Escena I
ROSARIO, RUFINA, LORENZA, las tres con mandil. La primera plancha una camisola. LORENZA la dirige y enseña. RUFINA apila en una banqueta la ropa planchada ya.
LORENZA.— Más fuerte, Señora.
ROSARIO.— (Apretando.) ¿Más todavía?
LORENZA.— No tanto... ¡Ah! las pecheras de hombre son el caballo de batalla.
ROSARIO.— ¡Qué torpe soy!
LORENZA.— ¡Quia! si va muy bien. Ya quisieran más de cuatro...
RUFINA.— No te canses. Lorenza concluirá.
ROSARIO.— (Fatigada, dejando la plancha.) Sí... No puedo más. Hoy, ya me he ganado el pan.
LORENZA.— (Planchando con brío.) Concluyo en un periquete.
RUFINA.— Nosotras a guardar.
ROSARIO.— (Apilando en una bandeja de mimbres almohadas y sábanas.) Déjame a mí.
RUFINA.— No... yo... tú te cansas.
ROSARIO.— Que no me canso, ea. ¡Qué placer llenar los armarios de esta limpia, blanquísima y olorosa ropa casera!... y ponerlo todo muy ordenadito, por tamaños, por secciones, por clases... (Cogiendo la bandeja de ropa.) Venga. (RUFINA le ayuda a cargársela a la cabeza.) ¡Hala!
RUFINA.— (Señalando por la derecha.) ¡Al armario grande de allá!
(Sale ROSARIO por la derecha.)
LORENZA.— Parece que no; pero tiene un puño... y un brío...
RUFINA.— ¡Ya, ya!
ROSARIO.— (Reapareciendo presurosa por la derecha.) Ahora, las sábanas.
RUFINA.— Ahora me toca a mí.
(Cargando un montón de ropa. Vase por la derecha.)
ROSARIO.— ¿Y yo? Lorenza, dame la plancha otra vez. Me habéis acostumbrado a no estar mano sobre mano, y ya no hay para mí martirio como la ociosidad.
LORENZA.— Si estoy acabando.
RUFINA.— (Por la derecha resueltamente.) Con que... señora duquesa de San Quintín, concluyó el planchado. ¿Qué hacemos hoy?
LORENZA.— Manteca.
ROSARIO.— No; hoy toca rosquillas. D. José lo ha dicho.
RUFINA.— Y ya mandé a Víctor que encendiera el horno.
(LORENZA recoge la última ropa, y la lleva adentro: después va retirando los utensilios de plancha.)
ROSARIO.— Hoy me pongo yo a la boca del horno, yo, yo misma... y ya verás... (Indica el movimiento de meter la pala en el horno.)
RUFINA.— No... tú no sabes; no tienes práctica y quemarás la tarea. Déjame a mí el horno.
ROSARIO.— Bueno, bueno. (Con inquietud infantil, haciendo movimiento de amasar sobre la mesa.)
LORENZA.— ¿Amasan aquí?
ROSARIO.— Aquí, que está más fresco.
RUFINA.— Y Víctor se encargará de llevarme la masa.
ROSARIO.— ¿Pero le dejarán venir acá?
RUFINA.— Si está ahí. (Señalando la puerta.) Papá le ha mandado arreglar la esparraguera, y replantar el fresal viejo.
ROSARIO.— ¿Qué? ¿también entiende de horticultura?
RUFINA.— De todo entiende ese pillo. (Va hacia el fondo, y llama, haciendo señas con la mano.) ¡Eh, Víctor!...
ROSARIO.— ¡Eh, señor socialista, señor nivelador social, venga usted acá!