IV. La familia
La familia de su marido contribuía a que la vida de Dolores se hiciera insoportable. Antonio pertenecía a lo mejor de la ciudad; sus parientes eran todos políticos, y las mujeres gozaban fama de guapas, de virtuosas y de buenas cristianas.
Sobre todo la tía Pepita, la parienta rica, se había constituido en el jefe de la familia, que se sometía a sus caprichos, adulándola y disputándose su herencia.
Quizás la tía Pepita veía aquel pugilato y se divertía en dar y quitar esperanzas. Estaba a la sazón viuda de su quinto marido. De una belleza espléndida, célebre en aquel país de mujeres hermosísimas, todos sus esposos fueron hombres de posición y de dinero: banqueros, políticos, millonarios, y todos le legaron su fortuna.
Tía Pepita había adoptado a una niña, nieta de su segundo marido, que llevó al matrimonio una hija, a la que ella casó con su hermano Eduardo, a fin de que no se les escapase nada de la fortuna.
Había tenido mucho que sufrir tía Pepita, para agradar a aquel segundo marido y ser su heredera. Tísico y celoso, presintiendo sin duda los tres sucesores que iba a tener, deseaba contagiarla de su enfermedad y le ordenaba que se desnudase y le prestase la frescura de su cuerpo, cuando lo abrasaba la fiebre y lo empapaba el sudor.
Después de la muerte de su último marido, quizás el único que había amado, y que murió muy joven, como si el sino trágico de aquella mujer fuese el de ser viuda, tía Pepita cifró todo su cariño en la hija de su hijastra y de su hermano, que era una criatura enclenque, enteca, encanijada, con una degeneración hereditaria, llena de alifafes y de caries óseas, a la que era preciso alimentar con los regímenes más raros de carne cruda y leche de perra.
Por eso tenían esperanza los parientes y le hacían una asidua corte, deseosos de que les recompensase en el testamento su dedicación.
La casa de tía Pepita era como una pequeña corte, donde todos se disputaban el favor de privados, en el cual no duraban, pero en el que alternaban sucesivamente con la buena y mala fortuna. Era la tía Pepita la que disponía, aconsejaba y resolvía en todas las cuestiones de familia.
Tenían que concurrir todas las noches a la tertulia de tía Pepita hermanos, primas, sobrinas y parientes que se esforzaban en mimarla para hacerse notar, y se sentían felices cuando su opinión les era favorable en algo o cuando les dirigía una palabra o una sonrisa; que acrecentaba la importancia del favorecido sobre los otros.
La tía había acogido a Dolores con el mayor cariño y prodigaba elogios a su talento y a su belleza, lo cual despertaba mayores envidias.
Recibía sentada en la presidencia de la gran mesa de comedor, que ocupaba toda la estancia, cuyas paredes desaparecían bajo los armarios de soberbias tallas, repletos de vajilla de plata y de porcelanas preciosas.
A pesar de sus años, tía Pepita conservaba la suprema belleza de su porte, de su línea y de su gran distinción. Había en ella una superabundancia de hermosura que parecía inagotable. Encorsetada, vestida de negro, con el traje ajustado sobre su cuerpo, lozano y esbelto siempre, con el cabello negro, alisado con el procedimiento de la goma y la pepita de membrillo o la zaragatona, en ondas alrededor de la frente, los ojos inteligentes y las facciones de corrección insuperable; tía Pepita conservaba, sobre todo, la gracia de la sonrisa, que iluminaba aún de luz un semblante dulcemente macerado. Jamás se descomponía de palabra ni de ademán; tenía un ritmo de mesura y de ponderación. Se dominaba, con un continuo estudio de todos sus gestos y movimientos; su perfecto equilibrio, su ecuanimidad y su dulzura eran lo que constituía su mayor encanto.
Había sabido imponer a todos, en torno de ella, esa misma mesura. Su vida toda se ajustaba a la más estricta observancia religiosa. Después de comer iba, con toda la familia, al oratorio a rezar el rosario, que ella dirigía, con el interminable aditamento de estación al Santísimo, Salves y Paternóster.
Dolores, indiferente en materias religiosas, se aburría cuando la obligaban a tomar parte en aquellas prácticas. No sabía los detalles de las devotas de profesión, y tenían que advertirle cuándo era vigilia o día en que no se podía promiscuar.
