VII
Llegó poco después un señor eclesiástico, amigo íntimo de Flórez, D. Modesto Díaz, que goza fama de predicador excelente, uno de los primeros de Madrid. Tres o cuatro veces al día iba a enterarse del estado del enfermo, a quien entrañablemente quería, pues se conocieron desde la infancia, y en Madrid vivieron luengos años en cordialísimas relaciones, aunque cada cual actuaba en esfera distinta dentro de lo eclesiástico, pues si Flórez era relativamente rico, y no tenía que discurrir para proveer decorosamente a la existencia, Díaz, obrero incansable, trabajó toda su vida propter panem. De joven, tuvo que ganarlo para su madre, y en edad madura crió y educo sin fin de sobrinos huérfanos, que debían de padecer hambre canina, según lo que el pobre cura bregaba para mantenerlos, pues él daba lecciones de latín y moral, en colegios y casas particulares, de retórica y poética en un instituto, traducía del francés obras religiosas para un editor católico, y con esto y la celebración y sus sermones, que llegaron a constituirle un ingreso de cuenta, salió el hombre adelante con todo aquel familiaje, y algo le quedaba para socorrer a un pobre.
La diferente atmósfera en que Díaz y Flórez vivían, y el distinto camino de cada cual, no impidieron que se juntaran en el terreno de una amistad tan antigua como cariñosa. Eran vecinos: muchas tardes paseaban juntos, y perfectamente acordes en ideas y gustos, nunca surgió entre ellos disputa ni desavenencia por cosa dogmática ni temporal. Ambos eran buenos y estimados de todo el mundo; ambos piadosos y bienavenidos con su conciencia. Hasta se parecían un poco en lo físico; sólo que Díaz no se arreglaba tan bien como el otro, ni era tan pulcro, o si se quiere, tan elegante.
Con expresiones de sincero dolor se condolió D. Modesto de la gravedad de su amigo, manifestándose confuso por aquel repentino mal, que había venido como un escopetazo. «¡Pero si hace tres semanas estaba Manuel vendiendo vidas! Una tarde que fuimos de paseo hacia la Moncloa, hicimos recuento de los años que tenemos a la espalda, y calculando lo que podríamos vivir si el Señor nos conservaba nuestra salud, nos corríamos tan frescos hasta los ochenta. De buenas a primeras, Manuel da este bajón tremendo... ¿Pero por que? Las últimas tardes que paseamos, le notó muy metido en sí, cosa rara, pues era hombre tan social, que siempre le veía usted el alma revoloteando alegre fuera de la jaula... En fin, Dios lo quiere así. Cúmplase su santa voluntad».
Con un hondo suspiro nada más comentó la Condesa estas expresiones, y el buen sacerdote, después de enjugarse una lágrima, cambió de tono para decir: «Entre paréntesis, señora, Condesa, sé que se va usted a su finca de Pedralba, próxima a San Agustín, y conviene que sepa que el cura de esta villa es mi sobrino Remigio, a quien escribiré para que se ponga a las órdenes de usted, y la sirva en cuanto guste ordenarle. ¡Buen muchacho, señora, que sabe su obligación, y tiene además un don de gentes que ya lo quisieran más de cuatro! Yo le crié; es mi hechura, y a mí me debe su doble carrera, pues a más del grado en teología y cánones, es licenciado en derecho. Alguna guerra me dio cuando estudiaba, porque en la Universidad por poco me le tuercen. Le tiraba más la filosofía que la teología, y su comprensión fácil, su talento flexible le encariñaron más de la cuenta con los estudios de materias filosóficas y sociales novísimas. Bueno es saber de todo, y conocer toda la extensión de las ideas humanas; pero yo dije: 'para, hijo'. Él obstinado en doblárseme, y yo en que había de ponerle derecho como un huso. Naturalmente, gané yo: el chico era dócil, respetuoso, y me quería con locura. Cantó misa diez años ha, día de la Candelaria, y ahí lo tiene usted hecho un sacerdote modelo, obscurecido, es verdad, en una villa de corto vecindario, pero con esperanzas de pasar a una parroquia de la Corte, o a una canonjía».
Contestó Halma con las expresiones urbanas que el caso requería, y la conversación, por su propio peso, recayó en D. Manuel, y en la dificultad de sacarle adelante, si Dios no hacía un milagro.
