I
No se avenía con su desamparo José Antonio de Urrea, que, desde el momento de la desaparición de la Condesa de Halma, arrebatada de su presencia en carromato, y no de fuego, vivía sumergido en un mar de tristeza, sin más entretenimiento que medir con ojos lánguidos la extensión de la soledad cortesana que le rodeaba. Madrid, con todo su bullicio, y los mil encantos de la vida social, habían venido a ser para él una estepa, en cuya aridez ninguna flor, ni la del bien ni la del mal, podía coger para su consuelo. Pasaba el día tumbado en un sofá, rumiando sus amargos hastíos de la lectura, del trabajo, de la meditación misma. Por las noches se lanzaba fuera de casa, buscando en un voltijear inquieto por calles y plazas el alivio de su melancolía. No volvió a poner los pies ni de día ni de noche en las casas de sus parientes, hacia los cuales sentía un despego muy próximo al horror. Sus amigos íntimos de otros tiempos, compañeros de desorden, se le habían hecho tan antipáticos, que de ellos huía como del cólera. De amistades de otro sexo, no se diga: éranle, más que antipáticas, odiosas. Con todo, una noche fue tan hondo su tedio, y tan vivo su afán de encontrar algo en que su alma se esparciera, que se dejó tentar del demonio de sus recuerdos. Pudo creer un momento que refrescando pasadas amistades se consolaría; pero no hizo más que llegar a las puertas del vicio, y retrocedió sobresaltado. Las tentaciones no hacían más que soliviantarle la imaginación; pero sin poder debelar la fortaleza de su voluntad.
Otro aspecto singularísimo del estado de su espíritu, era que todas las personas que conocía se habían transformado en su criterio social así como en sus afectos. El primo Feramor no era más que un figurón, una inteligencia secundaria, petrificada en las fórmulas del positivismo, y barnizada con la cortesía inglesa; Consuelo y María Ignacia dos fantochonas, en las cuales se encontraba la comadre vulgarísima, a poco que se rascara la delgada costra aristocrática que las cubría; mujeres sin fe, sin calor moral, ignorantes de todo lo grave y serio, instruidas tan sólo en frivolidades que las conducirían al desorden, al vicio mismo, si no las atara el miedo social, y las posiciones de sus respectivos maridos; la Marquesa de San Salomó una cursi por todo lo alto, queriendo hacer grandes papeles con mediana fortuna, echándoselas de mujer superior porque merodeaba frases en novelas francesas, y tenía en su tertulia media docena de señores entre políticos y literarios que poseían cierto gracejo para hablar mal del prójimo; Zárate un sabio cargante, que coleccionaba nombres de autores extranjeros y títulos de obras científicas, como los chicos coleccionan sellos o cajas de fósforos; Jacinto Villalonga un político corrompido, de esos que envenenan cuanto tocan, y hacen de la Administración una merienda de blancos y negros; Severiano Rodríguez otro que tal, mal revestido de una dignidad hipócrita; el general Morla un Diógenes cuyo tonel era el casino; el Marqués de Casa-Muñoz un ganso, digno de morar en los estanques del Retiro; y por este estilo todos cuantos en otro tiempo le movían a envidia o a estimación, se degradaban a sus ojos hasta el punto de que él, José Antonio de Urrea, mirado con menosprecio y lástima, se conceptuaba ya superior a todos ellos. Para él toda la humanidad se condensaba en una sola persona, la celestial Catalina de Halma, resumen de cuanto bueno existe en nuestra Naturaleza, excluido absolutamente lo malo; con la ausencia, que la misma señora le impuso como última etapa del procedimiento educativo, tomaba en el alma del discípulo proporciones colosales la figura moral y religiosa de su maestra, y la veneración que hacia ella sentía iba rayando en delirio. Sus insomnios eran martirio y consuelo, porque en la soledad de la noche, el excitado cerebro sabía engañar la realidad, oyendo la propia voz de Halma, y viendo entre vagas claridades la figura misma de la noble dama. «Voy a concluir loco perdido» se dijo una mañana, y diciéndolo tomó la temeraria determinación que había e poner fin a su soledad. No se detuvo a pensarlo más, para no arrepentirse, y en el breve espacio de algunas horas vendió sus trebejos de cincografía y heliograbado, traspasó la casa, arregló un breve equipaje, y liquidadas varias cuentas pendientes, salió a tomar informes del coche de Aranda. «No puedo más, no puedo más —decía corriendo de calle en calle—. La desobedezco; pero ya me perdonará, si quiere. Y si no, arrostro su enojo. Todo antes que este vacío en que me muero».