—Esta niña es tibia en la fe —decía tía Pepita a veces—; pero es muy buena, hay que encauzarla.
Cuando alguien le advertía que Dolores se había dormido en el oratorio, para indisponerla con ella, la defendía:
—Son los pocos años. Piensa demasiado en su marido, pero es un alma pura.
La más devota de las dos hermanas de Antonio era María Luisa, que sacrificaba a las hijas y el marido a su exceso de celo.
Se pasaba la vida haciendo pastelitos y golosinas con un instinto monjil; les bordaba a sus hijas vestidos con lentejuelas e hilo briscado, como si fuesen santas de alguna capilla. Para su marido tenía todas las atenciones compatibles con la necesidad de comulgar todos los domingos. Su pesadilla era que no iba a estar a su lado en el cielo, porque Alberto tenía la maldita afición de los libros y había leído hasta a Flammarión.
Pero el marido era hombre sesudo, flemático, que con tal que su mujer le diese bien de comer y le cuidase la ropa y la casa, sin pasar de la suma mensual que le asignaba, no quería saber nada más.
La llevaba todas las noches a casa de la tía y allí la dejaba hasta la hora en que acababa su partida de tresillo; pero María Luisa tenía una susceptibilidad extraordinaria, y todos los días se achubascaba con alguno de la familia, si le parecía que no elogiaba bastante sus chucherías o sus labores de paciencia china.
La otra hermana, Manuela, era completamente distinta: revoltosa, hablaba alto, se la daba de enérgica y decidida, hasta el punto de provocar algunas veces las fanfurriñas de tía Pepita, lo que hacía que pasara temporadas sin asistir a la reunión, ocupada en mal decir de ella.
Otra asidua contertulia era una prima de tía Pepita, hermana de un cura, con el que vivía desde su viudez de un solo marido, y tan lejana, que había vuelto a recobrar la virginidad, con todos sus pudores y gazmoñerías. Se la hubiera creído soltera a no oírla recordar continuamente, entre suspiros, a los pedazos de piltrafa que abortó, pero a los que había echado el agua de socorro en el momento de salir al mundo. De ese modo si no había dado pobladores a España había aumentado la población celeste, pues allí le guardaban ya su pedacito de terreno los malogrados Burgundofero, Eleltrudo, Armogasto y Epifanio, con las niñas Társila, Perpedigna y Teopiste, nombres que, el espíritu selecto y aficionado a la poesía de la buena señora, había dado a sus vástagos, huyendo de la vulgaridad.
Iban con ella otras dos sobrinas, que conocían por el sobrenombre de las gordas, dos muchachas de dieciséis a dieciocho años, atacadas de obesidad, que pesaban diez arrobas cada una. Sus caras, de facciones bellísimas, hermosos ojos y cutis nacarados y róseos, perdían toda su gracia colocadas sobre las grandes bolas de sus cuerpos, en las que brazos y piernas resultaban flacos y cortas. Aquella mole de carne constituía el tormento de las pobres criaturas, románticas y sentimentales en alto grado. Eran dos pobres víctimas de aquellas costumbres morunas, que obligan a las niñas a crecer sin juegos, en una existencia sedentaria, sentadlas todo el día, con el pedazo de cañamazo en la mano para hacer un marcador. Se reían de ellas todas las otras gordas, porque era país de mujeres propensas a la obesidad; pero los hombres casi rebuznaban a su paso, seducidos por la abundancia de carne, apretada hasta reventar, dentro de un formidable corsé.
A veces aparecían las Chachas, dos tías de tía Pepita, ya ancianas y tan mesuradas y nobles como ella.
La Chacha Mar comulgaba todos los días sin tener que confesarse; pero la Chacha Dolores no podía hacerlo porque tomaba alguna que otra rabieta. Eran dos tipos diferentes las dos viejecitas, cuya estatura mermaba cada vez más la arterioescleorosis.
Mar sonreía siempre y miraba con candor de niña. Su cara era una bolita rosa, sedeña, delicada, con las mejillas sonrosadas, sin arrugas, que tenían el brillo y la blandura de los niños recién nacidos.
Chacha Dolores tenía en las comisuras de los labios dos pliegues enérgicos, acéticos. Su semblante era pálido, flácido, y los ojos, profundos y desconfiados, parecían animados de un fuego secreto y terrible; una llama de hoguera de la fe, que le daba cierto parecido con los retratos de Santo Domingo de Guzmán, del que se decía descendiente la familia, y seguramente no por descendencia directa, teniendo en cuenta la condición del Santo.