«Para mí —dijo Díaz con hondísima tristeza—, es una pérdida irreparable, pues no tengo ningún amigo que pueda comparársele en lo afable, en lo cariñoso y servicial. Siempre que yo necesitaba una tarjeta de recomendación, él a dármela. Sus buenas relaciones con gente principal eran una bendición de Dios para los que estamos en esfera más baja. ¡Cómo le quería toda la grandeza! Y ahí tiene usted a un hombre que hubiera podido ser obispo. Pero lo que él decía con toda la modestia de Dios: «No sirvo, no sirvo: es mucho trabajo para mí». Cada lobo en su senda, y la de Manuel era fomentar la piedad en las clases elevadas, y dirigirlas en sus campañas benéficas... Era hombre de tan extraordinario don de gentes, que su trato lo mismo cautivaba al rico que al pobre, y con su ten con ten, a todos les enseñaba la buena doctrina... ¡Dios sabe cuán solo y triste me quedo sin Manuel en este valle de lágrimas!... ¡Pues apenas tiene fecha nuestra amistad! Él es natural de Piedrahita, yo de Muñopepe, en el mismo partido. Juntos nos criamos, juntos fuimos a la escuela, juntos recibimos la sagrada investidura. Él era casi rico, yo pobre; él vivía de sus rentas, yo de mi trabajo rudo. Siempre que necesité de algún auxilio, porque hay meses crueles, señora mía, sobre todo en verano, cuando se despuebla Madrid, a él acudía..., ¡ay!, y le encontraba siempre. ¡Qué excelente amigo! Me facilitaba cortas cantidades, sin ningún interés... ¡Ave María Purísima, ni hablarse de ella siquiera! Me habría pegado. ¡Entro amigos...! Llegaba el invierno, y yo le pagaba religiosamente. Por Navidad, de los infinitos regalos que recibe, participo yo. El Señor le premia tanta bondad, pues sus tierras de Piedrahita siempre le dan buenas cosechas... Así es que, viviendo con decoro y sin boato, como un buen sacerdote, tiene sobrantes, con los cuales pudo costear una excelente escuela en Piedrahita. Sí señora, una lápida de mármol dice a la posteridad el nombre del fundador. Pues con estas esplendideces, aún le sobra, y no hay año que no compre alguna tierra limítrofe con su heredad. Propietario generoso, y buen cristiano, no apura a sus renteros, ni escatima jornales en tiempo de miseria. En fin, que hombres como este hay pocos. El Señor le quiere para sí; acatemos su voluntad suprema, y reconozcamos que todas las grandezas terrenas son ceniza, polvo, nada».
Manifestose doña Catalina conforme con todo esto, y seguían platicando sobre la vanidad de las grandezas humanas, cuando el enfermo dio una gran voz, diciendo: «¿Ha venido Modesto?... Que entre aquí. ¡Modesto, Modesto!».
Acudió el Sr. Díaz, y los dos amigos se abrazaron con ardiente cariño. El sano no podía contener las lágrimas; el enfermo, debilitado y con el cerebro inseguro, perdiendo y recobrando a cada momento el sentido y la palabra, no hacía más que darle palmetazos en el hombro, y sus ojos extraviados, tan pronto reconocían a don Modesto, como le miraban con extrañeza y estupor.
«Mi buen amigo —le dijo en un momento lúcido—, te sentí, y quise que entraras para darte la gran noticia. Ya siento un gran alivio en mi alma. A mi conciencia le han nacido alas, y mírame cómo subo hasta los cielos. ¿No sabes? ¡Ay, Modesto, qué alegría! Acabo de decidir que mi viña del Barranco de Abajo, la mejor que tengo, sea para ti. Ya es tiempo de que descanses, hombre. ¡Qué león para el trabajo...! Ahora, con tu viña, que puede darte tus mil cántaras, que te echen sobrinos. Bastante tienen estas tontas con lo demás de Piedrahita, y yo nada necesito ya, pues quiero ser pobre lo que me quede de vida... No te vayas, Modesto, acompáñame, pues me dan más congojas... y me parece que me he muerto, y que me han enterrado vivo, y... No, no... que no me entierren vivo... Yo soy pobre... muy pobre, no quiero mausoleos, ni que pongan sobre mí una de esas piedras enormes con letras de oro... No, no quiero letras de oro, ni hebillas de plata. Y en cuando a mi gran cruz de Isabel la Católica, os digo que no me la pongáis, cuando me amortajéis... el día de mi muerte. No quiero más cruz que la de mi Redentor... a quien no me parezco nada, pero nada... Él era todo amor del género humano, yo todo amor de mí mismo. ¿Verdad, Modesto, que no me parezco nada... pero nada?».
Procuraban calmarle; pero ni aun podían, con la ayuda del Sr. Díaz, sujetarle en el lecho, pues dos o tres veces se quiso arrojar de él, desarrollando una fuerza nerviosa increíble en su extenuación. «Dejadme —decía—, no seáis pesadas. Huyo de lo que fui... No quiero verme, no quiero oírme. Hay un hombre, que en el siglo se llamó Manuel Flórez. ¿Sabéis cómo le llamaría yo?, el santo de salón. Yo no soy él; yo quiero ser como mi Dios, todo amor, todo abnegación, todo caridad... No entiendo de intereses. Aquel hacía cuentas, yo las deshago; aquel vivió en mil vanidades, yo corro detrás de la verdad, ya la toco, y vosotras, ruines cócoras, no me dejáis...».
