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La de San Quintín: Escena XIX

La de San Quintín
Escena XIX
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  1. Portada
  2. Información
  3. PERSONAJES y ACTORES
  4. ACTO I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
  5. ACTO II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
    18. Escena XVIII
    19. Escena XIX
  6. ACTO III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
  7. Autor
  8. Otros textos
  9. CoverPage

Escena XIX

VÍCTOR, ROSARIO.

VÍCTOR.— (Airado, corriendo hacia la derecha.) No, no; yo quiero saber...

ROSARIO.— (Que avanza y lo detiene.) Aguarda. Lo sabrás por mí.

VÍCTOR.— ¿Usted, Rosario, usted posee la clave de este horrible misterio?

ROSARIO.— Sí.

VÍCTOR.— ¿Y usted sabe...? ¡Oh, por lo que usted más quiera en el mundo, explíqueme...! Mi padre...

ROSARIO.— No le des tal nombre.

VÍCTOR.— ¿Por qué?

ROSARIO.— Porque no lo es.

VÍCTOR.— (Con espanto.) ¡Que no lo es!... ¡Que no soy...!

ROSARIO.— (Rápidamente.) No me pidas más explicaciones... No eres culpable. (Gravemente.) Los culpables no existen... Dios les habrá tomado cuenta.

VÍCTOR.— (Cubriéndose el rostro.) ¡Oh!... (Déjase caer en una silla.)

ROSARIO.— La vida humana es caprichosa, y nos sorprende con bruscas revoluciones y mudanzas. ¿No caen los poderosos, los magnates y hasta los reyes? Pues si los grandes caen, ¿por qué no han de caer también los pequeños hasta hundirse y desaparecer en la nada?

VÍCTOR.— (Sin oír lo que dice.) Las pruebas, las pruebas de eso... no sé lo que es.

ROSARIO.— Son irrecusables.

VÍCTOR.— (Agitadísimo.) ¿Quién ha manifestado a mi padre?... ¿a D. César?... ¿quién... usted? ¿Con qué objeto, con qué fin?

ROSARIO.— Con el de la verdad. Creí que no me acusaría por esto quien ama la verdad sobre todas las cosas.

VÍCTOR.— (Confuso.) Sí; pero...

ROSARIO.— ¡La verdad, siempre la verdad! ¿Cabe en tu condición moral usurpar un nombre y una posición que no te pertenecen?

VÍCTOR.— ¡Oh, eso nunca!

ROSARIO.— ¿Y te causa pena la pérdida de esos bienes que creías poseer?

VÍCTOR.— Oh, sería un hipócrita si dijera que este golpe no me hiere en lo más vivo. Ahora, precisamente ahora, anhelaba yo nombre y fortuna para poder aspirar...

ROSARIO.— ¿A qué?

VÍCTOR.— (Con grande abatimiento y amargura.) Y me lo pregunta! ¡Con qué crueldad pone ante mis ojos, prolongada ya hasta lo infinito, la distancia que nos separa!

ROSARIO.— (Cariñosamente.) Víctor, resígnate. ¡Cuántas veces, charlando conmigo, protestabas de las jerarquías sociales, maldecías la propiedad, y hasta los nombres, ¡los nombres! vanos ídolos según tú, ante los cuales se inmolaban a veces los sentimientos más puros del alma! Pues bien, ya se ha realizado tu ideal, ya no tienes propiedad, ya no tienes nombre; ya no eres nadie.

VÍCTOR.— (Rehaciéndose.) ¿Nadie?... Oh, no tanto, no tan bajo. (Levántase bruscamente.) Fuera flaquezas impropias de mí. Pasó, pasó la tremenda conmoción de la caída. Aún vivo: soy quien soy. (Con gran entereza.) Acepto con ánimo tranquilo las situaciones más difíciles y abrumadoras. No temo nada. El abismo en que caigo no me impone pavor, ni sus soledades tenebrosas me hacen pestañear... Creí poseer los bienes de la tierra, todos, todos, los que dan paz y recreo a la vida, los que estimulan la inteligencia, los que halagan ¡ay! el corazón. ¡Sueño, mentira! Mi destino lo quiere así... ¡Destino cruel, durísimo! (Con bravura.) Pues con todas sus durezas y crueldades, yo lo acepto, lo afronto, me abrazo a él para seguir viviendo... Adelante pues... ¿Qué soy... nadie? Bien... soy un hombre, y me basta.

ROSARIO.— Un hombre, sí, de inteligencia poderosa, de firme voluntad.

VÍCTOR.— ¡Mi voluntad! Ahí tiene usted el único bien que me queda.

ROSARIO.— (Con intención.) ¡Y algo más!

VÍCTOR.— Me queda un triste amor sin esperanza, ahora con menos esperanza que nunca... (Con gran vehemencia y profunda curiosidad.) Pero, dígame usted, Rosario de mi vida, por amor de Dios, ¿qué interés tenía usted en revelar a mi padre, a D. César, eso... eso...? no sé lo que es.

ROSARIO.— ¡Un interés grande, inmenso!

VÍCTOR.— ¿Cuál?

ROSARIO.— (Cohibida.) Que yo quería decirte...

VÍCTOR.— (Con ansiedad.) ¿Qué?

ROSARIO.— Una cosa que no podría decirte siendo hijo de ese hombre, que aborrezco. Entre el padre apócrifo y el hijo postizo, he abierto un abismo infranqueable. (Transición de ternura.) Y ahora que estás solito en el mundo, ahora que no tienes sobre ti la sombra execrable de D. César de Buendía, puedo decirte que...

VÍCTOR.— ¿Qué?

ROSARIO.— (Con arranque de amor y entusiasmo.) Nieto de Adán, desheredado de la fortuna, huérfano... del mundo entero, pobrecito mío... (Pausa: clava los ojos en VÍCTOR. Este, abriendo los brazos, ya hacia ella.) te quiero...

VÍCTOR.— ¡Alma mía!

ROSARIO.— ¡Amor de mi vida!

(Se abrazan. Telón rápido.)

FIN DEL ACTO II

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