XXVI. Contra lo indisoluble
La puerta de la alcoba se abrió como si la moviese un viento repentino.
Dolores se incorporó en la cama asustada. Antonio estaba allí, pálido, ojeroso, descompuesto.
—Buenas noches, nena.
Aquel saludo familiar, del tiempo en que su marido y ella vivían en buena armonía y no tenían las alcobas separadas, aterró a Dolores. ¿Qué quería aquel hombre ahora? Se arrepintió de no haber tenido la precaución de cerrar la puerta, tan segura y tan lejana de él se creía.
—¿Qué quieres? —preguntó, aparentando serenidad.
Él se había quitado ya la americana y el chaleco, todo junto, y los había colgado en la espalda de una silla Se acercó a la cama, diciendo:
—¿Qué he de querer? Vengo a verte… Eres mi mujer… Estás hermosa… Te quiero siempre… Aunque has sido malilla para mí…
Dolores se había arrinconado junto a la pared. Lo más lejos posible de su marido, pero hasta allí le llegaba la tufarada de peleón retestinado que exhalaba el aliento de Antonio y de la cabría sudación que se escapaba de su cuerpo, cubierto por la camisa, sobre la que se cruzaban los tirantes del pantalón.
—¡Déjame! ¡Déjame, Antonio! ¡Te lo suplico!
En su gesto había tal repugnancia, que él exclamó:
—Hija mía, eres demasiado delicada. Verdaderamente que no huelo a agua de Colonia y de rosas. ¿Pero qué hemos de hacerle? El hombre tiene que oler a vino, a tabaco y a… sí mismo.
—No lo digo por eso. Te suplico que te vayas.
—Conozco bien tus remilgos —siguió él—. Eres capaz de creerte que estoy borracho. Yo ya no bebo. Te lo juro. No he hecho más que tomar una copita para festejar a César Lope por su nombramiento… Le han dado la Cruz del Puente de San Pánfilo… y sólo le ha costado doscientas pesetas que le he dado yo a ese cura gallego, gordo y picado de viruelas, que es el que las proporciona… César es un excelente amigo… No es lo que tú te crees… Él mismo me ha acompañado a la puerta y me ha obligado a venir a verte. Me ha convencido de que no debe haber rencor entre los matrimonios. Te perdono, nena.
Pero Dolores ya no lo oía.
—¡Él! ¡Ha sido él!
Conocía la venganza de aquel hombre enviándole a su marido, y toda su sangre se revelaba contra su infamia.
—No… no… no… Vete.
Él rió.
—¡Irme! ¿Qué es lo que dices?
—Te lo suplico, Antonio… Me siento enferma.
—¡Bah! ¡Disculpas!
—¡Por Dios te pido que te vayas!
—No digas tonterías.
Se había sentado tranquilamente en el borde de la cama, y se quitaba con lentitud los zapatos y los calcetines.
—¡Es imposible! ¡Imposible! —gritó ella—. ¡Vete!
—¿Pero estás loca?
—¡Vete!
—¡Qué me he de ir! Tengo derecho a hacer lo que quiera. Estoy en mi casa… eres mi mujer… y… mira… Estás más hermosa de lo que me creía… No había reparado bien… Ven… No me huyas.
—¡Vete, por caridad!
—¡Qué rencorosa eres!
—No, no te tengo rencor… te lo perdono todo… seré tu esclava para todo lo que quieras… yo te cuidaré… te guisaré… velaré por la casa… No te diré jamás nada que te moleste… Pero vete, Antonio, vete…
—¡Tiene gracia! ¿Que me perdonas? ¿Que me vaya? ¡Sí que tiene gracia! ¿Te has llegado a creer que yo no puedo buscar a mi mujer cuando quiera y me de la gana?
Se deslizaba entre las sábanas extendiendo los brazos hacia ella, replegada en el extremo opuesto del lecho. Ya iba a cogerla, cuando Dolores dio un salto y escapó por los pies de la cama.
Él se quedó sorprendido. No esperaba aquella rebeldía.
—¿Pero qué es eso? ¿Te atreves a resistirme? ¡A mí! ¡A tu marido!