El médico, que en mitad de esta crisis apareció, dispuso remedios que no tenían más objeto que hacerle menos dolorosa la agonía. La parálisis de la parte inferior del cuerpo era absoluta. El derrame se había iniciado sobre la médula, dejando libre el cerebro. D. Modesto Díaz resolvió quedarse allí toda la noche. Después de las doce, el moribundo, inmóvil, rígido, descompuesto el rostro, honda y débil la voz, entornados los ojos, llamó a su amigo y le dijo: «Modesto, hazme el favor de leerme aquel capítulo de los Soliloquios de nuestro Padre San Agustín... Confesión de la verdadera Fe».
—No necesito leértelo, querido Manuel —dijo D. Modesto, con sus manos en las manos del moribundo—, pues me lo sé de memoria: «Gracias os hago, luz mía, porque me alumbrasteis y yo os conocí. Conocíos Criador del Cielo, y de todas las cosas visibles e invisibles, Dios verdadero, todopoderoso, inmortal, interminable, eterno, inaccesible, incomprensible, inconmutable, inmenso, infinito, principio de todas las criaturas visibles e invisibles, por el cual todas las cosas son hechas, y todos los elementos perseveran en su ser, cuya Majestad, así como nunca tuvo principio, así jamás tendrá fin...». Y siguió recitando de memoria largo trecho, hasta que Flórez, que como extasiado escuchaba, repitiendo algunas palabras, lo interrumpió diciéndole: «Más adelante, más adelante, Modesto, donde dice... ¡Ah!, yo lo recuerdo: 'Tarde os conocí, lumbre verdadera, tarde os conocí, porque tenía delante de los ojos de mi vanidad una gran nube obscura y tenebrosa, que no me dejaba ver el sol de justicia, y la lumbre de la verdad. Como hijo de tinieblas...'. Lo restante no se entendió. Fue tan sólo un murmullo ininteligible, un pegar y despegar de labios, como si algo saboreara.
Doña Catalina y D. Modesto rezaban, y el ama y sobrina habrían hecho lo mismo si su copioso llanto se lo permitiera. Llegaron muchos amigos, y a la madrugada, conservando el enfermo su conocimiento, aunque turbado, se le dio la Extremaunción. Pronunció después conceptos incoherentes, sin conocer a nadie; pero cuando ya era día claro, como si la luz solar alentase la última chispa del pensamiento que se extinguía, miró y conoció a la señora Condesa, y alargando lentamente el brazo hasta tocar la manga del vestido con su mano temblorosa, le dijo con voz apagada: «No me olvide en sus oraciones, mi buena y santa amiga. Dios tendrá misericordia de mí, el más inútil soldado de la cristiandad militante. Nada hice de gran provecho: entrar, salir, saludar, consejos vanos... charla, etiqueta, buena vida, sonrisas... bondad pálida... ¿Sufrir?, nada... ¿Sacrificio?, ninguno... ¿Trabajos?, pocos. ¡Ah, señora mía y hermana, de lo mucho y grande que usted hará en la vida mística que emprende, pídale al Señor que me aplique a mí alguna parte, por la buena fe con que servía sus ideas, figurando que las inspiraba! Yo no he inspirado nada, nada grande... Todo pequeñito, todo vulgar... No fui bueno, no fui santo; fui... simpático... ¡ay de mí!, simpático. Válgame ahora, Redentor mío, mi simplicidad, esta pena de no haber sabido imitarte, de no haber sido como tú, sencillo, amoroso, manso, de no haber sabido labrar con el bien propio el bien ajeno, ¡el bien ajeno!, único que debe regocijar a un alma grande; la pena de no haber muerto para toda vanidad, y vivido solamente para encenderme en tu amor, y comunicar este fuego a mis semejantes».
Esta llamarada de elocuencia fue la última, y precedió a la extinción tranquila y lenta de la vida, sin sufrimiento. Diversas cláusulas fluctuaron en sus labios, como burbujas: una invocación a la Virgen, y la idea, la tenaz idea que no quería soltarle hasta el dintel mismo de la eternidad, que quizás lo seguiría más allá, haciéndose también eterna: «No soy nada, no he hecho nada... Vida inútil, el santo de salón, clérigo simpático... ¡Oh, qué dolor, simpático, farsa! Nada grande... Amor no, sacrificio no, anulación no... Hebillas, pequeñez, egoísmo... Enseñome aquel... aquel, sí...».
Acercándose mucho a su rostro, pudo el buen Díaz percibir estas expresiones... La vida se apagó tan mansamente, que no pudieron los doloridos circunstantes determinar el momento preciso en que entregó su alma al Señor el virtuoso D. Manuel Flórez; pero aquella diminuta porción de tiempo, punto de escape hacia la misteriosa eternidad, se escondía entre los quince minutos que precedieron a las nueve de la mañana.