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Halma: III

Halma
III
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
  4. Segunda parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
  5. Tercera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
  6. Cuarta parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
  7. Quinta parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
  8. Autor
  9. Otros textos
  10. CoverPage

III

No pudieron detenerse, como deseaban, en buscar la explicación de aquel contrasentido, porque entró Urrea con noticias frescas, que hacían revivir el interés del asunto nazarista. Según contó el joven reformado, por los periodistas se sabía ya la sentencia del Tribunal, que se publicaría sin tardanza. No encontraba la Sala en D. Nazario Zaharín culpabilidad: la vagancia, el abandono de sus deberes sacerdotales, la sugestión ejercida sobre mendigos y criminales no eran más que un resultado del lastimoso estado mental del clérigo, y como en ninguno de sus actos se veía la instigación al delito, sino que, por el contrario, sus desvaríos tendían a un fin noble y cristiano, se le absolvía libremente. Resultando del informe de los facultativos que repetidas veces le habían examinado, que los actos del apóstol errante eran inconscientes, por hallarse atacado de melancolía religiosa, forma de neurosis epiléptica, se le entregaba al poder eclesiástico para que cuidase de su curación y custodia en un Asilo religioso, o donde lo tuviere por conveniente.

Don Manuel y Catalina guardaron profundo silencio al oír esta parte interesantísima de la sentencia.

«A Beatriz se la absuelve libremente —prosiguió Urrea—, porque nada resulta contra ella, y la pena que merecía por vagancia, se estima cumplida con las dos semanas que sufrió de prisión correccional». Ándara salía peor librada, aunque no tan mal como al principio se creyó. De sus primeras declaraciones, y de las de Nazarín, resultaba autora del incendio de la casa número 3 de la calle de las Amazonas. Pero su abogado, hombre muy despierto, había conducido el asunto con rara habilidad, demostrando que lo depuesto por Nazarín no tenía ningún valor testifical, por hallarse este en pleno delirio pietista, presa de la monomanía del sacrificio y de la muerte. Ándara, en sus primeras declaraciones, había obedecido, según su defensa, a una influencia hipnótica del falso apóstol. Ampliado el juicio, y sustentada la no intencionalidad del incendio, el Tribunal admitió la prueba, condenándola, por lesiones a la Tiñosa, a catorce meses de reclusión penitenciaria. La causa del Sacrílego no tenía nada que ver con la vagancia y desafueros nazaristas. Aún no se había sentenciado, y por bien que saliera, sus catorce o quince años de presidio no se los quitaba nadie, porque eran muchas y muy atroces sus audacias para llevarse la plata y vasos sagrados de las iglesias».

—Ya ve usted —dijo al fin Catalina a su amigo y limosnero—, cómo el Tribunal, haciendo suya la opinión de los facultativos, da por cierto que el santo varón no tiene la cabeza en regla.

—Y sin cabeza no hay conciencia —indicó el sacerdote con cierta alegría, como si entreviera una solución a sus dudas.

—Con todo —añadió la Condesa—, no debemos aceptar ese criterio como definitivo. Se equivocan los Tribunales, se equivocan los médicos. No afirmemos nada, y sigamos, mi señor don Manuel, en nuestras dudas.

—Sigamos, sí, en nuestras dudas —repitió el sacerdote, para quien era ya un descanso no pensar por cuenta propia.

—Y mis dudas —añadió Halma—, van a ser el punto de partida para resolver la cuestión, porque si no dudáramos, no nos propondríamos, como nos proponemos ahora, llegar a la verdad.

—Sí señora —dijo Flórez, hablando como una máquina.

—La sentencia del Tribunal, que yo esperaba, me abre camino para poner en ejecución un pensamiento que hace días me corre por el magín.

—¡Un pensamiento! A ver... —murmuró don Manuel perplejo, admirando de antemano y temiendo al propio tiempo las iniciativas le su ilustre amiga.

—Yo, digo, nosotros, sabremos al fin si nuestro pobre peregrino es santo, o es demente. Espero que podremos reconocer en él uno de los dos estados, con exclusión del otro. Y en el caso de que existieran juntamente santidad y locura, en ese caso...

