VI
No faltó aquel día el Marqués de Feramor que sólo cruzó con su hermana palabras secas. En su atildado lenguaje inglés, parlamentario y económico, dijo que los hombres temen la muerte como temen los niños entrar en un cuarto obscuro. Esto lo había escrito Bacon, y él lo repetía, añadiendo que las penas que ocasiona la pérdida de seres queridos, tienen el límite puesto por la Naturaleza a todas las cosas. El mundo, la colectividad, sobreviven a las mayores desdichas personales y públicas. No debemos entregarnos al dolor, ni ver en él un amigo, sino un visitante inoportuno, a quien hay que negar todo agasajo para que se despida lo más pronto posible.
La ceremonia religiosa fue hermosa y patética, acudiendo un gran gentío eclesiástico y seglar, de lo más distinguido que en una y otra esfera contiene Madrid. Recibió el enfermo el pan eucarístico con cristiana unción y mansedumbre, mostrando gratitud inefable al Dios que penetraba en su humilde morada, y se mantuvo tan sereno y dueño de sí mientras duró el acto, que parecía repuesto de su grave mal. Después habló con entusiasmo a sus amigos del gozo que sentía, y de las esperanzas que la santa comunión despertaba en su alma.
Por la noche, tras un ratito de tranquilo sueño, llamó al ama y sobrina, y les dijo: «Ya sé que está en casa la señora Condesa, y en verdad no sé por qué se oculta. Su presencia es gran consuelo para mí. Que entre, pues a las tres tengo algo que decirles».
Besó Catalina la mano del sacerdote y se sentó junto al lecho, quedando las otras en pie: «De veras os digo que estoy tranquilo. Me prosterné ante mi Dios, y llorando amargamente, le ofrecí la confesión de toda mi vida pasada, la cual, por mi incuria, por mi egoísmo, por mi insubstancialidad, no ha sido muy meritoria que digamos. Lo que poseo es para vosotras, Constantina y Asunción: ya lo sabéis. Atended a vuestras necesidades, reduciéndolas a la medida de una santa modestia, y lo demás empleadlo en servicio de Dios; socorred a cuantos menesterosos estén a vuestro alcance, sin reparar si lo merecen o no. Todo necesitado merece de serlo. Y a usted, señora Condesa de Halma, nada le digo, porque a quien es más que yo y vale más que yo, y me gana en saber de lo espiritual y lo temporal, ¿qué ha de decirle este pobre moribundo? He concluido con toda vanidad, y tan sólo le ruego que encomiendo a Dios a su buen amigo. El que a mí me ha iluminado no está presente; si lo estuviera, yo le diría: compañero pastor, quisiera cambiar por tu cayado robusto el mío, que no es más que una caña, adornada de marfil y oro. Tú pastoreas, yo no; tú haces, yo figuro...». Siguió murmurando en voz baja expresiones que las tres mujeres no entendían. No cesaban de recomendarle el silencio y la tranquilidad. Poco después rezaban los cuatro, llevando la de Halma el rosario. Antes de terminar, el enfermo pareció aletargarse. Quedó Asunción de guardia, y Constantina y la Condesa salieron de puntillas.
Tenían de guardia en el recibimiento a la chiquilla de la portera, para que abriese al sentir pasos de visitas, precaución indispensable por haber sido quitada la campanilla. A poco de salir de la alcoba, el ama dijo a la Condesa: «Ha entrado una mujer que quiere hablar con la señora. Debe de ser una pobre... de estas que acosan y marean con sus petitorios. Yo que vuesencia, le daría medio panecillo y la pondría en la calle, porque si nos corremos demasiado en la limosna, esto será el mesón del tío Alegría, y nos volverán locas. Trae una niña de la mano, y me da olor a trapisonda, quiero decir, a sablazo de los que van al hueso. Con que póngase en guardia la señora Condesa, que en eso de dar o no dar con tino esta el toque, como dice nuestro pobrecito D. Manuel, de la verdadera caridad».
Ya sabía Catalina quién era la visitante, y sin decir nada se fue a la sala, donde aguardaban en pie una mujer con mantón y pañuelo a la cabeza, y una niña como de seis años, arrebujada en una toquilla. «Beatriz —dijo Halma, muy afectuosa, entregándoles sus dos manos, que mujer y niña besaron con amor—, ya me impacientaba yo porque no venías a verme. ¿Te dijo Prudencia que vinieras aca?».
—Sí señora; pero yo no quería venir, por no ser molesta —replicó Beatriz, sentándose en el borde de una silla—. Por fin, esta noche me determiné, y he traído a esta noche me determiné, y he traído a esta para que me enseñe las calles, que no conozco bien. Rosa sabe al dedillo todos estos barrios, porque ayudaba a sus padres a repartir la leche, cuando tuvieron la cabrería... ¡ah!, negocio malísimo, en que se metió mi prima con los vecinos del bajo derecha, por ayudar a Ladislao, que con la afinación de pianos no sacaba para dar de comer a la familia. El pobre Ladislao ha pasado amarguras horribles, persiguiendo el garbanzo, y soñando siempre con la ópera que tenía a medio componer, dentro de su cabeza. Todo lo probó: tocaba el trombón en un teatro, y repartía prospectos por las calles. La cabrería les empeñó más de lo que estaban. Yo he visto la miseria de aquella casa, miseria negra, como hay tanta en Madrid, sin que nadie la vea ni la socorra, porque no es posible, Señor, no es posible... Bien lo sabe la señora, que la ha visto con sus propios ojos, porque con la señora entró Dios en aquella casa... Y puedo decirle que sus palabras cariñosas las han agradecido aquellos infelices más aún que el socorro que les ha dado para comer y abrigarse... La señora es... no tan sólo la caridad, sino también la esperanza.