El coche de Aranda había salido ya cuando él llegó a la administración, y no queriendo esperar veinticuatro lloras más para lanzarse fuera de Madrid, que había llegado a ser su Purgatorio, tomó billete en un coche que al amanecer salía para Torrelaguna. Impaciente por partir, la noche se le hizo larguísima. Una hora antes de la salida, ya estaba en la administración, temeroso de que el coche se le escapara. Lo que hizo este fue retardar media hora la salida, pero al fin, gracias a Dios, viose el hombre en la delantera, junto al mayoral, y las casas de Madrid se iban quedando atrás, ¡oh alegría!, y atrás se quedaron los depósitos del Lozoya, y las casetas de los vigilantes de Consumos en Cuatro Caminos, y Tetuán; y después todo era campo, la estepa del Norte de Madrid, a trechos esmaltada de un verde risueño, gala de los primeros días de Abril, y limitada por el grandioso panorama de la sierra. El corazón se le ensanchaba, el aire asoleado y puro llenábale de vida los pulmones. Desde su infancia no se había visto tan contento, ni gozado de una tan feliz y espléndida mañana. Se sentía niño, cantaba a dúo con el mayoral, y lo único que de rato en rato obscurecía el sol de su dicha era el temor de que Halma se enfadase por su desobediencia.
Y en verdad que los Hados, o hablando cristianamente, la Providencia Divina, no le favorecieron en aquel viaje, sin duda en castigo de su indisciplina, porque antes de llegar a Alcobendas, una de las caballerías (dicen las historias que fue la Gallarda), dio a conocer su inquebrantable resolución de no seguir tirando del coche, por piques sin duda y rozamientos con el mayoral. Y ni los furibundos argumentos que en forma de palos este le aplicaba, la convencían del perjuicio que su obstinación causaba a los viajeros. En esta y otras cosas, la parada en Alcobendas, que debía ser breve, duró una horita larga, resultando después que el jamelgo con que fue sustituida la Gallarda, cojeaba horrorosamente. Urrea contaba llegar a San Agustín al medio día, y a las dos, todavía faltaba largo trecho. Pero lo peor fue que como a un tiro de fusil más allá de Fuente el Fresno, una de las ruedas dijo con estallido formidable que primero la hacían astillas que dar una vuelta más, y ved aquí a todos los viajeros en pie, sin saber si quedarse allí, o volver al pueblo por donde acababan de pasar. Urrea no vaciló un momento, y encargando su maleta al mayoral para que la entregase en San Agustín, echó a andar resueltamente para esta villa. A buen paso, llegaría al caer de la tarde, y no había de ser tan desgraciado que no encontrara allí una caballería que le llevase a Pedralba.
Anduvo con sostenido paso y sin sentir fatiga, y cuando conceptuaba haber andado más de una legua, preguntó a un hombre que iba en la misma dirección, en un borriquillo. «Buen amigo, ¿estoy muy lejos de San Agustín?».
—Como una media horica.
—¿Encontraré allí una caballería para ir a Pedralba?
—¿A Pedralba, señor... a la casa de los locos?
—¡De los locos!
—Nada, es un decir. Así la llamamos, desde que está allí esa señora que ha traído no sé cuántos orates para ponerles en cura.
—Doña Catalina, Condesa de Halma, a quien todo el país respetará y venerará como una santa.
—Dígole, señor, que mejorando lo presente, así es. ¿Sabe lo que se cuenta en el pueblo?
—¿Qué, hombre, qué?
—Que la doña Catalina es reina, sí señor, una reina o emperadora de los extranjis de allá muy lejos, y que hubo una rigolución por donde la echaron del trono, y el Papa Santísimo la mandó acá en son de penitencia. Eso dicen: yo no sé.
