III
Avisado Nazarín para la cena, ocupó su asiento a la izquierda del buen D. Remigio, después de saludar la Urrea con las fórmulas corrientes de cortesía, sin extremos de urbanidad, sin alegría ni pena de verle. Diríase que su presencia no lo causaba la menor sorpresa, bien porque de nada se sorprendía, bien porque hubiera previsto la visita del protegido a su protectora. Bendijo el cura la cena, y la emprendieron los tres con las sopas de ajo, que eran de mucha fuerza condimentaria, crasas, picantes y espesas. No hablaba Nazarín sino para responder a lo que le preguntaban, y D. Remigio ponía toda la amenidad posible en su palabra fácil. Las sopas precedieron a dos platos substanciosos, de ave el uno, el otro de carnero, todo bien cargadito de especias odoríferas, suculento, muy hecho. El vino sabía horrorosamente a pez. El olor de paja quemada, difundido por toda la vivienda, parecía consubstancial con el de la comida, y a Urrea no le desagradaba sentirlo y mascarlo. No era la casa sola; el pueblo y el país entero despedían aquel olor, que el forastero creía llevar ya dentro de sí.
«Para que el amigo D. Nazario no esté ocioso —dijo entre otras cosas D. Remigio—, le propuse hacerme un extracto del sapientísimo libro del maestro Fray Hernando de Zárate, Discursos de la paciencia cristiana. La obra consta de ocho Libros, cada uno de los cuales contiene lo menos una docena de Discursos, todos sobre el mismo tema. Ha de leérselos de cabo a rabo, anotando el sentido particular y explicaciones de cada uno en sendas cuartillas de papel. Pues tan aplicado le tiene usted, Sr. de Urrea, que en tres días se ha echado al cuerpo unos cuarenta Discursos, y ya le tiene usted en el Libro Cuarto, que trata...».
—«De las razones que tenemos para tener paciencia y consolarnos en los trabajos» —dijo Nazarín sin dar importancia a su tarea—. Es cosa fácil. Pronto concluiremos.
—Y se me figura —apuntó Urrea irónicamente—, que ha de ser sumamente divertido.
—No hay más si no practicar, leyendo y escribiendo— indicó el manchego—, la misma virtud a que el maestro Zárate consagra su gran obra.
—Pero usted no come nada, amigo Nazarín —observó repentinamente D. Remigio—. Siempre lo mismo. Pues dice Láinez que necesita usted comer... de duro, y aplicarse a la carne, principalmente.
—Señor cura —replicó D. Nazario con timidez—, como lo que puedo; no sé pasar de lo que mi naturaleza me pide para sostenerse.
Como Urrea deseaba llevar la conversación al tema más de su gusto, que era su prima y cuanto a ella se refiriese, interrogó a los dos sacerdotes, recreándose anticipadamente con los elogios que esperaba oír de la ilustre señora.
«Yo digo, con plena conciencia —afirmó el párroco de San Agustín—, que no creo exista en el mundo persona de virtud más pura, y de ideas más elevadas. Si por un lado veo en ella una imagen del gran Emperador Carlos V de Alemania y I de España, que después de reinar sobre los pueblos, gustadas hasta la saciedad todas las grandezas humanas, se encierra en monasterio humilde para consagrar a Dios el resto de su vida, por otro encuentro a la señora Condesa de Halma más grande que aquel soberano, pues si los bienes a que renuncia no son de tanta valía, la pobreza y humildad que acepta son más meritorias. La señora Condesa es joven, y consagra a la caridad y a la oración los mejores años de la vida. Y veo otra gran diferencia, a favor de nuestra doña Catalina —añadió con tonillo pedantesco—, y es que el Monarca, dueño de medio mundo, trajo a la soledad de Yuste, según rezan las crónicas, innumerables servidores, cocineros, maestresalas, escuderos y lacayos, y grande repuesto de vituallas, para que no le faltase en su voluntario destierro nada de lo que halaga el gusto de un magnate en la vida palatina. Pues esta señora, que ha venido a Pedralba en carromato, no ha traído más que los indispensables objetos tocantes al aseo y pulcritud de una noble dama, que aun en la penitencia quiere ser limpia, y su séquito es una corte de mendigos, y gente miserable o enferma, a cuyo cuidado piensa consagrarse. ¡Ejemplo único, señores, ejemplo inaudito, y que es la más grande maravilla de estos tiempos de positivismo, de estos tiempos de egoísmo, de estos tiempos de materialismo!».
—Luego —dijo Urrea con entrañable gozo—, convienen ustedes conmigo en que mi prima es una excepción humana, un ser en el cual se revelan los caracteres de la inspiración divina.
—Sí señor, convenimos en ello.
—Y el buen curita peregrino, ¿qué dice?
—¿Qué he de decir yo? —contestó modestamente D. Nazario, no queriendo expresar nada que resultara superior a lo dicho por su generoso compañero—, ¿qué he de decir yo después del panegírico elocuentísimo que acaba de hacer el señor cura? Mi palabra es torpe. Permítanme que diga tan sólo: ¡Bendita sea de Dios eternamente, la grande, la santa Condesa de Halma!
