XXV. Una tregua
Hasta la noche siguiente no vinieron su cuñada María Luisa y tía Pepita, con su galera, para conducirla a su casa. Habían esperado esa hora propicia a las reconciliaciones, hora de bodas, para evitar la curiosidad de las vecinas, que atisbaban a través de los visillos. Su cansancio le daba una blandura, una inconsciencia, que las otras creían un signo de que ya comenzaba a entrar en razón.
El largo rato que estuvo estrechamente abrazada a doña Anita, como si quisiera fundirse con ella para que no se la pudieran llevar, hizo fruncir las cejas a su cuñada.
—¡Sabe Dios lo que tendrán tramado entre las dos! Yo le advertiré a mi hermano para que no la deje tratar a esta mujer.
Al entrar en su casa, Dolores no experimentó ninguna sensación de las que esperaba. Le pareció que toda ella olía al aliento de Antonio. Una mezcla de vaho de gallinero y de tabaco.
Su marido estaba en el comedor. La tía lo empujó hacía ella, y María Luisa la hizo avanzar. Era necesario que se dieran el abrazo de la reconciliación, que no fue muy efusivo por cierto. Los rencores de ambos seguían viviendo.
Tía Pepita se creyó en el caso de dirigirles un breve sermón:
—Es necesario cambiar de vida y obrar como Dios manda, sin que nadie tenga nada que decir, que riéndoos los dos como siempre os habéis querido. Lo que Dios junta no lo pueden los hombres separar.
María Luisa, menos prudente, se extendió a presentarles el ejemplo de una futura felicidad, haciendo una vida completamente distinta de la que habían llevado hasta allí.
Los dos las oían sin prestar atención a sus palabras. Ella deseando que no se fueran, él mirando intranquilo su reloj, con la impaciencia de marcharse a casa de Paca. Su querida le exigía, celosa, que le consagrara aquella noche de segunda boda.
Pero tuvo que someterse a la voluntad de tía Pepita, que se quedaba a cenar en su compañía. Dolores se veía obligada de nuevo a tomar su sitio en aquella casa que odiaba, De buena gana hubiera gritado, como una loca, pidiendo auxilio, Sentía impulsos de tirarse al suelo, de llorar, de patear como una niña que se desespera, y, sin embargo, se contenía y aceptaba toda su fatalidad.
Las criadas, que debían estar aleccionadas, vinieron a saludarla como si llegase de un corto viaje. Pero ella veía sus miradas curiosas y le parecía oir sus comentarios.
No se habían sentado aun a la mesa cuando ya comenzaron a venir visitas. Todas aquellas mujeres tomaban el pretexto de celebrar su regreso para gozarse en su vencimiento. Lolita encontró ocasión de ponerse por modelo de mujer resignada. Doña Carolina lanzó una plática, que le hubiera envidiado su hermano el cura, sobre la excelsitud de la unión conyugal.
Juanita se empeñó en que Dolores viera las macetas que tenía en los balcones y que ella había cuidado durante su ausencia.
Antonio mandó traer dulces y una botellita de anisado para obsequiar a las señoras. La casa tomaba un aspecto de fiesta que contrastaba con el estado de espíritu de sus dueños.
Las señoras quisieron retirarse temprano. No faltaron algunas alusiones de esas de mal gusto que acompañan a los novios el día de su matrimonio. La más atrevida fue la solterona.
—Vaya… muchas felicidades y a ver si de esta vez tenemos pronto bautizo. Un nenito es lo que aquí hace falta.
Fue un momento de embarazo el de los dos esposos frente a frente. Él miró el reloj con impaciencia.
—Tengo que salir —dijo—. No me esperes.
—Haz tu vida con entera libertad, Antonio. Yo sólo te pido que no te ocupes de mí.
Él se volvió desde la puerta:
—¿Quieres decir que piensas que has venido aquí para hacer lo que te dé la gana?