—Patrañas. Pero en fin, ¿podré ir a caballo a Pedralba?
—Como decírselo a lo seguro, no puedo, señor. Llegará y veralo. Para caballerías, el cura.
—Don Remigio Díaz, ¿no es eso? Le conozco de nombre, y por la fama de su mérito. ¿Y el señor párroco podría facilitarme...?
—Como tenerlo, lo tiene: jaca, y por más señas, una burra hermana de este... Y si el señor va cansado y quiere montarse un poco...
Sin esperar respuesta, el bondadoso campesino se desmontó, ofreciendo su rucio al caballero. No vaciló Urrea en aceptarlo, más que por cansancio, por no desairar tan gallarda atención. Llevando su cabalgadura al paso del dueño de ella, siguió José Antonio pidiéndole informes de los habitantes de Pedralba.
«Y esa que ustedes creen reina, vendría en una carroza magnífica, escoltada de lacayos y servidores...».
—No señor... ¡Qué risa! Vino en carromato. Parece que ha hecho voto de vivir a lo pobre mientras no le devuelvan el reino que le quitaron. Primero llegó el carromato con muebles, baúles de ropa fina, y cosas para el lavatorio de las señoras principales. Un espejo trajeron de más de una vara, y otros muchos arrequisitos de palacios reales. Después volvió el carro trayendo a la señora, vestidita de negro, como la Virgen de la Soledad.
—Y esos locos que aloja consigo, llegaron antes, según creo.
—Sí señor. Los trajo Cecilio, y por ahí andan sueltos. Dicen que uno es cura trajinante, y otro el primer músico de la capilla de los palacios mostrencos de Ingalaterra. De una de las mujeres se dice que es loca médica, y que cura todas las enfermedades de flato con sólo mirar, y la otra parece que es la mejor mano para salar guarros que la señora tenía en su reino.
—Vaya —dijo Urrea parando, y descendiendo del borrico—. Ya he descansado. Muchas gracias, y vuelva usted a montarse, que si no me equivoco, ya estamos cerca, y aquellas casas que allí se ven son las primeras del pueblo.
—A fe que sí. Ya llegamos —dijo el labriego, mirando hacia un grupo de gente que por entre unos árboles, a mano derecha del camino real, a este se aproximaba—. Señor, señor... ahí tiene a D. Remigio, nuestro peine de cura... digo peine porque sabe más que Merlín. Véalo: viene hacia acá, y le mira a usted mucho.
Urrea vio que hacia él se llegaba, destacándose presuroso del grupo, un clérigo joven, vivaracho, con el balandrán colgado de los hombros, gorro de terciopelo negro, bastón nudoso. Descubriose el madrileño para saludarle, y el curita le preguntó con extraordinaria viveza si era D. José Antonio de Urrea.
«Servidor de usted, señor cura».
—¡Alto! Dese usted preso —dijo el párroco en un tono que reunía el humorismo y la buena crianza—. Nada, nada, que se viene usted conmigo a la prevención, Sr. de Urrea, donde le tengo apercibida una modesta cama para que descanse, cena frugal, y una yegua para que le lleve a Pedralba.
—Señor cura, ¡cuánta bondad! Pero permítame usted que me asombre de esa previsión que parece sobrenatural. Yo no he anunciado mi viaje...
—Pero lo que usted no anuncia, porque se ha venido acá como un colegial escapado, otros lo adivinan.
—No entiendo.
—La señora Condesa me dijo ayer: «He dejado en Madrid a un loquinario de primo mío, con órdenes terminantes de no moverse de allí, para que no desatienda las obligaciones que le he impuesto. Pero lo conozco, y se cansará, y querrá venir a verme, con pretexto de recibir nuevas órdenes. De hoy o mañana no pasa. Cuando recale por San Agustín, Sr. D. Remigio, hágame el favor de atenderle, darle hospitalidad si llega de noche, y facilitarle una modesta caballería para que venga a Pedralba».
—Estoy encantado, señor cura —dijo Urrea loco de alegría—. Esto parece un sueño, un cuento de hadas..., y usted el genio protector, y yo... no sé qué parezco yo, el más feliz de los hombres..., y en este momento el más agradecido de los viajeros.