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Halma: II

Halma
II
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
  4. Segunda parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
  5. Tercera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
  6. Cuarta parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
  7. Quinta parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
  8. Autor
  9. Otros textos
  10. CoverPage

II

Al día siguiente, hallándose el salvaje en la huerta, sintió el trote de un caballo. Creyendo que se aproximaba D. Remigio, miró con sobresalto. Pero no; era Láinez, el médico de San Agustín, que iba dos veces por semana a Pedralba, a celebrar consulta para todos los pobres circunvecinos. Habíale ajustado la señora para este servicio, temporalmente, mientras se arreglaba la instalación de un médico fijo en la casa, para visitar y asistir a los enfermos de todo el término. Se conocían los días de Láinez en que desde el amanecer asomaban por aquellos vericuetos innumerables personas de cara hipócrita, lisiados y cojos, unos con los ojos vendados, otros con la mano en cabestrillo, este llevado en un carro, aquel arrastrándose como podía. La consulta duraba toda la mañana, y por la tarde visitaba el doctor, por encargo expreso de la Condesa, a los enfermos que vivían más próximos.

Saludó Urrea cortésmente al médico cuando a su lado pasó, y estuvo por preguntarle: «¿Tiene usted que decirme algo por encargo de don Remigio?». Pero como Láinez no hizo más que contestar fríamente al saludo, volvió el joven a su trabajo, silencioso y triste: «Vamos a platicar un poquito con la tierra» se decía, moviendo con fuerte brazo la pala o el azadón. Y era verdad que hablaban tierra y hombre, él contándole sus penas, ella diciéndole algo de sus misterios impenetrables. Pero como la tierra es tan discreta, que no revela nada de lo que con ella hablan ni los muertos ni los vivos, ignoro lo que se comunicaron hombre y tierra.

Por la tarde, salieron juntos Láinez y Amador. Urrea les miró alejarse, dejando a las caballerías andar al paso. «De fijo hablan de mí —se dijo, mirándoles de lejos. Era una corazonada, un rasgo de adivinación de los que no fallan, por misteriosa connivencia de los fluidos que al parecer nos rodean. «Hablan de mí —volvió a decir José Antonio—, y hablan mal. Tan cierto es esto como que me alumbra el sol». Y tornó a contarle sus cuitas a la arcilla, teniendo por órgano a la pala, y al revolver los esponjados terrones, y verlos quebrarse al sol, oía de ellos vagorosas respuestas.

Amador y Láinez, alejándose despacito de Pedralba, hablaban del neófito lo que este no podía saber ni aun preguntándoselo al terruño. «Pues verá usted —dijo el paleto hidalgo—, lo que pasó. El señor Marqués de Feramor me mandó a decir con Alonso que si iba por Madrid, no dejase de pasar a verle. Fui el lunes, como usted sabe, y D. Paquito me contó lo escandalizada que está toda la grandeza por haberse colado aquí ese perdido de Urreíta. Allá creen que no viene más que a engañarla, y sacarle el poco dinero que tiene, figurándose religioso contrito, y embaucándola con santiguaciones, y farsas de vida labradora. Yo creo lo mismo, amigo Láinez, porque el tal está tan arrepentido como mi jaco; es hombre de historia sucia, y el primer trapisonda de Madrid. Aquí nosotros, los buenos amigos de mi señora la Condesa, los que estimamos y conocemos sus inminentes virtudes, debemos abrirle los ojos, para que vea el dragón que se le ha metido en casa...».

—De eso se trata, amigo Amador —dijo el médico, hombrecillo de figura mezquina, con un bigote atusado y gris, que parecía pegado con goma, ojos mortecinos, cara rugosa, cabeza deforme y con poco pelo en el occipucio—. Don Remigio ha recibido cartas de su tío D. Modesto Díaz, y de ello resulta que el tal Urrea es un histrión...

—¿Un qué...?

—Un histrión, que es lo mismo que decir un cómico. Finge sentimientos, estados peculiares del ánimo, hace sus comedias con labia y mímica perfectas, y ahí le tiene usted dando la castaña al lucero del alba... Pues sí señor. No me gustó ese sujeto, la primera vez que le eché la vista encima, y ha seguido... no gustándome. Es uno un poco lince, y ha visto muchas monstruosidades de la materia y del espíritu... Pues verá usted. Hablamos de esto D. Remigio y yo... Naturalmente, Remigio es el más abonado para...

—Para llevar el gato al agua.

—Y llamar la atención de la Condesa sobre el culebrón a que ha dado abrigo en su seno —dijo Láinez, quedando muy satisfecho de la figura—. Anteayer, Remigio soltó las primeras puntadas; pero la señora, según él cuenta, le oyó con disgusto, y tuvo la generosidad, ¡parece increíble!, de asegurar que su primo es un hombre de bien.

—¿Sí?... pues no se libra de un sablazo gordo, o de otra cosa peor... porque ese no es de los que se van sin algo entre las uñas.

—Para mí, ha venido con un fin interesado —dijo el doctor mirando fijamente al otro caballero—, y si me apuran, añadiré que con un fin siniestro...

—¡Hombre, tanto no!

—Se verá... Al tiempo.

Llegados al sitio de separación, se detuvieron para concertar el día y hora en que debían reunirse con D. Remigio para convenir en la forma y manera de ilustrar mancomunadamente a la señora de Pedralba sobre punto tan delicado. Puestos de acuerdo, cada cual siguió su camino.