—No es eso…
—Tú estás aquí bajo mi dominio. Ya ves de qué poco te han servido tus mañas. Y da gracias a que no me interesas y a que por no contrariar a los tíos te he perdonado; pero ten cuidado con lo que haces si no quieres saber de todo lo que soy capaz.
—No tengo miedo, Antonio.
—¿Me desafías?
—Estás dispuesto a entenderlo todo mal.
—No sé adivinar acertijos. Tengo prisa.
—Lo que quería decirte es breve.
—Pues dilo.
—Yo vengo dispuesta a no hacer más que lo que tú quieras, a no oponerme a tus deseos… A complacerte en todo.
—Me alegro, porque así evitaremos luchas.
—No saldré, no iré a ninguna parte, no veré a nadie… Sólo te pido una cosa.
—Acaba.
—Que vivamos como dos hermanos.
Él lanzó una carcajada.
—¡Tiene gracia! ¿Acaso te habías creído otra cosa? Ya sé que no me quieres, y yo tampoco te quiero a ti. Puedes estar tranquila, y cuanto menos me molestes con tu presencia, mejor.
Después de esta primera entrevista, los dos esposos apenas se veían. Dolores se sentía menos desdichada en su soledad. Antonio pasaba las noches y los días sin parecer por su casa, y cuando iba, no se ocupaba de su mujer para nada. Generalmente pedía a Petrilla que le sirviese el almuerzo en la cama, y si comía en su casa era siempre a horas distintas.
Su verdadera casa era la de Paca. Ya iban a buscarlo a ella sus amigos; se había llevado allí los gallos. Vivía en una promiscuidad escandalosa en sus amores con la hija de su querida, que, después de llorar y lamentarse de la traición, había acabado por consolarse. Sabía disimular para continuar aparentando que era ella la querida de Antonio. Le seguía preparando aquellas suculentas meriendas, que tenían el arte de ser siempre oportunas, elegidas, y proporcionarle alguna sorpresa. El arte de Paca era el arte de saber preparar sus meriendas de manera que rimasen hasta con el estado de ánimo de Antonio. Adivinaba su apetito y sus gustos, se apoderaba de él por la gula.
La muchacha era una especie de esclava sumisa. Los dobles celos de Antonio y de su madre la tenían encerrada allá en el fondo de la casa, esperando que el señor se dignase acordarse de ella, pero sin tomar jamás parte en sus francachelas y sus fiestas.
Las visitas que habían mortificado a Dolores en los primeros tiempos, se alejaron al ver que nada nuevo sucedía. No había vuelto a saber nada de Pepe; no tenía una amiga, ni una distracción, nada que amenizara su vida.
Poco a poco se iba abandonando en sus cuidados personales y en su atavío. No cuidaba de la casa, no leía, no hacía ninguna labor. Su espíritu se dormía para caer en un estado de inercia, de indiferencia, que no estaba lejos de la idiotez. Iba siendo lo que allí se entendía que debía ser una mujer casada. A Juanita no se le escapaba aquella desesperación íntima que la dominaba.
—No seas tonta, Dolores, y no te abatas así —solía decirle—. Yo comprendo que es triste que tu marido no te atienda como tú te mereces y ande por ahí con querindangas. Pero no sabes tú lo que hacen otros. Después de todo nada te falta en tu casa, y no se mete contigo. Créete que lloras sólo con un ojo.
Dolores asentía. ¿A qué quejarse? No pudiendo ser dichosa se conformaba con verse libre de las caricias de su marido. Era aquello lo que buscaba con el divorcio. Le bastaba con poseer el dominio de su cuerpo, con no tener que envilecerse en una unión sin amor; con no verse obligada a cumplir aquella obligación que las damas devotas llamaban el débito conyugal. Era aquello la mayor monstruosidad con que emporcaba el matrimonio. Al verse libre de ella, pensaba en que verdaderamente era feliz.