La miraba y poco a poco su furia se serenaba en la belleza de la joven. Apenas cubierta con la fina batista de su camisa de dormir; suelto el cabello en bucles sobre los hombros, el color de su carne resaltaba con una blancura de mármol, llena de suavidad.
«Qué hermosa está la indina —pensó Antonio—. Verdaderamente he sido un bruto en dejarla tanto tiempo. Tengo que desenojarla».
Hizo un esfuerzo para ser galante y le dijo:
—Vamos, ven, nena. No hagamos escenas. Nos van a oír los criados… Yo te he querido siempre… y ahora… te juro que tengo las mujeres a porrillo… y guapas… y… ya ves… te prefiero a ti… Me he dejado una muchacha de catorce años… No me gusta nadie como mi mujercita…
Mientras él hablaba, Dolores se calzaba rápidamente, como el que se prepara para huir de un incendio, y no le respondía.
Volvió a impacientarse Antonio.
—¿Pero qué es esto? ¿Vienes o no?
—No.
Su voz era tan firme, tan segura ya, tan dueña de sí misma, que Antonio se inquietó seriamente.
—¡Mira lo que haces, Dolores!
Ella se había echado su salto de cama, y ya vestida se sentía llena de valor, dispuesta a sufrir el escándalo, el tormento, todo antes de consentir en que aquel hombre, que le repugnaba la profanase sin amor. No podía existir ley divina ni humana que la obligase a soportar aquello.
Se alzó frente al hombre que pretendía imponerse y respondió:
—Lo tengo bien pensado.
—¿Entonces?
—Prefiero la muerte a tus caricias.
—¿Tanto te repugno?
—Sí.
—¿Me aborreces?
—No te amo.
Antonio estaba desconcertado, dudando qué partido tomar. Por una parte se encendía su deseo, cada vez más, ante la resistencia de su mujer, y por otra luchaba con los vapores de la borrachera y el cansancio, que le cerraban los párpados y confundían sus ideas.
Pero, sobre todo, dominaba un sentimiento: la necesidad de imponer su autoridad de marido, su dominio de macho.
—¿Conque no me amas? ¿Y quién me ha sustituido? —exclamó.
—¡No seas miserable! —repuso ella—. Ni te amo a ti ni, desgraciadamente, puedo volver a amar a nadie…
Él rió idiotamente.
—¿Conque esas tenemos?
Dolores prosiguió con vehemencia:
—Sí… yo te he amado… te he querido con toda la ilusión de mí alma… No quiero negarlo ni en estos momentos… Bien lo sabe Dios… Has sido para mí todo en el mundo… ¡Considera cuánto me has debido hacer sufrir para cambiar de este modo!… ¡Para que me des asco!
—¡Cualquiera que te oiga dirá que he sido contigo un mal hombre, un criminal! ¿Dime qué te he hecho yo?
Se quedó muda. ¿Para qué entrar en una penosa explicación? Aquel hombre no era capaz de comprender los mil detalles con que la había martirizado, las faltas de delicadeza que hirieron sus sentimientos, las pequeñas cosas en que miles de veces había pisoteado su corazón; sin contar las francachelas, la disipación, las orgías con otras mujeres en que la había humillado y le había causado una sensación de repugnancia.
Antonio interpretó su silencio por condescendencia. Se echó fuera de la cama para acercarse a ella.
Estaba grotesco. Tenía un movimiento de gallo, inclinando el pescuezo de un lado a otro, y estirándolo hacia delante, de un modo que parecía crecer y salirse de la tirilla del cuello de su camisa.
—¡No me toques! —imploró ella.
—¡Ven!
—¡Jamás!
—¡Dolores!
—¡No te quiero!
Él sintió un placer brutal en la resistencia llegada a un extremo tan grande. Era mejor así. La tendría a la fuerza. ¡La humillaría sin amor!
—No es preciso que me quieras. ¿Qué más da? Me gustas… Eres mi mujer.
Se acercaba y ella retrocedía.
—No… no… no…
Volvió a enfurecerlo la resistencia.