—Arrancaremos la locura para echarla al fuego, como hierba mala nacida en medio del trigo —dijo D. Manuel—, conservando pura e intacta la santidad.

—Y si existieran juntas y confundidas, en una misma planta —agregó Halma—, respetaríamos este fenómeno incomprensible, y nos quedaríamos tristes y desconsolados, pero con nuestra conciencia tranquila.

Flórez miraba al suelo, y Urrea no quitaba los ojos de su prima, cuyas palabras deletreaba en los labios de ella, al mismo tiempo que las oía. Después de una mediana pausa, y queriendo adelantarse al pensamiento de la señora, dijo el sacerdote:

«Pues para llegar a ese conocimiento y a esa separación, señora mía tendríamos que... digo, veríamos de...».

—No, si por más que usted discurra, no puede adivinar lo que he pensado, lo que haremos, si Dios me ayuda, y creo que me ayudará, pues la sentencia que acabamos de saber viene, como de molde, a favorecer mi pensamiento, obra magna, D. Manuel, una empresa de caridad que ha de merecer su aprobación. Verá usted —añadió después de otra pausita, aproximando su silla baja al sillón del limosnero—. Pues, señor, ahora la ley civil le dice a la eclesiástica: yo, apoyada en la opinión de la ciencia, he debido declarar y declaro que ese hombre está loco. Como su locura es inofensiva, monomanía pietista nada más, que no exige custodia ni vigilancia muy rigurosas, renunció a albergarle en mis casas de orates, donde tengo a los furiosos, a los lunáticos, casos mil de las innumerables clases de desorden mental. Ahí tienes a ese hombre; encárgate tú, Iglesia, de cuidarle, y, si puedes, de devolver el equilibrio a su entendimiento. Es pacífico, es bueno, es de dulce condición en su desvarío. No te será difícil restablecer en él el hombre de conducta ejemplar, el sacerdote sumiso y obediente...

—Y le cogemos —dijo Flórez—, y le mandamos a un convento de Capuchinos, o a una de las hospederías religiosas, que existen para estos casos, y le tenemos allí un año, dos, tres, al cabo de los cuales, estará lo mismo que entró.

—Quiere decir que no le cuidarían, que no le observarán, mirando por su existencia y por su razón con el interés paternal que se debe a un alma como la suya, buena, piadosa, a un alma de Dios...

—No digo que...

—Pero nada de esto pasará —afirmó la Condesa, levantándose nerviosa, cogiendo el bastón de Urrea para reforzar el gesto decidido con que acentuaba la palabra.

—¿Pues qué se hará, señora?

—A usted, mi Sr, D. Manuel, le corresponderá la gloria mundana de esta prueba, si, como creo, Dios la corona con un éxito feliz.

—¿Y qué tengo yo que hacer, señora mía? —preguntó el eclesiástico un poco molesto, pues no le caía en gracia aquello de hacer él cosas que ignoraba, ni que su autoridad quedara reducida a ejecutar órdenes superiores, como un vulgar secretario.

—Una cosa muy sencilla, y que me parece fácil. Mañana mismo... no hay que perder un solo día... mañana mismo, D. Manuel Flórez y del Campo, el ejemplarísimo sacerdote, el diplomático de la caridad, coge el sombrero y se va a ver al señor Obispo. Su Ilustrísima, naturalmente, le recibe con los brazos abiertos, y usted le dice: «Señor Obispo, una dama de nuestra aristocracia...».

—¡Ah!, ya... Una dama de nuestra aristocracia...

—¡Si lo adivina, si lo sabe, si no tengo que decir más! Pues qué: ¿no ha pensado usted lo mismo que yo? ¿No viene hace días dando vueltas en su mente a esta solución? ¿No esperaba saber la sentencia para proponérmelo?

