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La de San Quintín: Escena IX

La de San Quintín
Escena IX
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. PERSONAJES y ACTORES
  4. ACTO I
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
  5. ACTO II
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
    18. Escena XVIII
    19. Escena XIX
  6. ACTO III
    1. Escena I
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
  7. Autor
  8. Otros textos
  9. CoverPage

Escena IX

ROSARIO, VÍCTOR.

ROSARIO.— (Suspendiendo el trabajo.) Gracias a Dios que estamos solos.

VÍCTOR.— Cortos instantes de felicidad para mí, robados a la soledad y a la tristeza de este presidio.

ROSARIO.— (Trabajando de nuevo.) Tengo que reñirle a usted. Anoche, al volver de paseo por la playa con Rufinita y las sobrinas del cura, cuando se hizo usted el encontradizo, me dijo usted cosas muy malas. He soñado con hordas populares desbordadas, con la guillotina y el saqueo...

VÍCTOR.— Eso no va con usted.

ROSARIO.— Porque soy pobre y nada tengo que saquear.

VÍCTOR.— No es por eso.

ROSARIO.— Vamos; que usted, cuando toquen a derribar ídolos, hará una excepción en favor mío. Porque este señor socialista escarnece sus ideas enamorándose locamente de una aristócrata.

VÍCTOR.— Locamente, sí.

ROSARIO.— ¡Traidor, desertor, apóstata! Eso es burlarse de los principios!...

VÍCTOR.— Pues me burlo...

ROSARIO.— Abandona un imposible por aspirar a otro.

VÍCTOR.— (Vivamente.) No, si yo no aspiro a nada. Sé que usted no puede amarme.

ROSARIO.— Pues si no puedo amarlo, domínese; coja usted su corazón, y haga con él (Apretando la masa.) lo que hago yo ahora con esta masa insensible.

VÍCTOR.— Y después al horno de la imaginación...

ROSARIO.— (Vivamente.) Eso es lo que le pierde a usted.

VÍCTOR.— Al contrario, me salva. ¡Bendita imaginación! Mi único consuelo es cabalgar en ella y lanzarme por el espacio infinito, hacia la región de lo ideal, del pensar libre y sin ninguna traba. Delirando a mi antojo, construyo mi vida conforme a mis deseos; no soy lo que quieren los demás, si no lo que yo quiero ser. No me importan las leyes, porque allí las hago todas a mi gusto. Me instalo en el planeta más hermoso. Soy rey, semidiós, dios entero, amo y soy amado.

ROSARIO.— Basta. Eso me recuerda mi niñez, cuando, con mis amiguitas, jugaba yo a los disparates.

VÍCTOR.— ¿Qué es eso?

ROSARIO.— ¿Pero usted, de muchacho, no ha jugado a los desatinos? Es cosa muy divertida. Yo deliraba por ese juego. Vea usted; mis amigas y yo nos desafiábamos a cuál inventaba un disparate mayor; y la que sacaba de su cabeza un absurdo tal que no pudiera ser superado, esa ganaba. (La actriz determinará, conforme a la intención de cada frase, cuándo debe interrumpir y cuándo reanudar el trabajo.)

VÍCTOR.— ¡Qué bonito!

ROSARIO.— Juguemos a los desatinos. A ver cuál de los dos inventa una cosa más disparatada.

VÍCTOR.— Más imposible.

ROSARIO.— Justo; la otra noche pensaba yo que era una hormiga, y que daba vueltas alrededor del mundo, siempre por un mismo círculo, hasta que al fin, con el roce de mis patitas, partía el globo terráqueo en dos... Imagínese usted el número de siglos que necesitaría para...

VÍCTOR.— (Riendo.) Sí... ¡Qué gracioso! Pues yo he pensado un desatino mayor. Que usted y yo vivíamos en un planeta donde los vegetales hablaban.

ROSARIO.— Y los animalitos echaban hojas.

VÍCTOR.— En que nosotros éramos como arbustos que caminaban, y nuestros ojos flores que reían, y nuestras bocas flores que besaban... En aquel extraño mundo, usted no era aristócrata.

ROSARIO.— Como que probablemente sería una calabaza, quizás una apreciable ortiga... Bah, sus disparates no valen nada, amigo Víctor. Se puede inventar un despropósito incomparablemente mayor.

VÍCTOR.— ¿A ver?

ROSARIO.— Un absurdo... vamos, que apenas se concibe. (Pausa. Se miran un momento.) Que yo, no en ese planeta donde hablan las hierbas, sino aquí, en este, pudiera llegar a quererle a usted, a simpatizar con sus ideas primero, con la persona después...

VÍCTOR.— Señora duquesa, ¿quiere usted que yo me vuelva loco?

ROSARIO.— ¿A que no inventa usted una barbaridad como esa?

VÍCTOR.— ¡Quererme usted... y...! Duquesa...

ROSARIO.— Ea, ya me empalaga usted con tanto Duquesa, Duquesa... Si sigue usted tan fino, las rosquillas van a salirme muy cargadas de dulce. Llámeme usted Rosario.

VÍCTOR.— ¿Así, con toda esa llaneza?

ROSARIO.— ¿Pero usted no sabe que la de San Quintín es también revolucionaria y disolvente? Sí señor, creo que todo anda muy mal en este planeta; que con tantas leyes y ficciones nos hemos hecho un lío, y ya nadie se entiende; y habrá que hacer un revoltijo como esto (Amasando con brío.) , mezclar, confundir, baquetear encima, revolver bien (Haciendo con las manos lo que expresan estos verbos.) para sacar luego nuevas formas...

VÍCTOR.— ¡Admirable idea...! Yo voy más allá.

ROSARIO.— (Vivamente.) A donde va usted ahora, pero volando, es a ver si el horno está a punto.

VÍCTOR.— Sí que estará.

ROSARIO.— Vaya usted, le digo.

VÍCTOR.— (Sonriendo.) ¡Despótica! (Alejándose.)

ROSARIO.— No soy yo la despótica, sino la masa, la soberana masa.

(Vase VÍCTOR por la izquierda, segundo término.)

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