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Halma: V

Halma
V
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
  4. Segunda parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
  5. Tercera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
  6. Cuarta parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
  7. Quinta parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
  8. Autor
  9. Otros textos
  10. CoverPage

V

La llegada de los tres amigos no debía alterar la marcha de los asuntos domésticos en el castillo, porque, claramente lo decía la Condesa, ya que no ayudaran, no era bien que estorbasen. «Primo mío, supongo que desearás conocer esta gran finca, los estados de Pedralba, donde hacemos vida recogida y modesta, sin pretensiones de ascetismo, mis amigos y yo. Usted también, Sr. D. Remigio, necesita enterarse del terreno que consagro a mi obra. Váyanse, pues, a dar un paseíto, guiados por el bonísimo Nazarín, que lo conoce ya palmo a palmo, mientras nosotras les preparamos de comer. No esperen que salgamos de nuestro pobre régimen. Aquí no hay ni puede haber comilonas, pues aunque yo quisiera darlas, no habría con qué. Comerán de nuestro diario frugalísimo, con el poquitín de exceso que pide la hospitalidad. Con que vean, vean mi ínsula, y tráiganse la salsa que nosotras no podemos hacerles, un buen apetito».

Fuéronse los tres de paseo, conducidos de D. Nazario, que les hizo subir al monte para que vieran los castaños robustos que lo coronaban, al barranco para probar el agua de la rica fuente, y después de brincar y despernarse por lomas y vericuetos, volvieron a casa a las doce, hora invariable de la comida. En una pieza próxima a la cocina, pusieron la mesa, la cual era de una robustez patriarcal, de castaño renegrido y con torcidos herrajes en su armadura. Dos sillas había de la misma casta y edad; las demás variaban entre el estilo Fernando VII, de caoba, y la forma y material llamados de Vitoria. Pero la mayor y más sorprendente variedad estaba en la vajilla y ropa de mesa, pues al lado de vasos de cristal finísimo, se veían otros del vidrio más ordinario, servilletas finas, servilletas bastas, platos de porcelana rica, y otros de cerámica tosca. «Dispensen la diversidad de la loza —les dijo doña Catalina—. En mi comedor reina todavía una confusión de clases estupenda, como en tiempos revolucionarios. Pero esta confusión no es parte para que yo olvide las categorías de los comensales. Para los dos señores sacerdotes lo fino, que ellos mismos irán escogiendo; para ti, José Antonio, y D. Ladislao, el barro plebeyo».

—Pues yo propongo —dijo D. Remigio con buena sombra—, que no establezcamos diferencias humillantes, y que nos repartamos como hermanos, como hijos de Dios, lo malo y lo bueno. Venga ese barro, Sr. de Urrea.

Lo más extraño de aquella singular comida fue que las mujeres no se sentaron a la mesa. Las tres funcionando con igual destreza y alegría, servían a los señores. Luego comían ellas en la cocina. Esta era una costumbre medieval, que Halma no alteraba jamás por consideración alguna. Diéronles una sopa muy substanciosa hecha con hierbas diferentes, patatas picadas muy menudito y golpes de chorizo; luego un plato de carnero bien condimentado, vino en abundancia, postre de requesón de la Sierra, leche con bizcochos de Torrelaguna, y a vivir. Sobria y nutritiva, la comida fue saboreada con delicia por los forasteros, que no cesaron de alabar el buen trato de Pedralba, y la pericia de las tres marmitonas.

Entre la sopa y el carnero llegó inopinadamente D. Pascual Díez Amador, administrador que fue de la finca, y propietario vecino, pues suya es la dehesa extensísima que linda por Poniente con Pedralba. Dos o tres veces por semana visitaba a la Condesa, caballero en su jaca torda, para ver si se le ofrecía algo. Era un hombre mitad paleto, mitad señor, lo primero por el habla ruda, por la camisa sin cuello y el sombrero redondo, lo segundo por las acciones nobles, por el andar grave, que hacía rechinar las espuelas. Una faja encarnada parecía separar el lugareño del hidalgo, o más bien empalmar las dos mitades. Tanto afecto había puesto en doña Catalina, que dispuso que dos de sus guardias jurados estuviesen de punto noche y día en la casa de abajo, para que la señora descansase en la persuasión de una absoluta seguridad. Muchos días caía por allí en su jaca a la hora de comer, otros a cualquier hora, en que también comía. Su cara redonda, episcopal, crasa y mal afeitada, despedía fulgores de patriarcal soberanía, de conformidad con la suerte, sin duda por ser esta de las más próvidas y felices.

«¡Hola, Remigio!... señora doña Catalina..., D. Nazario..., D. Ladislao, aquí estamos todos...».

Los saludos duraron hasta después que el gordinflón paleto-señor tomó asiento sin ceremonia, disponiéndose a comer cuanto le diesen. Porque, eso sí, hombre de mejor diente no lo había en todo el partido judicial, con la particularidad notable de que no sabía ponerse tasa en la bebida.

«¿Sabe usted lo que estábamos hablando, amigo D. Pascual? —dijo el curita de San Agustín—. Que esta es una gran finca, y que es lástima no trabajarla».

—¡Hombre, a quién se lo cuenta! Si estos señores Feramores no tienen perdón de Dios... ¡Menuda brega tuve yo con el Marqués actual y con el otro, para que tiraran aquí veinte o treinta mil durillos! Sí, lo digo: era sembrarlos hoy, para coger el día de mañana, cinco años más o menos, tres o cuatro millones. Y esto sólo con el ganado, que metiéndonos a ponerlo todo de labrantío... ¡Jesús, oro molido...! Es una tierra esta, que no la hay mejor ni donde están las pisadas de la Virgen Santísima, ea.

