III
«Pero, amigo Urrea —dijo el Marqués de Cícero con sinceridad infantil—, esto debe publicarse».
—Se publicará.
—¿Y el texto... cosa buena?
—¡Ah!...
—Pero es tan considerable el gasto —dijo Feramor—, que la empresa que ha tomado a su cargo la propaganda nazarista, solicita una subvención de ocho mil pesetas.
—¡Oh!... No has exagerado, querido primo —manifestó Urrea—. Y también te aseguro, palabra de honor, que para hacerlo bien, a la altura del asunto, no vendrían mal nueve mil.
—Chico, más vale que llegues de una vez a la cifra redonda: dos mil duros.
—Para mil cosas baladís han dado eso, y mucho más, Mecenas que yo conozco. Palabra que sí. Lo que se pretende ahora está circunscrito dentro de los términos de una modestia casi inverosímil: diez mil pesetas. ¿Qué menos?
—No me parece mucho. Que se las dé a usted el Gobierno.
—O pedirla a las Sacramentales —dijo Manolo Infante—, que tienen la contrata de la conducción a la vida inmortal.
—Mejor a las empresas funerarias, porque el nazarismo hace propaganda de la muerte.
—Pues yo que usted, Urrea —indicó una dama que sabía tomar el pelo con suave mano—, pediría la subvención al gremio de constructores de imágenes y de pasos para la Semana Santa.
No se acobardaba el ingenioso aventurero por la rechifla graciosa con que los amigos de la casa acogían sus proyectos; antes bien, hallábase excitado, sentía en su mente audaces iniciativas y una pasmosa fecundidad de recursos para trabajar en aquel negocio. La idea sugerida por Feramor era felicísima. ¡Ah, si él pudiera maniobrar en terreno libre, es decir, en el bondadoso corazón de su primal! Pero aquel intruso y pegadizo. D. Manuel Flórez, tamiz por donde pasaban todos los pensamientos y actos de Catalina de Halma, le desconcertaba, infundiéndole la tormentosa duda del éxito. Para discurrir a sus anchas sobre problema tan difícil, necesitaba estar solo, aguzar su ingenio hasta lo increíble, prepararse, en fin, con todo el aparato de artimañas y sutilezas que, en su larga experiencia de aquella esgrima, le habían dado tantas victorias. Despreciando las burlas de que era objeto en casa de Feramor, salió de allí presuroso, sin despedirse de nadie; contra su costumbre, se fue a su casa, y en su reducida alcoba se encerró a meditar el plan de ataque, tratando de prever las posiciones del enemigo para escoger bien el palmo de terreno en que embestirle debía. Al meterse en la cama, con los pies fríos y la cabeza caliente, se dijo: «No hay que achicarse: la timidez será mi fracaso. Concretando mi honrada petición a dos mil duros, podrían creer que es para vicios. Para que vean que es un negocio serio, un asunto en que median los grandes intereses del espíritu humano, necesito correrme a tres mil».
Durmiose a la madrugada, y si al principio soñó que D. Manuel Flórez, al oír su demanda, le disparaba a quemarropa un cañón Hontoria, su sueño fue después optimista y placentero, porque se vio abrazado tiernamente por el dicho Flórez, mientras Catalina sacaba del vargueño una arqueta gótica, y de ella muchos fajos de billetes de Banco, de los cuales daba una parte a Nazarín y otra a él; y como Nazarín era todo abnegación y menosprecio de los bienes terrestres, le regalaba su parte sin mirarla siquiera. El movimiento pudoroso del apóstol mendigo al coger el dinero, prevaleció en la mente de Urrea aún después de haber pasado de aquel sueño a otro bien distinto. Soñó que con parte de aquel numerario compraba una mina de hierro, que en poco tiempo le daba rendimientos fabulosos; con las ganancias de la mina compraba dos manzanas de casas, y mucho papel del Estado, y negociando por alto, llegaba a hacerse dueño de toda la red de ferrocarriles de España... aquí que no peco... y de Francia o Inglaterra... Y todas estas, Nazarín apartando de sí la resma de billetes con apostólica repugnancia.