No faltaba nunca Elvirita, la hija de adopción de tía Pepita, sentada al lado de ésta, sin hablar, mirando a todos con su aire orgulloso, poco comunicativo, de niña mimada, y una mueca de quien percibe continuamente un mal olor que le repugna.
La esposa de su sobrino Juan era una señorita de Guadix, a la que lo unió un amor tan fulminante, que a los dos días de conocerse se escaparon juntos, sin que ella tuviese tiempo de llevar más equipaje que su añadido de cabello postizo y la caja de polvos de arroz. La muchacha salió cadañera y en tres años de casada le dio tres vástagos; pero ella misma los mató al poco tiempo: uno de la caída de un coche, durante un paseo, y los otros dos ahogados contra su seno mientras dormía.
Le gustaba estar grávida, y andaba dando vueltas a la mesa para colocar encima la barriga, como si no hubiese más embarazada que ella en el mundo. Se sentía orgullosa de aquello, pensando que le daba más importancia. La tía Pepita, molesta del alarde, solía decir la frase con que los almerienses herían a los de Guadix:
—Es de la tierra donde se paró la burra.
Aquella leyenda que les inventaban de la burra errante, que sólo se detuvo al encontrar a sus semejantes, sacaba de tino a las de Guadix, que a su vez llamaban a Almería:
—La tierra de la legaña y el esparto.
Y decían:
—Cuando Cristo fue a Almería lo llevaron al Barrio Alto y le hicieron majar esparto.
Cosa que ponía fuera de sí a los almerienses.
Hombres no recibía tía Pepita más que a los de la familia. Los esposos de las parientas no hacían más que aparecer y desaparecer para recoger a sus mujeres y cumplir la obligación de saludar a la tía. Sólo se quedaba allí uno de los sobrinos, un zarracantín, gordo y cachiporro, que tenía una imaginación volcánica para inventar embustes y tejer patrañas, con tanta perfección, que él mismo se las creía.
Atacado de manía de grandezas, había acompañado a Madrid a su tío Eduardo, cuando fue a jurar su cargo de diputado, y se metió en el Congreso haciéndose pasar por él, con tal aplomo, que los porteros expulsaron al verdadero diputado, creyéndolo el intruso.
Se quedaba en la tertulia haciéndole los cocos a Anita, la hija de un rico banquero, que era la única amiga de Elvirita. La chica era tonta de capirote, fea, derrengada, con una cara tan larga, que tenía doble distancia de la boca a la barba que de la boca a la frente. El peso de aquella gran barba le hacía tener la boca abierta, asomando la lengua, y parecía tirarle hacia abajo de las ojeras, que formaban triángulo sobre la mejilla. A pesar de su poca simpatía, toda la familia la mimaba con el deseo de que se efectuara un enlace que aseguraba la suerte del muchacho, el cual no servía más que para inventar trolas.
El otro sobrino, Luis, era el más mimado y respetado. Los eclipsaba a todos en cuanto aparecía con su aire de desenfado, andando a zancadas, sin ritmo, un poco encorvado por su alta estatura. Le tenían miedo por su carácter irascible. A pesar de ser tartamudo e ignorante Luis, tenía ínsulas de orador, hombre de talento y de un valor temerario.
Su orgullo consistía en su abolengo y su sangre azul. Creía a la familia de tía Pepita, herí nana de su madre, muy inferior a su familia paterna. Se pasaba el tiempo investigando en el escudo y las armas de su familia, en la que era tradición que ningún caballero montó jamás en burro, ni ninguna señora se dejó tocar por la matrona al dar a luz; lo que no impedía que una de sus nobles tías fuese a sentarse todas las tardes en los bancos de la Glorieta de San Pedro para charlar con los robustos mozos de la vega, a los que solía invitar en su casa. Algunas mañanas se la vio, desgreñada y en zapatillas, asomada al balcón del Palacio del Obispo, a la hora en que las devotas madrugadoras iban a misa.
