VII
Perpleja y aturdida, oyó Catalina estas palabras, que a su parecer, en las impresiones de aquel instante, desentonaban horriblemente. Creyó escuchar una voz de muy lejos venida, y Nazarín se desfiguraba en su imaginación, inspirándole miedo. Presumiendo que aún le faltaban por decir cosas más desentonadas y peregrinas, se arrepentía de haberle pedido consejo, y deseaba terminar el capítulo lo más pronto posible. Beatriz, inquieta, no apartaba los ojos de la señora, cuyo azoramiento leía en su expresivo semblante, y no pudiendo dudar de la inteligencia y sinceridad del maestro, esperaba que este explanara sus verdades, para que la ilustre fundadora desarrugase el ceño.
«El camino de la señora Condesa no es este, sino aquel —repitió Nazarín—, y ahora verá qué pronto se lo hago comprender. Lo primero: la idea de dar a Pedralba una organización pública, semejante a la de los institutos religiosos y caritativos que hoy existen, es un grandísimo disparate».
—Entonces, ¿qué organización debí dar...?
—Ninguna.
—¡Ninguna! ¿De modo que, según usted, el mejor sistema...?
—Es la negación de todo sistema, en el caso concreto de Pedralba, y de usted.
—¿Y cómo ha de entenderse esa organización... negativa?
—De una manera muy sencilla, y que no es la desorganización ni mucho menos. Lo mismo que usted intenta hacer aquí en servicio de Dios y de la humanidad desvalida, puede hacerlo, y lo hará mejor, estableciéndose en una forma de absoluta libertad, de modo que ni la Iglesia, ni el Estado, ni la familia de Feramor, puedan intervenir en sus asuntos, ni pedirle cuentas de sus acciones.
—Pues si usted me da la clave de esa organización desorganizada y libre —dijo la Condesa irónicamente—, le declararé la primera inteligencia del mundo.
—No soy la primera inteligencia del mundo; pero Dios quiere que en esta ocasión pueda yo manifestar verdades que avasallen y cautiven su grande entendimiento, permitiéndole realizar los fines que se propone. No ha comprendido usted el concepto de libertad que me permití expresarle. Harto sabemos que toda libertad trae aparejada una esclavitud. Ahora es usted esclava de la sociedad. Emancipándose de esta, cambiará la forma de su libertad y también la de su cadena...
—Señor Nazarín —dijo Halma levantándose segunda vez—, o usted se burla de mí, o...
—Déjeme seguir. Tenga paciencia. Hágame el favor de sentarse y de oírme lo que aún me resta por decirle. Después, usted sigue mi consejo, o lo desecha, según su albedrío. ¿En qué estaba usted pensando al constituir en Pedralba un organismo semejante a los organismos sociales que vemos por ahí, desvencijados, máquinas gastadas y viejas que no funcionan bien? ¿A qué conduce eso de que su ínsula sea, no la ínsula de usted, sino una provincia de la ínsula total? Desde el momento en que la señora se pone de acuerdo con las autoridades civil y eclesiástica para la admisión de estos o los otros desvalidos, da derecho a las tales autoridades para que intervengan, vigilen, y pretendan gobernar aquí como en todas partes. En cuanto usted se mueve, viene la Iglesia, y dice: «¡alto!» y viene el intruso Estado, y dice: «¡alto!» Una y otro quieren inspeccionar. La tutela le quitará a usted toda iniciativa. ¡Cuánto más sencillo y más práctico, señora, de mi alma, es que no funde cosa alguna, que prescinda de toda constitución y reglamentos, y se constituya en familia, nada más que en familia, en señora y reina de su casa particular! Dentro de las fronteras de su casa libre, podrá usted amparar a los pobres que quiera, sentarles a su mesa, y proceder como le inspiren su espíritu de caridad y su amor del bien.
La Condesa, al fin, callaba, y oía con profunda atención.