Al romper el día, mientras cosas tan inauditas pasaban en el cerebro de un hombre dormido, D. Manuel Flórez, que vivía en la misma calle, frente por frente al soñador Urrea, salía de su domicilio. Fue con vivo paso a decir su misa, entretuvo después un par de horas en esta y la otra iglesia, y a eso de las diez se dejó caer en la casa de Feramor. Entrando sin anunciarse en el despacho del Marqués, que trabajaba con su administrador y apoderado, le dijo: «Querido Paco, quisiéramos que eso se ultimara pronto, si fuera posible, hoy».
—¿Pues no ha de ser posible? Hoy mismo, mi querido D. Manolo. Mucha prisa tiene la redentora por entrar en funciones.
—La miseria humana, hijo mío, es la que tiene prisa, el hambre humana, la sed y la desnudez humanas.
—Pues por mí no quede.
Terció el administrador, asegurando que ya estaba avisado el notario para preparar la documentación, y que si terminaba aquel día, en el siguiente quedaría hecha la entrega de la legítima de la señora Condesa, parte en fincas o valores, parte en dinero contante.
—Perfectamente —dijo el buen sacerdote acariciándose una mano con otra—. Y ya que estás hoy de vena de amabilidad...
—¿Pero no se sienta, D. Manuel?
—No; me voy en seguida. Digo que ya que te encuentro en vena de concesiones, me atrevo a hacerte presente un antojito de tu hermana, cosa insignificante; verás...
—Acabe usted pronto, que ya empiezo a sentir escalofrío.
—¿Por qué, hijo de mi alma?
—Porque podría ser que para redimir a la pobrecita humanidad, no lo bastase su legítima, y en nombre del Dios Uno y Trino me pidiese también la mía... y podría suceder que usted se empeñase en que se la diera.
—Vamos, no bromees. Lo que te pide es que le adjudiques la torre de Zaportela, en Aragón. En esa casona destartalada pasó ella parte de su infancia con tu tía doña Rudesinda. Tiene recuerdos...; en fin, que para nada te sirve a ti ese nidal de lagartijas, y ella tiene el capricho de restaurarlo, y...
—Es que la casa de Zaportela y dos predios adyacentes se los tengo dados en usufructo a los Urreas, los tíos de este perdido de José Antonio, pedigüeños insaciables como él, que practican la mendicidad por el terror. Si les echo de allí, son capaces de quemarme todas las casas que tengo en Aragón.
—Bueno, pues en vez de Zaportela, le darás el castillo de Pedralba en esta provincia, término de San Agustín; ya sabes... un caserón viejo, con una torre, y no sé qué ruinas de un monasterio cisterciense... Con que no hay que vacilar, hijo mío, y agradéceme que abra anchos horizontes a tu generosidad. Eres un ángel, y el perfecto tipo del caballero cristiano.
—Basta, basta. No necesita usted emplear la lisonja para desbalijarme. Eso se arreglará. Particípele usted a su discípula que no llore por el castillo. Pedralba será suyo.
—Se lo participarás tú, porque yo no subo hasta la tarde —dijo Flórez mirando su reloj—. Tengo mucha prisa. A las once he de ver al señor Vicario; y a las doce me esperan en Gracia y Justicia para ir a la Nunciatura... Bueno, señor, bueno.
—¿Qué más?
—Nada más. ¿Te parece poco?
—Creí que me iba usted a pedir el coche para todos esos viajes.
—No pensaba pedírtelo; pero lo tomo si me lo das. Está Madrid perdido de barros. Bueno, señor, bueno.
Poco después salía gozoso y vivaracho el buen D. Manolo, y en el portal, ¡zas! José Antonio de Urrea que entraba. Quedose el joven como quien ve visiones, y no acertaba a saludar al respetable limosnero de la casa.
«¡Pepillo, dichosos los ojos...! ¡Ven acá, hijo mío, dame un abrazo! —le dijo el clérigo con efusión—. ¿Pero qué tienes? Te has puesto pálido. ¿Estás enfermo...? Tiemblas».