Y dos días después, hallándose Urrea en el monte, vio venir tres hombres a caballo por el sendero de San Agustín. A pesar de la distancia enorme a la cual se detuvieron, su vista prodigiosa les conoció al instante, y el corazón le dio un tremendo vuelco. Con furia insana descargó tremendos golpes sobre el tronco del árbol que partiendo estaba, y el leño, en el gemido que parecía exhalar al recibir el hachazo, le decía: «Hablan de ti, y hablan mal».

Urrea les miraba, suspendiendo a ratos su tarea para volver a ella con terrible ímpetu muscular, y le decía al tronco: «En tu lugar quisiera coger a los tres». Observó que cerca de la finca, los jinetes se detenían, cual si tuvieran algo importante que discutir y concertar antes de meterse en Pedralba.

Don Remigio, alzándose nervioso sobre los estribos, y tan poseído de su asunto como si en el púlpito estuviera, les dirigió esta retahíla, que más bien arenga o sermón debía llamarse: «Señores y amigos, la cosa es grave, y es nuestro deber acudir prontamente al remedio, auxiliando con desinteresado consejo a la persona que tantos bienes ha traído a esta mísera tierra. Evitemos que las intenciones de la santa Condesa sean defraudadas por un libertino. Si yo le hubiera conocido cuando por primera vez llegó a San Agustín, habríale cortado el paso de Pedralba... ¡Ah, conmigo no se juega! Pero yo estaba en la mayor inocencia respecto a ese caballerete, y le agasajé en mi modesta casa, y le traje aquí. En la misma inocencia candorosa vivían ustedes, mis buenos amigos, hasta que al fin, los tres, por noticias fidedignas, hemos caído a un tiempo de nuestros respectivos burros. Ahora bien...».

—Permítame un momento el señor cura —dijo Amador, acordándose de una idea que debía ser agregada a los autos—. Una palabra nada más: lo que tiene indignado al señor Marqués, a la familia, y a todos los títulos de Madrid, es que, habiéndole dado a doña Catalina su legítima sin merma ni descuento... Porque han de saber ustedes que parte de la tal legítima había sido consumida por la señora allá en tierras del Oriente. Pues bien: el señor Marqués, por darle gusto a D. Manuel Flórez, que era un alma de Dios, no quiso descontar los suplidos, y entregó a su hermana el total de la herencia, o sean cuarenta mil y pico de duros, creyendo que iba a ser empleado en obras de la religión bendita... ¿Qué resultó? Que a los pocos días de entregarle el caudal, este pillo de Urrea le sacó un óbolo de cinco mil duros... Lo que digo, la Condesa es un ángel, y como ángel no debiera andar suelto. Opino yo que los ángeles...

—Ya sabíamos lo de los cinco mil duros —dijo D. Remigio, anhelante de recobrar la palabra—. Lo que ustedes no saben es que poco antes de venir la señora a Pedralba, ese aventurero le proponía una contrata para traer acá las cenizas del Conde de Halma, encargándose él de todo por otros cinco mil pesos.

—Es un punto terrible —indicó Amador—. El Marqués dice, y tiene razón: «doy mis intereses para el cultivo de la fe y el fomento de la caridad, mas no para que un perdido se ría de Dios, de mi hermana y de mí».

—Muy bien dicho —prosiguió el cura, cogiendo la palabra con propósito de no soltarla más—. Pues yo, que por añeja costumbre dialéctica, me voy siempre derecho a las causas, y cuando veo un mal, busco el origen para atacarle en él, lo mismo que hace Láinez con las enfermedades, en este caso, advirtiendo que corren sucias las aguas, me voy al manantial, y... en efecto, allí veo... En fin, señores, que todo lo malo que advertimos en Pedralba, proviene de los vicios de origen, de la defectuosa fundación. La idea de la señora Condesa es hermosa, pero no ha sabido implantarla. La primera deficiencia que noto aquí es que no hay cabeza. Y esto no puede ser. Para que la institución marche, y se realice el santo propósito de la Condesa, es preciso que al frente del establecimiento haya un director, y para que tenga mucha autoridad, conviene que el tal director sea un eclesiástico. Declaro que no tendría yo inconveniente en desempeñar la plaza, a pesar del mucho trabajo y responsabilidad que puede traer consigo. Procuraría dar ejecución práctica y visible a las ideas, a los elevados sentimientos de caridad de la santa señora, y, modestia a un lado, creo que no me sería difícil conseguirlo... Redactaría constituciones, en las cuales derechos y deberes estuvieran muy claritos. Marcaría la raya entre lo espiritual, prima facies, y lo temporal, que es lo secundario... Daría denominación al instituto, estableciendo un distintivo, el cual podría ser una cruz o varias cruces, de este u el otro color, que yo llevaría cosidas en mi manteo... y si no yo, quien quiera que aquí mandase con el nombre de Rector, Mampastor, o Guardián... Pero si es mi propósito convencer a nuestra amiga de la necesidad de una dirección, no está bien, ya lo comprenden ustedes, que yo a mí mismo me proponga para ese modesto cargo. Y no es ambición, constante que no es ambición: en último caso sería sacrificio, y de los grandes; pero a esas estamos. De modo que si la señora, por inspiración divina, admite mis razones, y me designa, no tendré más remedio que bajar la cabeza, con beneplácito del señor Obispo, y mientras Su Ilustrísima no creyera conveniente disponer de mi inutilidad para una parroquia de Madrid.

Asistieron los otros dos con monosílabos. La cara de D. Remigio echaba chispas.

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