—Sí, sí... Yo pensaba... En efecto... La idea es buena —dijo el limosnero, queriendo cazar al vuelo las de su noble amiga—. Claro que había pensado yo... Pues «Ilustrísimo señor: una dama de nuestra aristocracia, persona de grandes virtudes y celo cristiano, que quiere consagrar su vida al santo ejercicio de la caridad, ha imaginado que...».

Detúvose bruscamente D. Manuel, vacilante, clavó sus ojos en Halma, después en Urrea, para volver a mirar con escrutadora fijeza a la ilustre señora, y en aquel punto, como si recibiera inspiración del Cielo, o algún genio invisible en el oído le susurrara, vio el pensamiento de la Condesa con toda claridad. Y recordando al instante palabras y frases sueltas de conversaciones anteriores, y viendo en ellas perfecto ajuste con lo que acababa de oír, ya no necesitó más el agudo presbítero para recobrar toda su compostura mental, y sentirse dueño de sí mismo, y a punto de serlo de la situación. Limpió el gaznate para aclarar la voz, tomó de manos de Halma el bastón de Urrea, y fue marcando con él sobre la alfombra estas o parecidas expresiones:

«La señora Condesa ha tenido un pensamiento grande y bello, como suyo. Hace tiempo concibió el proyecto de destinar su casa de Pedralba a un fin caritativo, estableciéndose allí, al frente de una pequeña sociedad de desvalidos y menesterosos, de pobres enfermos y de ancianos sin recursos. Bueno, Señor, bueno. Pues ahora, la señora Condesa se dirige por mi conducto al señor Obispo, y le dice: 'A ese pobre clérigo perseguido, absuelto y tachado de locura, yo me le llevo a Pedralba, allí le cuido, allí le rodeo de calma, de un bienestar modesto; doy a su espíritu la soledad campestre, a su asendereado cuerpo descanso, y como él es bueno y sencillo, y su corazón se conserva puro, respondo de que en breve tiempo podré devolvérselo a la Iglesia, limpio de las nieblas que han empañado su mente. Entréguenme el vagabundo, y les devolveré el sacerdote; denme el enfermo, y les devolveré el santo'».

—¿Y eso puede ser? —preguntó vivamente la viuda, sin admirarse de lo bien que el sagaz Flórez le adivinaba las intenciones—. Quiero decir: ¿consentirá el señor Obispo...?

—¡Ah!... lo veremos. Mucha fuerza ha de hacerlo su nombre, señora.

—Y más aún la intervención de usted.

—En casos como este de Nazarín, el Prelado adoptará uno de dos procedimientos: o entregar al enfermo un vale perpetuo para el Asilo de Eclesiásticos, o ponerle bajo la salvaguardia de una familia respetable de reconocida virtud y piedad. Esto último se ha hecho hace poco con un pobre clérigo que padecía de ataquillos de enajenación.

—Pues la familia respetable a quien se encomiende la custodia y cuidado de este santo varón, seré yo.

—Sin duda. Y mucho mejor, si se constituye el Asilo o Recogimiento en forma legal y canónica, poniéndolo, como es natural, bajo la tutela del jefe de la diócesis.

—En fin —dijo Halma gozosa—, que Nazarín es nuestro. Y el señor Obispo, ya lo estoy viendo, alabará mucho este plan al saber que es idea de usted.

—Idea mía no —replicó Flórez sin mirar a la dama—. Si acaso, en parte... Ambos pensamos lo mismo. Pero yo no podía pronunciar sobre ello la primera palabra, y tuve que aguardar a que la dijese quien debía decirla.

—Quedamos en que mañana mismo...

—Mañana mismo, sí señora.

—No se nos adelante alguno...

—¡Ah!, lo que es eso... Pierda usted cuidado.

Retirose D. Manuel a su casa, y aquella noche fue acometido de una lúgubre congoja, cuyo fundamento el buen clérigo no podía explicarse. «Esta tristeza hondísima y que parece que me abate todo el ser —se decía, sin poder conciliar el sueño—, no proviene de causa puramente moral. Aquí hay algún trastorno grave de la máquina. O el hígado se me deshace, o la cabeza se me quiere insubordinar, o el corazón se fatiga, y me presenta la dimisión».

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