«Y dicha esta verdad —prosiguió Nazarín—, voy a expresar otra, pues no es una sola la que ha de guiar a usted por el buen camino: son dos, o quizás tres, y puesto yo a decirlas, no he de pararme en barras, ni inquietarme porque usted se incomode o no se incomode. Aunque supiera yo que sería despedido de su ínsula, donde estoy muy a gusto, yo no había de callarme las verdades que aún restan por decir. Vamos allá. La señora Condesa es joven, y en su vida relativamente corta, ha padecido más que otros en una vida larga; en breve tiempo soportó, sí, grandes tribulaciones y trabajos. Vio su juventud marchita tempranamente por las desavenencias con su familia; vio morir en lejanas tierras al esposo que adoraba; sufrió después contratiempos, desvíos, amarguras... Su alma, hastiada de las cosas terrenas, volviose a Dios; aspiró a ser suya por entero, entendió que debía consagrar el resto de sus días a la mortificación, al ascetismo, a la caridad... Perfectamente. Todo esto es muy bueno, y yo alabo esas aspiraciones, que demuestran la grandeza de su espíritu. Pero he de decirle sin rebozo que en ellas veo un error grave, señora, porque la santidad con que viene soñando desde que perdió a su esposo, no ha de alcanzarla usted por esos medios. El ardor de vida mística no lo tiene usted más que en su imaginación, y esto no basta, señora Condesa, porque sería usted una mística soñadora o imaginativa, no una santa como pretende, y como todos queremos que sea».
Halma quiso decir algo; pero no pudo: se le trababa la lengua.
«Llegará día, si no toma la señora otro rumbo, en que todo ese misticismo se le convierta en un nido de pasiones, que podrían ser buenas, y también podrían ser malas. Déjese de aspirar a la santidad por ese camino, y apresúrese a seguir el que voy a proponerle. ¿Quién le aconsejó a usted que renunciase a todo afecto mundano, y que se consagrara al afecto ideal, al afecto puro de las cosas divinas? Sin duda fue el benditísimo D. Manuel Flórez, hombre muy bueno, pero que vivía en las rutinas, y andaba siempre por los caminos trillados. El vértigo social, en medio del cual vivió siempre nuestro simpático D. Manuel, no le permitía ver bien las complexiones humanas, ni la fisonomía peculiar de cada alma, ni los caracteres, ni los temperamentos. Yo he tenido la suerte de verlo más claro, aunque tarde, a tiempo, sin duda porque el Señor me iluminó para que sacara a usted del pantano en que se ha metido. No, la vida ascética, solitaria, consagrada a la meditación y a la abstinencia no es para usted. La señora de Pedralba necesita actividad, quehaceres, trabajo, movimiento, afectos, vida humana, en fin, y en ella puede llegar, si no a la perfección, porque la perfección nos está vedada, a una suma tal de méritos y virtudes, que no haya en la tierra quien la supere, y sea usted el recreo del Dios que la ha criado».
Doña Catalina, sofocada, echaba fuego de sus mejillas.
«Nada conseguirá usted por lo espiritual puro; todo lo tendrá usted por lo humano. Y no hay que despreciar lo humano, señora mía, porque despreciaríamos la obra de Dios, que si ha hecho nuestros corazones, también es autor de nuestros nervios y nuestra sangre. Se lo dice a usted un hombre que no conoce ni la adulación ni el miedo. Nada soy, y si alguna vez no fuera órgano de la verdad, de poco valdría mi existencia. A los pobres les digo que sufran y esperen, a los ricos que amparen al pobre, a los malos que vuelvan a Dios por la vía del arrepentimiento, a los buenos que vivan santamente, dentro de las leyes divinas y humanas. Y a usted que es buena, y noble, y virtuosa, le digo que busque la perfección en el espiritualismo solitario, porque no la encontrará, que su vida necesita del apoyo de otra vida para no tambalearse, para andar siempre bien derecha».
Catalina de Halma, al oír aquello del apoyo de otra vida, sintió que se le erizaba el cabello. Nazarín se levantó; ella también, los ojos espantados, el rostro encendido. «Lo que usted quiere decirme —murmuró contrayendo los dedos, cual si quisiera hacer de ellos afilada garra—, lo que usted me propone es... ¡que me case!».
—Sí señora, eso mismo: que se case usted.
Lanzó la Condesa un grito gutural, y llevándose la mano al corazón, como para contener un estallido, cayó al suelo atacada de fieras convulsiones.