—Amén —dijo D. Remigio entornando los ojos, y acariciando el vaso de vino.
A Urrea le faltaba poco para echarse a llorar.
«Y es decisiva —añadió el cura—, la resolución de la señora Condesa de pasar en Pedralba el resto de sus días. ¡Qué bendición para estos olvidados y pobres lugares! Me ha dicho el otro día que en Pedralba labrará su sepulcro y el de sus compañeros que no la abandonen. ¡Ah!, yo leo en aquella grande alma el amor de Dios en el grado más ardoroso y puro, el amor de la Naturaleza, el amor del prójimo, y veo en el plan de vida de la señora una síntesis admirable de estos tres amores».
—Mi prima ha sufrido mucho —dijo Urrea, a quien el entusiasmo ponía un nudo en la garganta—, ha pasado horrorosas humillaciones y amarguras. Perdió a su esposo, que era su grande amor, el consuelo único de su vida. En Madrid, como en Oriente, la vida no tenía para ella más que espinas, tristezas, dolores. Su familia, sus hermanos, no supieron poner un calmante en las heridas de su alma. La empujaban hacia el ascetismo, hacia el destierro y la soledad. Mi prima empezó por mirar con prevención la vida social, y acabó por detestarla. Todo ese conjunto de artificios que componen la civilización le es odioso. La tierra está para ella vacía: quiere el cielo.
—Y lo tendrá —dijo D. Remigio con tanta seguridad como si se sintiera casero y administrador de los espacios infinitos—. Tendrá el cielo. ¿Pues a quién es el cielo más que para esos seres escogidos, para esas voluntades robustas, para las almas que no saben mirar más que al bien? Según he podido comprender, amigo Urrea la señora Condesa ha roto todo lazo con el mundo, o sea la clase a que pertenece. Y es más: todo afecto mundano ha muerto en ella, para poder ocupar entero el espacio del querer con la adoración ferviente de las cosas divinas.
—Así es sin duda —dijo Urrea—, y su sociedad con los pobres, a quienes tratará como iguales, elevándoles un poquito, y rebajándose ella otro tanto, resultará una comunidad dichosa, pacífica, feliz. ¿No piensa lo mismo el buen Nazarín?
—Pienso, Sr. D. José Antonio, que ser el último de los protegidos, o de los asilados, el último de los hijos, si se me permite decirlo así, de la señora Condesa de Halma, constituye la mayor gloria a que puede aspirar un ser humano, sobre todo si es un triste, un solitario, un náufrago de las tempestades del mundo.
Tan contento estaba Urrea, que al concluir la cena les abrazó a los dos. Acostáronse todos, porque había que madrugar. Dicen las crónicas que el huésped no pudo dormir bien; primero, porque las limpias sábanas, impregnadas también del olor de paja, eran algo piconas; segundo, porque sus ideas se le insubordinaron aquella noche, y la admiración del ascetismo de su prima le encendía llamaradas en el cerebro. Más que mujer, Halma era una diosa, un ángel femenino, y al pensarlo así, su ferviente admirador no pasaba porque los ángeles carecieran de sexo: era lo femenino santo, glorioso y paradisiaco. Por entre estas imaginaciones asomaban de vez en cuando la figura austera de Nazarín, semejante a un retrato del Greco, y el vivaracho rostro de D. Juan Eugenio Hartzenbusch, transmutado físicamente en D. Remigio Díaz de la Robla, párroco de San Agustín.
El mismo cura le llamó al amanecer dando golpes en la puerta, y gritándole desde fuera: «Arriba, compañero, que tenemos que decir misa y desayunarnos antes de partir». Levantose el huésped a escape, y cuando llegó a la iglesia, ya había salido al altar D. Remigio. Nazarín oía la misa de rodillas en el presbiterio.
Media hora después, ya estaban todos en la rectoral, desayunándose con chocolate, bizcochos y pan de picos, reforzado por fresquísimo requesón de la Sierra. Varios amigos acudieron a despedirles, entre ellos el médico D. Alberto Láinez, y el alcalde, D. Dámaso Moreno. «Usted, Sr. de Urrea, que sin duda es buen jinete —propuso D. Remigio con extraordinaria movilidad en manos, nariz, ojos y gafas—, irá en el caballo de Láinez, bestia de mucha sangre, aunque segura para quien la sepa manejar; yo voy en mi jaca, que tiene un paso como el de un ángel, y el amigo Nazarín, pues le llevamos, sí señor, le llevamos, oprimirá los lomos de mi modesta burra..., cabalgadura digna de un arzobispo... Con que señores, a montar. Despejen la puerta. Valeriana, que vendremos a cenar».