Pero aquellas genialidades podían dispensársele, porque ella, con su belleza y su gracia, había dorado los cuarteles de la noble familia, bastante empobrecida. Lo malo era que aquella restauración debió costarle cara a su alma, porque era fama que, cuando estaba de cuerpo presente en el ataúd, apareció una manada de gatos, que comenzaron a saltar sobre su cuerpo, y desaparecieron como habían venido, sin que nadie supiera por dónde. Aquella era la mancha de la familia. De pronto invadía el comedor el tío Diputado, seguido de su pandilla. Entraban tumultuosamente, sin hacer caso de los asistentes ni saludar apenas. El prócer no faltaba ningún día a visitar a su hermana y a su hija. Tenía buen cuidado de que no lo acompañara su segunda esposa, una linda viuda de un vinatero, que lo sedujo lavando las copas detrás del mostrador con sus brazos redondos y su carne fresca. Aunque tía Pepita lo casó con ella para evitar el pecado de amancebamiento que cometían, la familia la consideraba como una esposa morganática, en especial su hija, que se avergonzaba de la madrastra y no le perdonaba que hubiese ido a ocupar el sitio que dejó su madre y a meter en la casa paterna la numerosa parentela, que mermaba su futura herencia.
Durante la visita no hablaba nadie más que don Eduardo y la tía Pepita. El político hacía gala de su oratoria, exponiendo sus planes, siempre azuzado por los sobrinos, que le enzarzaban en luchas violentas y partidistas, de las que ellos obtenían gajes e influencia.
Otras veces hablaba de los salones y de la vida de Madrid, poniendo en su relato puntos de picardía, que sólo a él le toleraban, y que, en ocasiones, obligaban a tía Pepita a ponerse seria y llamarlo al orden.
—¡Eduardo!… ¡Eduardo, por Dios!…
Las señoras oían, encantadas, aquellas narraciones en las que repetía: «Me dijo la Marquesa», «Me preguntó el general», «Maura me echó el brazo por el hombro», «Yo estaba al lado de D. Alfonso», «Pasó la Infanta», «La Reina iba guapísima con el manto de Corte».
Después salía satisfecho, encantado de sí mismo, seguido de la patulea de sobrinos ambiciosos, de matones y de parásitos pegadizos, que lo adulaban.
Hasta el sobrino más chiquitín, que apenas contaba doce años y deseaba ya distinguirse como hombre, solía decir, para probar su admiración a don Eduardo:
—Tengo gana de ser grande para ir por la calle rompiendo guitarras y matando electores.
Dolores no podía acostumbrarse al trato de todas aquellas gentes. Hubiera necesitado que influenciaran su espíritu desde pequeña para acomodarse a su rutinaria mediocridad. Todas aquellas mujeres tenían ideas limitadas y estaban preocupadas cada una con su manía. No pasaban, en lectura, del Museo de las familias, viejo y manoseado en su antigua encuadernación, y en poesía admiraban a Grilo y a Selgas. Toda idea nueva, toda elegancia y toda cultura era condenada sistemáticamente. No se atrevía a entablar conversación con aquellas fanáticas beatas por temor a chocar con sus gustos.
Comprendía que no la querían; le tenían una aversión envidiosa, oculta por temor al cariño que le demostraba la tía Pepita y por la amistad del tío Eduardo con Antonio, al que necesitaba para sus proyectos electorales.
Dolores tampoco podía amar a aquella familia; se ahogaba entre ella, sentía una especie de odio involuntario, algo como odio de raza.
Para escapar de allí algún rato se prestaba a llevar a la muchachada: las hijas de sus cuñadas y las amigas solteras —Elvirita no salía jamás— a dar una vuelta por la calle de las Tiendas o a rezar una Salve a la Virgen en Santo Domingo. Aunque Dolores era más joven que algunas de ellas, tenía que hacer de guardadora por su condición de señora casada.
Cuando se improvisaba un paseo, las jóvenes se envolvían rápidamente en sus abrigos y salían cogidas del brazo, dos a dos, para dar la vuelta por el Paseo, la calle de las Tiendas y la calle Real, que, siendo las principales, no habían perdido su aspecto morisco de callejuelas estrechas y tortuosas. La Puerta de Purchena era la Puerta del Sol de Almería, y en ella se alzaba el Obelisco a los mártires de la Libertad, al que denominaban pintorescamente «El Pingurucho de los Coloraos».
Las jóvenes se iban siempre por la acera donde estaban los cafés, para dejarse ver de los hombres que ocupaban las mesas cercanas a los ventanales. Era el lugar donde pasaban la noche en sus conversaciones y sus juegos, con el alejamiento habitual de las mujeres.