—No señor... La emoción... Cabalmente venía pensando en usted —replicó Urrea besándole la mano—. ¿Cree usted que ver, después de tanto tiempo, a este amigo venerable, a este ángel tutelar de toda la familia, no es cosa que impresiona...?
—Calla, calla, zalamero.
—Deme usted a besar otra vez esas manos.
—Basta, basta. Ya sé, ya sé que estás muy corregido. Sé que trabajas, que has sentado la cabeza. Ya era tiempo, hijo mío.
—¿Quién se lo ha dicho a usted? —preguntole Urrea con cierta alarma, temiendo las ironías de su primo Feramor.
—Me lo han dicho... ¿A ti qué te importa? Tus primas, las de Hinestrosa me lo han dicho, ea.
—Soy otro hombre. ¡Y que bueno es ser bueno, D. Manuel! ¡Qué hermosura es una conciencia tranquila, una pobreza honrada, y una conducta normal, ordenada y perfectamente correcta! ¡Qué descanso la pureza de las intenciones, la sujeción de los deseos, la adaptación de nuestros goces a la medida de la realidad! ¡Qué consuelo tan grande vivir en armonía con todo el mundo, y sentirse querido, respetado!...
—Sí, hijo mío, sí.
—Verdad que mi vida es azarosa, pues no puedo prescindir de ciertos hábitos de decencia, y careciendo de bienes de fortuna, el pan de cada día, mi queridísimo D. Manuel, representa para mí esfuerzos hercúleos.
—Dios bendecirá tu trabajo. Adelante por ese camino. Persiste en tus ideas; ten constancia, valor, confianza en ti mismo.
—Así lo haré. Descuide.
—¿Vas a ver a Consuelo?
—No, voy a visitar a Halma.
Con esta brevedad familiar, Halma, nombraba comúnmente el parásito a su prima.
«Bien, bien. ¡Acompañar a los desgraciados, endulzar su tristeza con palabras de consuelo! La pobrecita te lo agradecerá mucho. Hazme el favor de decirle que no puedo ir hasta la tarde... ¡ah!, y que eso, ya sabe lo que es, quedará ultimado mañana. Anda, anda, hijo mío. Y que el Señor te conserve en esa buena disposición. Adiós...».
Volvió a besarle la mano, y después de acompañarle a entrar en el coche, subió el gran Urrea, más que gozoso, ebrio de entusiasmo y felicidad, porque las cosas se lo deparaban mejor de lo que en los desenfrenos de su optimismo hubiera podido imaginar. Primer golpetazo de la suerte: encontrarse a D. Manuel Flórez en aquel pie de increíble benevolencia, enterado ya de sus nuevas costumbres laboriosas. Segundo golpetazo: saber que hasta la tarde no iría el susodicho a la débil fortaleza, amenazada de un terrible asedio. Cierto que el enemigo podía presentarse a última hora con un socorro formidable, ideas y autoridad de refresco; pero también podía suceder que llegase tarde, y que, arrancada por el sitiador una promesa, la egregia dama no tuviera más remedio que cumplirla. El hombre se creció moral y hasta físicamente al subir la escalera, derecho al cuarto segundo. Se sentía impetuoso, audacísimo, invencible, y sobre todo grande, enorme. Creía tocar con su cabeza en el tramo alto de la escalera, y que las puertas no tenían bastante hueco para darle entrada. Sin duda la Providencia Divina se ponía de su parte. ¡Qué bien había hecho aquella mañana en rezar al Padre Eterno, a la Virgen y a San Antonio bendito, implorando su eficaz auxilio! ¡Qué diantre! ¿No era él un pobre, no era un triste, un mísero? ¿Pues qué hacía más que pedir una limosna, y proporcionar a las buenas almas el ejercicio de la más hermosa de las virtudes, la caridad?
«Fuera timideces, fuera mezquindades que podrían comprometer el éxito —se dijo al traspasar la puerta, soberbio y arrogante, como un campeón que anhela engrandecer los peligros para que sea mayor la gloria de vencerlos—. Allá van los hombres valientes. Le pido... pst... veinte mil pesetas».