Escena IV
Dichos menos RUFINA; DON CÉSAR, presuroso por el fondo. Después, LORENZA, por la izquierda.
DON CÉSAR.— ¿No ha venido Canseco...? Hola, Marqués... (Receloso y displicente.) (¡Aquí otra vez este botarate!).
DON JOSÉ.— El notario no puede tardar.
EL MARQUÉS.— Dígame, D. César, ¿es cierto que compra usted los dos caballos de tiro, y la yegua del Marqués de Fonfría, que hoy salen a subasta?
DON CÉSAR.— (Con vanidad.) Sí señor... ¿Y qué?
DON JOSÉ.— ¿Pero te has vuelto loco? ¡Caballos de lujo... tú!
DON CÉSAR.— Yo, yo... El señor Marqués, tan perito en asuntos caballares, me dará informes...
EL MARQUÉS.— Con muchísimo gusto.
DON JOSÉ.— (Asustado.) ¿Pero te ha entrado el delirio de grandezas? César, vuelvo en ti.
EL MARQUÉS.— Los dos de tiro, Eclair y Néstor, son de la yeguada de mi hermano, media sangre. La yegua Sarah fue mía. Procede de las cuadras del Duque de Northumberland... pura sangre, fina como el coral, y veloz como el viento.
(ROSARIO limpia la mesa, y acaba de retirar algunos objetos que sobran.)
EL MARQUÉS.— La tengo en mi libro, y los datos de alzada, edad... Compre usted sin miedo: es verdadera ganga.
DON JOSÉ.— (Inquieto.) ¿Pero no es broma?... ¡Despilfarro mayor!
ROSARIO.— (Acercándose al grupo.) D. César piensa poner coche a la gran D'Aumont, para que so paseo por Ficóbriga Rosita la Pescadera.
DON CÉSAR.— Se paseará... quien se pasee.
EL MARQUÉS.— ¿Pero se casa? ¡Oh, Providencia!
DON JOSÉ.— (Malhumorado.) Como la elección no sea buena, vale más no pensar en ello.
ROSARIO.— ¿Casarse?... Si dice que se va a morir pronto.
EL MARQUÉS.— Mejor para encontrar novia.
DON CÉSAR.— Todavía daré alguna guerra. (A ROSARIO bruscamente en tono afectuoso.) Rosarito, no trabaje usted tanto, que se le estropearán las manos.
ROSARIO.— ¿Y a usted qué le importa?
DON CÉSAR.— Me importa... puede importarme mucho. Y no debe andar usted tanto al sol si quiere conservar la finura de su cutis.
DON JOSÉ.— Si así está más bonita.
EL MARQUÉS.— Más pastoril, más campestre.
DON JOSÉ.— (Regañón.) A buenas horas te entra la manía de lo aristocrático.
ROSARIO.— Cuando a mí me da por lo popular.
DON CÉSAR.— Rosarito de mi alma, no me lleve usted la contraria. Ya sabe que la quiero bien, que...
DON JOSÉ.— (Incomodado.) Ea, basta de bromas.
DON CÉSAR.— Si no es broma. (A ROSARIO.) ¿Ha tomado usted a broma lo que le he dicho?
EL MARQUÉS.— ¿Pero qué es ello? (Bromeando.) D. José, esto es muy grave.
DON JOSÉ.— Insisto en que mi hijo no tiene la cabeza buena.
DON CÉSAR.— Y hay más...
DON JOSÉ.— (Alejándose airado.) No quiero, no quiero saber más locuras. Tendría que tratarte como a un chiquillo. Marqués, ¿probamos o no probamos esa sidra?
EL MARQUÉS.— Estoy a sus órdenes.
DON JOSÉ.— Voy un instante a la bodega. Le espero a usted en el comedor. (En la puerta mirando a DON CÉSAR.) (¡Calamidad de hijo! ¡Ah, veremos, veremos quién puede más!).
(Vase por el fondo.)
LORENZA.— (Por la derecha.) El señor de Canseco.
DON CÉSAR.— Que pase a mi cuarto. (A ROSARIO.) Tengo que ocuparme de cosas graves. Hablaremos luego. (Al MARQUÉS.) Dispénseme. No se olvidará usted de mandarme...
EL MARQUÉS.— ¿El registro de caballos?... Sí, sí. Descuide.
DON CÉSAR.— Hasta ahora.
(Vase por la derecha.)