—¿Y el pobre Ladislao está contento?
—Tan contento, que de puro alegre no pega los ojos. Dice que su desiderato sería la plaza de maestro de capilla; pero que si la señora no tiene capilla en sus estados, lo mismo la servirá de cochero que para traer leña del monte, si a mano viene...
—Que no piense en eso, y espere —dijo la Condesa, impaciente por tratar de otro asunto—. Bueno, Beatriz, ¿y qué...?
—Nada, es cosa resuelta. He venido acá, para que la señora Condesa no tarde en saber que hoy fueron a verle al hospital dos señores curas, que parece son del Tribunal eclesiástico. Dijéronle que Su Ilustrísima le proponía dos maneras de asistirle y curarle, en el suponer de que está enfermo. O bien darle un vale perpetuo para el Asilo de señoras sacerdotes, o bien ser recogido en una casa honestísima de persona principal y muy cristiana. Diéronle a escoger, y, por de contado, escogió lo segundo. Lo he sabido por él mismo: esta tarde fui allá, y me encontré en la celda al señorito de Urrea, que le aconsejaba salir de aquel encierro, pues ya está libre. Mas no quiere el bendito D. Nazario gozar de libertad mientras no le dé licencia la persona que le toma bajo su amparo, y le diga cuándo, cómo y a qué lugar ha de ir con sus pobres huesos.
—Pues mira lo que has de hacer, Beatriz, y pon atención a lo que te ordeno. Mañana llegará un carro con tres mulas que he mandado venir de Pedralba. Al amanecer del día siguiente, lo tendrás en tu calle, y el carretero, que es un viejo llamado Cecilio, un poco hablador y refranero, pero buen hombre, subirá a tu casa para avisarte. Metes en el carro a Ladislao y a Aquilina con sus tres chicos, y a Nazarín, y tú misma de añadidura. Cabréis perfectamente, y si vais estrechos, los hombres pueden ir algunos ratos a pie... En fin, arreglaos del mejor modo posible. No llevéis muebles, ni ropas de cama. Repartid todo eso entre los vecinos que sean más pobres. Ropa de vestir podéis llevar... ¡Ah!, se me olvidaba el piano de Ladislao. Dile que es mi deseo se lo regale al ciego, también afinador, que vive en el cuartito próximo. Puede meter en el carro aquella balumba de papeles de música que tiene encima de la cómoda. Todo el día emplearéis en el viaje, porque las mulas irán al paso, para que puedan hacer un poco de ejercicio los que se cansen de la estrechez del carro, y meterse en él un rato los de infantería, para descansar de la caminata. Cecilio os llevará hasta mi casa, y en ella os dará alojamiento hasta que, pasados unos días, cuando yo avise, vuelvan Cecilio y las tres mulas por mí.
—¡En carromato la señora! —exclamó Beatriz llevándose las manos a la cabeza.
—Como vais vosotros, iré yo. ¿Qué más da? Si es hasta más cómodo, y más alegre. No veas en esto un mérito, ni menos afectación de pobreza: no gusto de hacer papeles. Además, establezco en mi pequeño reino toda la igualdad que sea posible. No me atrevo aún a decir, antes de que la práctica me lo enseñe, a qué grado de igualdad llegaremos.
—Reino ha dicho la señora —afirmó la nazarista con gozo—, y aunque así no lo llamara, reina y señora nuestra será siempre.
—Tampoco sé aún qué grado de autoridad tendré sobre vosotros. Quizás no pueda tenerla, o la abdique desde el primer momento. Pero no pensemos aún en lo que será, y ocupémonos tan sólo de lo presente. Con el dinero que te di, y que conservarás en tu poder...
—Sí señora, menos lo que, por encargo de la señora, gasté en el vestidito de Aquilina y en las botas de Ladislao.
—Pues aún te queda para comprar zapatos y alpargatas a los tres chicos, y para lo que gastéis por el viaje, que será bien poco. No necesito decirte que economices, porque sé que sabes hacerlo. Como la hija de Cecilio cuidará de daros de comer mientras yo llegue, ten bien cerrada la bolsa, Beatriz, y no gastes ni un céntimo de lo que en ella te quedare al llegar allá; no olvides que somos pobres, pobres verdaderos... No creas que nuestro reino es una pequeña Jauja.
—Si lo fuera, no nos tendría la señora por vasallos...
—¿Te has enterado bien?
—Sí señora —dijo Beatriz levantándose—; descuide, que todo se hará, punto por punto como la señora desea.
Despidiéronse besándole la mano; la Condesa las besó en el rostro, y al despedirlas en la puerta, cuando ya habían bajado algunos peldaños, las llamó para hacerles una advertencia.
«Oye, Beatriz. Mi buen Cecilio padece de una maldita sed que no se le quita sino con vino. Ya está tan cascado el pobre, que sería crueldad privarle de satisfacer su vicio. Durante el viaje, le permitirás que tome una copa en alguna de las ventas por donde pasen, no en todas... Fíjate bien: con tres o cuatro copas de pardillo en todo el camino tiene bastante; pero nada más, nada más... Ea, adiós, y buen viaje».