Algunas veces, sin que Dolores pudiese evitarlo, las jóvenes se metían en una tienda para revolverlo todo, sin comprar nada, sólo por el deseo de charlar, de moverse, de oir las galanterías de mostrador, las melosidades que los dependientes tenían preparadas para criadas y modistillas que, engolosinadas con ellas, daban la preferencia a determinadas tiendas.
¡Con qué envidia veían las muchachas, ansiosas de novio, en las callejuelas estrechas y morunas, alumbradas por los faroles de aceite, callejones de la Edad Atedia aun, las rejas, a cuyos hierros se agarraba un enamorado envuelto en la ancha capa! Las maderas entreabiertas dejaban vislumbrar una mujer en el fondo, aunque su recato no le dejase abrir por completo aquella especie de celosía.
Se detenían siempre ante el Señor del Portal, por cuya reja metían la mano para dejar caer una moneda de cinco céntimos. Era una habitación grande, con vertida en capilla, muy desguarnecida, con el suelo todo sembrado de calderilla, y en cuyo fondo se veía un enorme cuadro negro. La tradición refería que lo pintó un cautivo con carbón, teniendo las manos atadas. Era una imagen milagrosa, a la que tenían gran devoción los almerienses. Debía haber crecido, según el tamaño del Cristo, que ocupaba toda la pared y apenas se destacaba de su fondo ennegrecido.
Santo Domingo, a aquella hora era imponente; en tinieblas, sin gente, dejaba oír el eco de sus pisadas, que retumbaban con ese tono cóncavo que sólo se escucha en las iglesias solitarias.
Algunas noches de luna, serenas y plácidas, se atrevían a asomarse hasta el principio del Malecón o del Contramuelle Allí, frente a la melancolía del ambiente, Dolores sentía aliviarse su espíritu. A un lado estaba el mar, abrazado por los diques del puerto, manso como un balsón, sembrado de luces y embarcaciones, entre las que descollaban las grandes moles de los buques de alto bordo. Más allá, el mar libre, uniéndose al horizonte y confundiéndose con el cielo, tan igual a él, que la vista no podía precisar si era todo mar o todo cielo.
De aquel mar venían hasta ellos, entre el remusgo de la brisa, el eco de conversaciones: voces en idiomas extraños, cantos exóticos, mezclados con el ruido del trepidar de las máquinas y el rechinar de los hierros.
Algunas noches el grito estridente de una sirena rasgaba el aire, con esa cosa de agudo y desesperado que tiene el adiós de los barcos. Los veía alejarse, rompiendo la sombra con la alta luz de en medio, y los faroles verdes y encarnados a babor y a estribor, para servir de guías y señales a las otras embarcaciones que encuentran en esas carreteras ideales que han marcado los hombres en las aguas.
Dolores sentía entonces un deseo de gritarles que se detuvieran, que la esperaran, que la llevaran consigo, y sus ojos se volvían hacia la ciudad, con la angustia y el pánico del que se encuentra en una isla desierta, a la que no llega la nave salvadora.
Era negro el aspecto de la ciudad, escasamente iluminada, acurrucada como aterida y medrosa a los pies del monte de la Alcazaba, que recortaba en la sombra su silueta, dentada de torreones y almenas.
De allí caían sobre el caserío, desgranándose en el aire, los ecos de la histórica campana de la Vela, En aquellos momentos Dolores amaba a Almería, amaba la tierra, la Naturaleza, la dudad en sí, el mar y el cielo. ¡Si aquellas criaturas que la rodeaban hubiesen sido dignas de la grandeza del marco!
Seguían la vuelta de regreso por los nuevos «Bulevares», hasta llegar a la casa. Era la suya entonces una sensación algo parecida a la del penado que vuelve a tomar su cadena después de una tentativa de evasión, A pesar de todos sus razonamientos no podía evitar el pánico que se apoderaba de ella al considerar una existencia que se proyectaba inmutable, como un largo camino en el arenal, que había de recorrer sin pararse a descansar jamás, y se preguntaba aterrada: ¿Tendré que soportar esto toda mi vida? ¿Sin remedio? ¿Siempre así? ¡Siempre!
Tomaba ante ella todo su verdadero valor, para aniquilarla, aquel terrible: ¡Siempre!