterio facultativo de Láinez. También dio cuenta al cura y al médico de su proyectado casamiento, y no hay lengua humana que describir pueda la sorpresa, el estupor de aquellas dignísimas personas, y del vecino propietario de la Alberca. D. Remigio no paró, en todo el viaje de Pedralba a San Agustín, de hacerse cruces sobre boca, cara y pechos.
Cinco días estuvo José Antonio en Madrid, regresando en la mañana del sexto, gozoso y triunfante, pues se traía bien despachado todo el papelorio que la celebración del casamiento exigía. Contando a su prima el escándalo que en la familia produjo el notición de la boda, empezaba y no concluía. Al principio, lo tomaron a broma: convencidos al fin de que era cierto, cayó sobre los solitarios de Pedralba una lluvia de sangrientos chistes. El menos ofensivo era este: «Catalina se llevó a Nazarín para curarle, y él la ha vuelto a ella más loca de lo que estaba». Hicieron Halma y Urrea lo que anunciado habían antes de la partida de este: pasar buenos ratitos riéndose de todo aquel tumulto de Madrid, que seguramente no les causaría inquietud ni desvelo. Acertó a presentarse en aquel momento el buen D. Remigio, y Urrea se fue derecho a él, y dándole un abrazo tan apretado que parecía que le ahogaba, le dijo: «Mil parabienes al ínclito cura de San Agustín, por la justicia que sus superiores le hacen, concediéndole plaza proporcionada a sus grandísimos talentos y eminentes virtudes».
No comprendía D. Remigio, y el otro, repitiendo el estrujón, hubo de explicárselo con toda claridad.
«Sepa que me he traído su nombramiento...».
—¿Para una parroquia de Madrid?
—No ha podido ser, por no haber vacante en estos día, mi dignísimo amigo y capellán; pero el señor Prelado, con quien habló de usted un amigo mío, encareciéndole sus méritos, aseguró que irá usted a los Madriles muy pronto, y que en tanto, para que hombre tan virtuoso y sabio no esté obscurecido en ese villorrio, le nombra Ecónomo de Santa María de Alcalá.
—¡Santa María de Alcalá! —exclamó D. Remigio como en éxtasis; ¡tan soberbio y apetitoso le parecía su nuevo destino!
Y un abrazo más sofocante que los anteriores, selló la amistad imperecedera entre el buen párroco de San Agustín, y el insulano de Pedralba.
«¿Y qué puedo hacer yo para demostrarle mi agradecimiento, Sr. de Urrea, qué puede hacer este modesto cura...?».
—Ese modesto cura no tiene que hacer más que conservarnos su preciosa amistad, que en tanto estimamos. Y antes de entregar la parroquia al que viene a sustituirle, échenos las santas bendiciones.
—Ahora mismo..., digo, mañana, pasado mañana. Estoy a las órdenes de la señora doña Catalina, a quien ya no debo llamar Condesa de Halma.
—Será pasado mañana, Sr. D. Remigio —indicó Halma—. Y otra cosa he de merecer de su benevolencia: que no me olvide al bendito Nazarín.
—Como he de ir a la Corte a ver a mi tío, allá informaré favorablemente. ¡Si salta a la vista que está en su cabal juicio! Inteligencia clara como el sol. ¿Verdad, señora?
—Tal creo yo.
—No tengo inconveniente en darle de alta, bajo mi responsabilidad, seguro de que el señor obispo ha de confirmar mi dictamen, y si quiere venirse conmigo a Alcalá, me lo llevo, sí, señor, y le daré una modesta habitación en mi modestísima casa.
—Nos alegramos de ello y lo sentimos —afirmó la señora de Pedralba—, porque la compañía del buen don Nazario nos es gratísima sobre toda ponderación.
—Ya vendrá a vernos —dijo Urrea—. Y al señor D. Remigio también le tendremos aquí alguna vez. Esto no es ya un instituto religioso ni benéfico, ni aquí hay ordenanzas ni reglamentos, ni más ley que la de una familia cristiana, que vive en su propiedad. Nosotros nos gobernamos solos y gobernamos nuestra cara ínsula.
—Y así debe ser..., y así no tienen ustedes quebraderos de cabeza, ni que sufrir impertinencias de vecinos intrusos, ni el mangoneo de la dirección de Beneficencia o de la autoridad eclesiástica. Reyes de su casa, hacen el bien con libérrima voluntad, sin dar cuenta más que a Dios... ¡Si es lo que yo he dicho siempre, si es la verdad sencilla, elemental!... ¡Ea! Pasado mañana en mi parroquia, a la hora que los señores me designen.
Concertada la hora, D. Remigio montó en su jaca y picó espuelas. El animalito debía participar del inquieto gozo de su amo, porque en un soplo le llevó al vecino pueblo.
En la nota de un curiosísimo documento nazarista, que merece guardarse como oro en paño, se dice que el mismo día de la boda salió de San Agustín el curita manchego, caballero en la borrica del gran D. Remigio. Despidiose afectuosamente de los señores de Pedralba y de Beatriz, que lloraba como una Magdalena al verle partir, y tomando la carretera hasta la barca de Algete, pasó el Jarama, siguiendo sin descanso, al paso comedido de la pollina, hasta la nobilísima ciudad de Alcalá de Henares, donde pensaba que sería de grande utilidad su presencia.
Santander. San Quintín, Octubre de 1895.