Partió la caravana, despedida con cordiales saludos por multitud de gente que en la plaza se reunió. Delante iban Urrea y el cura, detrás Nazarín en su rucia, bien albardada y sin estribos. Ambos clérigos vestían, a horcajadas, lo mismo que en el pueblo, sotana, gorro de terciopelo, y balandrán. Regía el madrileño su caballo con gran destreza. D. Remigio no cesaba de recomendar a su jaca la mayor circunspección o tacto de pezuña en el desigual y áspero camino por donde se metieron, a Occidente de San Agustín, y D. Nazario, confiado en el andamento parsimonioso de su borrica, atendía más a la admiración del paisaje de la Sierra, que a conversar con los otros jinetes, de los cuales parecía como escudero o espolique.
De tan diferentes cosas habló D. Remigio, que no es posible recordarlas todas. Hizo observar a su acompañante las hermosuras de la Naturaleza, la ruindad de los caseríos, el descuidado cultivo de las tierras; explicó historias de ruinas y caserones viejos; se lamentó de la falta de caminos; designó el sitio por donde se había trazado un canal de riego, que no se abriría nunca, y estos y otros comentarios del viaje fueron a parar a las quejas de su mala suerte, por haberle tocado empezar su carrera en comarca tan desmedrada y pueblo tan mísero. «Yo me conformo, ya ve usted... Deme el Señor salud para servirle, que lo demás no importa. Sepa usted que, al venir a este curato de San Agustín, me dijeron que por tres meses, y ya van tres años. Prometiéronme pasarme a Buitrago, o Colmenar Viejo, y hasta ahora. No es que yo sea ambicioso; pero, francamente, es uno licenciado en ambos derechos; ama uno el estudio, y la verdad, la vida obscura y ramplona de estos poblachos no estimula al trato de los libros. El tío, que es mejor que el buen pan, me anima, me asegura que no se descuida en recomendarme, y que a la primera ocasión pasaré a un curato de Madrid, ¡ay!, su desiderátum, y el mío. Y no me hablen a mí de otras poblaciones. ¡Mi Madrid de mi alma, donde me crié, donde probé el pan del estudio, y adquirí mis modestas luces! No aspiro yo a tener allí la independencia de un D. Manuel Flórez; sé que tengo que trabajar de firme. Quiero que mi corta inteligencia no sea un campo baldío, como estos barbechos que usted ve por aquí, señor de Urrea; debo cultivarla y coger en ella algún fruto, para ofrecerlo a Dios, que me la ha dado... No me quejaría si no viera ciertas desigualdades. Amigos y compañeros míos, a los cuales no debo mirar, porque no debo, ¡ea!, como superiores en saber religioso ni profano, ocupan plazas en catedrales, o en las parroquias de Madrid... Mi tío me dice: 'No te apures, hijo, y confía en el favor de Dios y de la Santísima Virgen, que ya premiarán con el merecido ascenso tu paciencia y conformidad...'. Claro que me conformo, señor de Urrea, y aun alabo al Señor porque no me da mayores males. Tengo, gracias a Dios, un genio de mucho aguante para desgracias, injusticias y sinsabores. Yo digo: ya me tocará la buena, ¿verdad?, ya me llegará la buena».
Procuraba el forastero refrescarle las esperanzas, asegurando que los méritos de su interlocutor, así morales como intelectuales, saltaban a la vista, y no podían ser desconocidos de los que en Madrid manejan todo este tinglado del personal eclesiástico. Y al decir esto, hizo notar la diferencia entre los gustos y aspiraciones de uno y otro, pues mientras a D. Remigio le atraían los llamados centros de civilización, a él, José Antonio de Urrea, los tales centros se le habían sentado en la boca del estómago, y todo su afán era perderlos de vista. Verdad que entre las circunstancias de uno y otro no había paridad: D. Remigio era un hombre puro y virtuoso, inteligencia llena de frescura, y a los treinta y cinco años apenas había desflorado la vida, mientras que Urrea, a la misma edad, se conceptuaba viejo, y aun por muerto se tendría, si de entre las cenizas de su alma no sintiera que otra alma nueva le brotaba. Con estas y otras pláticas se fue pasando el camino árido, de muy escasos atractivos para el viajero. El terreno era cada vez más quebrado, como de estribaciones de la Sierra, y ostentaba la severa vegetación de encina baja, brezos y tomillares. De pronto señaló D. Remigio un caserío arrimado a unos cerros cubiertos de verdura, y dijo a su compañero: «ahí tiene usted a Pedralba». Pareciole a Urrea encantador el sitio y espléndido el paisaje, mirando más a su interior que al paisaje mismo. Al acercarse vieron tierras de labrantío junto a las casas, que eran tres, destartaladas y grandonas. Picaron las caballerías, y cuando ya se hallaban como a medio kilómetro, empezó Nazarín a dar voces: «Mírenlas, mírenlas: allí están... ya nos han visto!».
—¿Quién, hombre?
—La señora Condesa y Beatriz.
—¿Dónde?... Pero qué vista tiene este hombre.
—Allá... allá... ¿Ven ustedes ese campo de amapolas todo encarnado, todo encarnado? ¿Y más allá, no ven unos olmos? Pues por allí van..., digo, vienen, porque salen a encontrarnos.
—No vemos nada; pero pues usted lo dice...
—Y ahora nos saludan con los pañuelos... Miren, miren.