—¡No me hagas que te dé un golpe, Dolores!
—¡Déjame!
—¡Soy tu marido!
—¡Pero yo no soy esa bestia que buscas! No… no… Él había llegado al colmo de la rabia. Se lanzó contra ella, dispuesto a hacer valer el derecho de su fuerza, y la cogió de los brazos, retorciéndoselos sin piedad.
Dolores gemía y se debatía ya sin fuerza. Él la empujó y le hizo caer de bruces sobre el lecho. La joven seguía resistiendo, retorciéndose, dándole talonazos, que le impedían acercarse. Enloquecido la cogió del cabello y tiró de ella hasta incorporarla. La estrechó en un abrazo de amor y odio, que hacía crujir su carne, y acercó la cara a su cara con el deseo de besarla y de morderla. Ella lanzó un grito de ahogo.
—¡Socorro!
¿Socorro? ¿Se atrevía aquella mujer a gritar para que la defendiesen de su marido?
Se separó de ella, sujetándola brutalmente por el hombro con la mano izquierda, y la miró, queriendo influenciarla con sus ojos coléricos.
Dolores resistió la mirada, clavó sus hermosos ojos llenos de valentía dentro de aquellos ojos encarnizados, y repitió jadeante, reuniendo toda su energía:
—¡No!
Entonces él la soltó y le descargó con la mano derecha un bofetón que le hizo tambalearse.
Antonio fue a sostenerla, quizás asustado de su brutalidad, pero ella tuvo aún fuerzas para repetir:
—¡No!
Entonces, perdido el freno, ciego, excitado, comenzó a golpearla gritándole injurias:
—¡Perra! ¡Perdida! ¡Mala hembra!
Dolores huía, aterrada, sintiendo correr la sangre por su rostro. Trataba de ganar la puerta para escapar, o el balcón para pedir socorro.
Caían las sillas, las mesas, se rompían los vasos y los objetos de tocador. Perseguida, acosada, Dolores cogió el alabastrón, colocado en la mesilla de noche, y lo arrojó a la cabeza de su marido. Antonio, al sentir el dolor perdió por completo la razón. Alzó la silla de la costura para aplastarla con ella de un golpe. Dolores vio el peligro, se amagó, queriendo escapar; estaba allí la canastilla de los hilos… el dedal… las tijeras… No se dio cuenta de nada… Fue un segundo… aleteó el odio, el deseo de librarse del único modo que podía hacerlo… gracias al crimen…
Quedó espantada del súbito silencio de su marido. Había caído a su lado, boca arriba, con los brazos tendidos. Las tijeras seguían clavadas en su pecho y la sangre empurpuraba su camisa.
Tuvo un grito de terror:
—¡Lo he matado!
Lo veía allí, a sus pies, lívido, con los ojos vidriosos, con aquella cosa de gallo que tanto le había repugnado, y no sentía piedad de él, ni arrepentimiento de lo que había hecho.
La habían obligado al crimen, negándole todo medio de separarse de aquel hombre. Pero tuvo la rápida intuición de que iban a venir a prenderla… La cárcel se le presentaba con todo su horror y toda su promiscuidad. Se vería vilipendiada, despreciada de todos. Nadie sería capaz de comprender el crimen pasional en una mujer. Nadie se daría cuenta jamás de que la mujer casada pudiese llegar al crimen para defender su castidad, el derecho a la posesión de sí misma, frente a su marido.
—¡Si no estuviera muerto! —pensó.
Se dejó caer de rodillas a su lado, le levantó la cabeza y le puso la mano sobre el pecho.
Sintió la impresión de la sangre tibia y pegajosa como un líquido azucarado.
Entonces el terror de haber matado se apoderó de ella, sobreponiéndose a todo otro sentimiento. Quería a toda costa volver a infundir en aquel cuerpo la vida que le había arrebatado para que no se enseñorease de su recuerdo y de sus ensueños, y comenzó a gritar desesperada, loca de pavor, como si así pudiese despertarlo:
—¡Antonio! ¡Antonio! ¡¡Antonio!!