Don Pascual se incomodaba al tocar este punto, viéndose precisado a sofocar su enojo con copiosas libaciones. Y como siguieran hablando del mismo asunto, concluyó por expresar una idea muy atrevida.

«Yo que la señora Condesa..., digo lo que siento, sin ofender, ea..., pues yo que la señora, me dejaría de capillas y panteones, y de toda esa monserga de poner aquí al modo de un convento para observantes circuspetos y mendicativos, dedicando todo mi capital a...».

—Poco a poco —replicó vivamente D. Remigio—, no paso por eso. Lo espiritual es lo primero.

—¡Potras corvas! ¿Y de qué sirve lo espertual sin lo... sin lo otro?

—Yo que la señora Condesa, persistiría impertérrito en mi grandioso plan... contra el dictamen de los estripaterrones.

—Y yo, contra el ditame de los engarza-rosarios, digo que sí... no, digo que no... que sí.

—Si no sabe usted lo que dice, amigo don Pascual.

—¡Vaya!, paz y concordia entre los príncipes cristianos —dijo doña Catalina risueña—. Por un exceso de consideración a mis huéspedes, me permito el lujo de darles una golosina: café.

Alabado y festejado por todos el obsequio, Amador y D. Remigio lograron encontrar una fórmula de transacción entre sus opuestos pareceres. Al servir el café, doña Catalina pidió perdón por la pobreza y rustiquez de la comida, añadiendo que para otra vez tendrían pan bueno, hecho en casa, y menos desigualdades en vajilla y servicio de mesa.

Mientras las mujeres comían, salieron los hombres al patio, llevando cada uno su silla, y allí platicaron formando dos grupos. D. Remigio y Amador charlaban de los asuntos de Colmenar Viejo, de lo mal mirado que en la cabeza del partido estaba el cura titular, y de los esfuerzos que hacían los caciques para hacerle saltar de allí... Naturalmente, se gestionaría para que ocupase la vacante el curita de San Agustín. A otra parte hablaban Urrea, don Ladislao y Nazarín, preguntando el primero al segundo si seguía cultivando la música en aquel retiro, a lo que contestó el afinador que no le hablaran a él de músicas ni danzas, pues se hallaba tan contento y gozoso en su nueva vida, que había tomado en aborrecimiento todo su pasado musical y cabrerizo. La mejor ópera no valía ya tres pitos para él, y aunque le aseguraran que había de componer una superior a todas las conocidas, no quería volver a Madrid. Salió Nazarín a la defensa de arte tan bello, y le propuso que siguiera cultivándolo allí, pues se compadecía muy bien la música con la vida campestre. Y añadió que él se permitiría aconsejar a la señora Condesa que trajese un órgano, para que D. Ladislao compusiera tocatas campesinas y religiosas, y les deleitara a todos con aquel arte tan puro y que hondamente conmueve el alma.

Con estos y otros paliques, fue llegada la hora de la partida, y Urrea, no cabía en sí de inquietud, por no haber podido hablar a solas con su prima, ni esta decirle que se quedara, como era su deseo. El temor de que contestase con una rotunda negativa a su propósito de permanecer en Pedralba, le sobresaltó de tal modo, que no tuvo ánimos para formularlo. Tristeza infinita cayó sobre su alma cuando Halma le dijo en tono de maestro: «Ahora, José Antonio, te vas por donde has venido, y sin mi permiso no vuelvas acá, ni abandones las ocupaciones a que deberás una independencia honrada». Con tal autoridad pronunció estas palabras, que el calavera arrepentido no tuvo aliento para contradecirlas, y exponer su deseo. Sentíase tan inferior, tan niño, ante la que le gobernaba en sus sentimientos y en su conducta, que no pudo ni pedirle menos severidad, ni explicarse con ella sobre la pesadísima y cruel condena que le imponía. Verdad que estaban delante Nazarín y los forasteros, y no era cosa de hacer ante ellos el colegial mimoso. Faltaban tan sólo minutos para la partida, cuando la Condesa dijo al curita de San Agustín: «Sr. D. Remigio, si usted no se opone a ello, se quedará en el castillo el amigo D. Nazario, porque si es bueno para la salud el ejercicio del entendimiento, no lo es menos el corporal, y conviene que alternen. Ya concluirá más adelante esa gran recopilación de los Discursos de la Paciencia».

—Lo que usted disponga, señora mía, es ley —replicó D. Remigio, ya con el pie en el estribo—. Si nuestro buen Nazarín prefiere quedarse, quédese en buen hora... Que lo diga él.

Con semblante confuso, y casi casi con lágrimas en los ojos, el peregrino respondió: «Yo no determino nada».

—¿Pero usted qué prefiere?

—Pues, la verdad, estimando mucho la hospitalidad del señor cura, y ofreciéndole ponerme a su disposición para terminar aquellos apuntes y cuanto guste mandarme, hoy me quedaría, pues la señora Condesa así lo desea.

—Es que... verá usted, D. Remigio, como tenemos tanta obra en casa, necesito que me ayuden mis buenos amigos. Hay que estar en todo, y cuantos viven aquí han de arrimar el hombro a las dificultades. Mañana pienso probar el horno de pan, y deshacerlo si no nos resulta bien. Con que...

—Que se quede, que se quede. Usted es aquí la santa madre, usted manda, y los hijos..., a obedecer calladitos. Sr. de Urrea, ¿no monta usted?

Lívido y tembloroso, Urrea no acertaba ni a despedirse airosamente de su prima. Era una máquina, no un hombre. Su tristeza le cogía todo el ser como una parálisis, matándole la voluntad. Montó a caballo, y partió con el cura y con Amador, sin saber que existía en el municipio un pueblo llamado, por buen nombre, San Agustín.

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